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Xavier Reyes Matheus

Liberalismo en español

El propósito del presente espacio es repasar la tradición liberal escrita en español y por hispanos de ambos lados del Atlántico.

El propósito del presente espacio es repasar la tradición liberal escrita en español y por hispanos de ambos lados del Atlántico.

Aunque hoy nos parece que el espíritu crítico de 1898 y toda la reflexión sobre el ser de España lleva el signo característico de aquel fin du siècle, una revisión de las perspectivas historiográficas nos ha ido llevando, en tiempos recientes, a inscribir el tema de nuestra crisis imperial en ese amplio contexto atlántico al que aprendimos a asomarnos de la mano de John Elliott. No iban desencaminados los que intuían que el antiamericanismo español e hispanoamericano era en propiedad un avatar de la vieja frustración incubada en los tiempos de la Armada Invencible; pero quizá fue el siglo XVIII el que sometió al mundo hispánico al mayor contraste con lo que representaban las potencias que se habían convertido en los faros de la modernidad: Francia e Inglaterra. El orgullo patriótico nos hace repetir con frecuencia que arrastramos un complejo de inferioridad estúpidamente influido por la acción calumniosa de obras de entonces –como los Travels de Richard Twiss o la Histoire des deux Indes del abate Raynal–, libros llenos de prejuicios y de exageraciones que sólo buscaban minar el prestigio de lo español. Pero ¿cómo no iba a suponer la mentalidad moderna un conflicto para la identidad española, que se había asentado sobre valores tan distintos, porque el eje de todos ellos había sido la concepción católica de la vida?

Si la muerte de Dios diagnosticada por Hegel y por Nietzsche ha desconcertado los grandes proyectos sociales y políticos de nuestra época (pues, siendo los más grandiosos que el hombre se haya trazado nunca, resulta muy difícil darles una trascendencia y una justificación ética tan sencilla y autoritativa como las que se derivaban de la fe religiosa), podríamos decir que la Ilustración representó para España una muerte de Dios que entonces le tocó vivir sola: nuestra nación fue, si se nos permite la imagen, algo así como la viuda de Dios. Y, como viuda fiel y consecuente, sacaba el valor para enfrentar el futuro de todo el poso de felices experiencias que le había dejado el malogrado matrimonio: si había dominado el orbe, si aquella monarquía católica había sido algo tan vasto y tan admirable, si parecía moralmente tan superior al cinismo que se había apoderado de la política y de las cortes europeas, ¿por qué tenía que abjurar de lo hecho, por la única razón de que los tiempos habían cambiado? Y, sin embargo, resultaba imperioso incorporar ese cambio de los tiempos, porque éste significaba, entre otras cosas, la preeminencia de la vida práctica sobre la ideal. Los agentes de esta manera pragmática eran la ciencia y la técnica, que debían transformarse en las nuevas perspectivas para entender el mundo. Pero, en buena medida, al universo hispano le sucedió lo que denunciaba en 1791 el clérigo bogotano José Domingo Duquesne, caricaturizando a un tal Señor de Paparrucho, filósofo antiguo que, departiendo en un imaginado congreso con representantes de la filosofía moderna,

había oído los nombres de maquinaria y mecánica, muy frecuentes en la boca de sus compañeros, y, no acertando con la significación, levantaban en su espíritu melancólico ideas funestas que lo horrorizaban. Se figuraba que vendría a parar en casa de artesanos y vería trocado este gran palacio de Minerva en un obraje de telas y manufacturas.

Por supuesto, ese rezago del mundo hispánico en el ámbito de las ciencias sirvió como pretexto a los que buscaban una transformación radical de la sociedad española, deslumbrados por el ejemplo de la Revolución francesa. Así por ejemplo el famoso abate Marchena, el utrerano José Ruiz de Cueto, que espetaba a España:

Las otras naciones han adelantado a pasos de gigante en la carrera de las ciencias, y tú, (…) ¿dónde está tu antigua gloria?

Para Marchena, ningún autor español de su tiempo podía compararse al "sublime Rousseau", al "virtuoso Mably", al "universal Voltaire". El exaltado andaluz se acogía a la nacionalidad del país vecino y renegaba de su origen, explicando a sus correligionarios franceses del "Club de los Amigos de la Constitución": desde la tierra de la servidumbre… del despotismo religioso y civil… vengo al país de la libertad.

Pero, tras los desmanes del Terror, la Revolución espeluzna a españoles e hispanoamericanos, y el patriotismo deseoso de acometer la modernización política, social y económica de España quiere encontrar un camino propio, que evite los excesos y violencias de Francia. El poeta Manuel José Quintana, que al terminar sus estudios en Salamanca se convierte en el anfitrión de una célebre tertulia en Madrid, es el autor de una Oda a Juan de Padilla en la que achaca la pérdida de las ancestrales libertades españolas al fracaso del movimiento de los comuneros contra Carlos I en el siglo XVI. La invasión napoleónica de 1808 terminará de nacionalizar el empeño liberal cuando sea necesario hallar un ideario político que sirva para derrocar el Antiguo Régimen y, al mismo tiempo, para oponerse a los franceses y todo lo que Francia simbolizaba. El gran jurista Martínez Marina se empleará a fondo en la tarea de desarrollar un constitucionalismo patriótico, que, aunque propio de un Estado moderno, garantista y basado en el principio de la soberanía nacional (esto es, en los principios heredados de la Revolución francesa), debía sin embargo hundir sus raíces en las más puras (aunque claramente idealizadas) tradiciones hispánicas.

¿Será posible –se preguntaba José Blanco White– que la lengua en que esto se escribe esté destinada para siempre a no expresar más que ideas que el mundo civilizado no puede oír sin desdén? Y diagnosticaba:

No hay país español (llamo así a cuantos hablan la lengua de Castilla) que no necesite una reforma completa: completa, digo, no violenta ni inconsiderada (…) Sin alumbrar los entendimientos, afinar el gusto y elevar el tono general de la opinión pública, en vano se hacen constituciones y se publican leyes.

La tarea, pues, para las naciones hispanohablantes, aparecía descrita así:

El grande objeto a que cada nación debe aspirar es crear una literatura y un carácter intelectual propio, y acomodado a sus circunstancias, aunque fundado en los principios generales e invariables de la naturaleza. Todo lo demás es afectación, y no puede extenderse a la masa y cuerpo de la nación. Empero, como los buenos artistas se valen de modelos, antes de dar vuelo a su propio ingenio, del mismo modo las naciones que se hallan atrasadas deben empezar por el estudio de lo que otras han hecho y adelantado, procurando llenarse del espíritu de aquellas que más se han distinguido entre las otras por la grandeza y elevación de sus ideas, la nobleza de su carácter y el amor a las virtudes, que son la base más firme de los Estados.

Para Blanco White, Inglaterra era la nación de referencia para estudiar las ideas políticas, pues era la que, por su sistema institucional y su libertad de prensa, había permitido que se discutiesen sin trabas las distintas opiniones. Y fue efectivamente Londres el escenario en el que, libres –aunque acogotados por las duras condiciones económicas del destierro– los patriotas del mundo hispano encontraron en su lengua común el vehículo de una expresión propia para desarrollar el ideario liberal. Salidos de prensas inglesas, El Colombiano de Francisco de Miranda y El Español de Blanco White circularon por los años de la Guerra de la independencia española; luego, entre 1824 y 1829, con las repúblicas hispanoamericanas ya en pie, Vicente Llorens cuenta al menos siete periódicos: El Español Constitucional, El Telescopio, los Ocios de los Españoles Emigrados, el Museo Universal de Ciencias y Artes, el Correo Literario y Político de Londres, El Emigrado Observador y el Semanario de Agricultura, que convivían con la revista Variedades, también de Blanco White, y El Repertorio Americano, del venezolano Andrés Bello. Ocios de los emigrados españoles, quizá el más conocido de esta época, fue financiado por el Gobierno de México, cuyos delegados en Londres, José Mariano Michelena y Vicente Rocafuerte, habían sido diputados en las Cortes peninsulares. También estos diplomáticos encargaron a los españoles exiliados varias obras sobre defensa, finanzas y educación para usarse en la América emancipada.

El propósito del presente espacio, Liberales de España y América, es repasar la tradición liberal que, escrita en español y por hispanos de ambos lados del Atlántico, traza la historia de aquel empeño –del que queremos ser continuadores– por ganar a nuestros países para las ideas más favorables a la libertad política y civil, a la prosperidad económica y al desarrollo humano.

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