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Xavier Reyes Matheus

Afrancesados de aquí y de allá

No es España el único país europeo que ha mantenido una relación ambigua con la memoria del régimen napoleónico.

Cuando la sombra del rescate bancario se cernía sobre España en 2012, no era raro encontrarse con gente que le espetaba a uno:

¡Ojalá nos intervenga Europa, a ver si la señora Merkel mete en cintura a los políticos de aquí y les obliga a hacer las reformas que hacen falta, porque si no, no hay manera!

Por lo general, quienes así hablaban solían ser personas de talante liberal, convencidas de que la organización política y económica de España lastraba pesados vicios que, alimentados quizá por cierta vis folclórica, conspiraban contra el progreso y la prosperidad del país y constituían un obstáculo para ponernos de igual a igual con las naciones más adelantadas. Aunque esa crítica de nuestros males resultaba seguramente demasiado vitriólica, y aunque la idealización de los remedios tomase muy a la ligera las duras consecuencias que éstos podían acarrear, había que reconocer que tales juicios traducían, a fin de cuentas, una preocupación por España y un deseo de que el país se enrumbase definitivamente hacia el desarrollo cívico. Con los llamados afrancesados ocurrió, en los tiempos de la ocupación napoleónica, algo que en cierto modo podría compararse a aquella actitud. El historiador Méndez Bejarano, uno de los primeros en estudiar a estos españoles tan denostados por la posteridad, los caracteriza como

una agrupación de honrados ciudadanos, ilustres muchos de ellos y algunos glorias imperecederas del genio español, que tal vez con error, siempre con generosa intención, trataron de redimir la patria.

Miguel Artola, que dedicó a este tema una tesis doctoral transformada en el libro de referencia para los estudiosos que han venido después, distingue entre los funcionarios y burócratas que apoyaron en España el régimen josefino por mero sentido práctico, por conservar el puesto o porque vieron allí una oportunidad de medrar, y quienes en cambio recibieron con sincero entusiasmo las políticas reformistas de Bonaparte. Éstos serían, según Artola, ilustrados de última hora que, con cierta nostalgia por la política de Carlos III, buscaban restablecer en España el despotismo de las Luces, cuando en el resto de Europa tal modelo había sido claramente superado por las ideas democráticas de la Revolución francesa. En efecto, Napoleón introduce en España el sistema de la monarquía constitucional –configurado en la Constitución de Bayona de 1808–, pero se trata de una corona autoritaria en la que, como señala Emilio La Parra, era el rey y no el parlamento el origen de la ley. Redactada por una asamblea a las órdenes del Emperador, que se limita a dar forma a los proyectos presentados por el corso, esa primera Constitución española, inscrita dentro del género de las Cartas otorgadas, es muy distinta de la que los liberales promulgarán en Cádiz en 1812, procedente no sólo de unas auténticas Cortes constituyentes, sino puesta como estatuto supremo del Estado, conforme al cual se establecía y se limitaba la autoridad de los poderes públicos, incluido el monarca.

No obstante, cuando José I inaugure su monarquía tras la promulgación de la Constitución de Bayona, reunirá en torno suyo un gabinete que puede considerarse todo menos despreciable: para la cartera de Estado, Mariano Luis de Urquijo, partidario del regalismo a la francesa; para la de Indias, Miguel José de Azanza, que había sido virrey de la Nueva España; para la de Guerra, el importante militar nacido en La Habana Gonzalo O’Farrill; para la de Marina, José de Mazarredo, uno de los nombres más importantes de la Real Armada en aquel tiempo; para la de Hacienda, el conde de Cabarrús, adelantado financiero que había promovido la creación del primer banco nacional español, el Banco de San Carlos, y de la Compañía de Filipinas. A Jovellanos, que no aceptó el nombramiento, se le ofreció ser ministro del Interior, mientras que a Pedro Cevallos, encargado bajo Fernando VII de los Negocios Exteriores, y prisionero junto a éste de Bonaparte, se le quiso mantener en el ministerio; pero poco después puso la renuncia diciendo con valentía al rey intruso: "He hecho ver a V. M. que la España casi unánimemente estaba opuesta a reconocerle por tal: si falta este título, no queda otro en virtud del cual pueda V. M. ser soberano de estos reinos". Una vez libre, se incorporaría a la lucha patriótica contra los franceses desde la Junta Central Suprema y Gubernativa.

Debe reconocerse, por otro lado, que no es España el único país europeo que ha mantenido una relación ambigua con la memoria del régimen napoleónico. El déspota megalómano en el que luego se miró Hitler; el que acaudilló un conflicto armado que puede con todo derecho presentarse como antecesor de las guerras mundiales; el que saqueó el patrimonio artístico y religioso de tantos lugares es también, no obstante, el legislador del Código Civil; el liquidador del Sacro Imperio que puso las bases de la Alemania moderna, y que sería decisivo asimismo para que décadas después se hiciera realidad la Italia unida con la que se soñaba desde los tiempos de Dante; el germen de dinastías y reinos que han determinado la Europa contemporánea: Suecia, el Reino Unido de los Países Bajos… Aunque no quedaría muy bonito contar entre los precedentes de la Unión Europea los proyectos que el corso buscó aplicar manu militari –a diferencia de los sueños humanistas postulados por el duque de Sully, por el abate Saint-Pierre o por Rousseau–, lo cierto es que la acción de Napoleón resulta mucho más palpable que cualquiera de aquellas utopías cuando se analiza la formación de la Europa contemporánea. De allí que Alberto Lista (1775-1848), el poeta y matemático sevillano, llamase a los españoles a admitir que la influencia francesa había resultado decisiva para la modernización política de su país:

Nosotros, los españoles, sobre todo, aunque nos haya causado grandes males su invasión, no podemos desconocer que a ella debemos la libertad de que hoy gozamos, que sin ella no hubiera habido ni habría ahora Constitución de Cádiz; que en Bayona resonó por primera vez la palabra constitución y que Bonaparte fue el primero que abolió en España la Inquisición y los derechos feudales, echó por tierra la monstruosa autoridad del Consejo de Castilla, prohibió dar hábitos y redujo los frailes a las dos terceras partes que su hermano acabó luego de extinguir.

En Hispanoamérica, la sospecha de afrancesamiento signaría la caída del virrey del Río de la Plata, Santiago de Liniers, hijo de una ilustre familia francesa a quien el tercer Pacto de familia había permitido hacer carrera militar en España. Durante las invasiones inglesas al territorio argentino en 1806 y 1807, Liniers había defendido con heroísmo la ciudad de Buenos Aires y se había transformado en el único virrey de la América española designado por elección popular, confirmada más tarde por España. Pero en 1810, tras comenzar la revolución de la independencia, el que había sido distinguido con el título de Conde de Buenos Aires fue fusilado por los insurgentes. En su completa biografía de Liniers, el recordado Horacio Vázquez-Rial hizo minuciosa cuenta de los equívocos, debidos sobre todo al general, historiador y presidente argentino Bartolomé Mitre, que han vestido la memoria del malogrado virrey con el sambenito de partidario de Bonaparte.

La obra de los libertadores hispanoamericanos tampoco podría obviar el ejemplo de Napoleón. San Martín, que combatiría contra sus tropas en las batallas de Bailén y de La Albuera –no se olvide que el futuro libertador argentino hizo su carrera militar en la península–, quizá le había conocido personalmente en Tolón en 1798, cuando el corso preparaba su expedición a Egipto. Ya lanzado a la empresa independentista, los enemigos de San Martín le reprocharán que adopte el título de Protector del Perú, a imitación del que se había arrogado Napoleón respecto de la Confederación del Rin. Por su parte, Simón Bolívar, que había estado presente cuando Napoleón se coronó emperador en Notre Dame, asumiría en los días de su madurez una actitud muy cercana al cesarismo constitucional del petit caporal. No obstante, y aunque partidario de la presidencia vitalicia al modo de la autoridad que había tenido en Francia el Primer Cónsul, el venezolano no se dejará seducir por la idea de ceñir una corona. En una carta de 1826 afirmaba: "Yo no soy Napoleón ni quiero serlo, tampoco quiero imitar a César (…) Tales ejemplos me parecen indignos de mi gloria. El título de Libertador es superior a todos los que ha recibido el orgullo humano. Por tanto, me es imposible degradarlo". Probablemente, Bolívar se miraba en el espejo de ese otro libertador que, por haber copiado de Bonaparte la idea de convertir su país en un imperio, ha sido luego, entre todos los hombres a los que la historia hispanoamericana honra con aquel título, el más controvertido y olvidado: el mexicano Agustín de Iturbide.

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