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Natan Sharansky

¿Derrota la democracia a la tiranía?

Aunque las elecciones son parte del proceso democrático, jamás pueden sustituirlo.

Los planes norteamericanos para promover la democracia en Oriente Medio parecen fatalmente heridos. Los resultados de las recientes elecciones en Irak, Egipto y, especialmente, en Gaza y la Margen Occidental han llevado a muchos a concluir que dichos planes son terriblemente erróneos: maravillosos en teoría pero de hecho desastrosos, permiten que los elementos más peligrosos y antidemocráticos de la región se hagan con el poder por medios democráticos.

Sobre la base de este diagnóstico, el presidente Bush emprendió una audaz política que prometía conceder a la democracia un papel central en la diplomacia americana. En términos de retórica, el cambio fue realmente espectacular. En su segundo discurso de investidura, Bush prometió apoyar en todas partes a los movimientos democráticos, con el objetivo de "poner fin a la tiranía" en nuestro planeta. Al considerar enemigos a los terroristas y socios a los demócratas, Bush inyectó a la política americana una indispensable dosis de claridad moral.

Pero, a pesar de lo que creo un compromiso genuino del presidente con la promoción del cambio arrollador, el movimiento en el plano político no ha estado a la altura de la retórica, con una reluciente excepción: la intensa atención que se ha prestado a la celebración de elecciones, tan rápidamente como sea posible, en cualquier lugar. Y esto ha sido un error, porque aunque las elecciones son parte del proceso democrático, jamás pueden sustituirlo.

Y en eso creía cuando presenté a Ariel Sharón, en abril de 2002, un proyecto para un proceso político que culminaría con la creación de un Estado palestino democrático y pacífico junto a Israel. En aquella época nadie pensaba seriamente en la paz, porque, tras el peor mes de ataques terroristas en la historia de Israel, habíamos emprendido una operación militar a gran escala para extirpar la infraestructura terrorista de la Margen Occidental.

Sin embargo, yo creía que la crisis suponía una oportunidad para acometer un tipo distinto de proceso político, uno que vinculase el proceso de paz con el desarrollo de una sociedad libre para los palestinos. Durante muchos años había argumentado que la paz y la seguridad sólo podían lograrse vinculando la legitimidad internacional, las concesiones territoriales y la asistencia financiera a un nuevo régimen palestino con la construcción de una sociedad libre.

A pesar de mi fe en la democracia, no caí en el error de considerar que debían celebrarse elecciones de inmediato. A lo largo de la década precedente la sociedad palestina se había convertido en una de las más envenenadas y fanáticas de la Tierra. Día tras día, desde la televisión y la radio, una generación de palestinos había sido sometida a la incitación más virulenta por parte de sus propios líderes. El único derecho que parecía ser respetado dentro de las zonas palestinas era el que tiene todo el mundo a portar armas.

En tales condiciones de miedo, intimidación y adoctrinamiento, celebrar elecciones con celeridad habría sido un acto de irresponsabilidad supina. De ahí que propusiera un plan según el cual los comicios no se convocarían hasta que no pasaran al menos tres años desde la implantación de una serie de reformas democráticas. Tres años, creía, era el mínimo absoluto para que las reformas comenzasen a cambiar la atmósfera en que pudieran celebrarse unos comicios libres. Desafortunadamente, el plan nunca fue asumido.

La reciente elección de Hamas es el fruto de una política que se centró en la forma de la democracia (elecciones) y no en su sustancia (construir y proteger una sociedad libre). En lugar de presionar para la celebración urgente de comicios, el mundo democrático debe emplear su considerable peso moral, político y económico en ayudar a construir sociedades libres en Oriente Medio. Deberíamos vincular los privilegios comerciales a las reformas económicas, alentar a los diplomáticos extranjeros para que se reúnan abiertamente con los disidentes y hacer depender la ayuda de la protección a la disidencia (como hizo Bush cuando forzó la liberación del demócrata egipcio Saad Edín Ibrahim).

Cualquier régimen, elegido democráticamente o no, que trabaje para crear una sociedad libre debería ser visto como socio, por no decir como amigo. De igual manera, cualquier régimen, elegido democráticamente o no, que obstruya la democracia debería ser visto como adversario, por no decir como enemigo. Obviamente, cualquier régimen que apoye el terrorismo es hostil a los principios fundamentales de una sociedad libre, y por tanto debería ser tratado como enemigo.

Ayudar a que la democracia eche raíces en el mundo árabe llevará tiempo y requerirá perseverancia. La mayor parte de los gobiernos árabes intentan aplastar cualquier atisbo de libertad. Pero los demócratas de esas sociedades son nuestros socios. Podemos ayudarles rehusando apoyar a aquellos que les repriman y dejando claro, con nuestras declaraciones y nuestros hechos, que los esfuerzos por expandir la libertad en sus sociedades beneficiarán tanto a sus países como a los nuestros. La alternativa es volver al espejismo previo al 11 de Septiembre de que la represión de un tirano sobre sus propios súbditos no tiene consecuencias para nosotros.

NOTA: Este artículo se publicó en el suplemento "Ideas" de Libertad Digital el 14 de marzo de 2006.

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