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La Ilustración Liberal

La crisis argentina

1. La moneda y el tipo de cambio

Tras dudar, durante años, entre el peso y el dólar, Argentina tiene, ahora, además, una pléyade de nuevas monedas: lecops, patacones de distintas emisiones, Bonos Ley 4748, quebrachos, lecores, cecaores, federales, bocanfores, bonos serie A y B, bocades, boses, independencias, serie I y II, emitidos por diferentes provincias y se anuncian mayores emisiones de las distintas monedas ya mencionadas más otras nuevas: porteños, petromes, huarpes y bocades.

No creo que exista una prueba mayor de la descomposición del país que esta proliferación de monedas, superior a la que produjo el cantonalismo en España al final de la primera república, y que terminó en un golpe de estado que fue militar y no civil, porque Pavía se adelantó a Cánovas. Desgraciadamente para Argentina, sus militares están tratando de explicar cómo el último golpe, hecho contra el terrorismo, se transformó en el secuestro de niños, el robo de bienes privados, la eliminación, sin juicio, de terroristas y no terroristas y una derrota militar sin paliativos. Y no se vislumbran civiles con una trayectoria que merezca la confianza de la mayoría de la población.

En cualquier caso, la causa última de la proliferación de monedas es la cuasi-independencia de las provincias, que no acatan que el poder de imprimir moneda pertenezca sólo al gobierno central y la incapacidad de este último para controlar el gasto de las provincias. Incapaz, incluso, de imprimir un número suficiente de pesos nacionales para atender las necesidades lógicas de la economía argentina tras la flotación de la moneda. La escasez de moneda nacional no se deriva de un planteamiento de política económica, la razón última es mucho peor: el gobierno de Duhalde, ante el temor de que la población les acuse de propiciar una nueva hiperinflación no imprime los pesos necesarios, pero no hace nada para eliminar de la circulación las masivas emisiones provinciales –que ya ascienden a más de 5.000 millones de pesos, y se cree que se emitirán otros 4.000 millones más en los próximos meses–, frente a 12.000 millones de pesos nacionales en circulación en estos momentos.

No es de extrañar que, en estas circunstancias, -que han obligado a abrir más de 8.000 mercados de trueque-, los argentinos se decanten masivamente por dolarizar la economía, sean cuales fueren sus inconvenientes teóricos y prácticos. Aunque la dolarización sería mejor que el anterior sistema de caja de conversión –de dos monedas en definitiva–, adoptar el dólar como única moneda no evitará el actual problema de emisión incontrolada de nuevas monedas, que volverá a reproducirse si no se modifica la Constitución y se limitan los poderes provinciales –e incluso el propio poder del gobierno central–, porque incluso con el dólar como moneda única, si una provincia se encuentra en un momento determinado sin fondos volverá a emitir moneda provincial y los pensionistas, los funcionarios y los proveedores se verán obligados a aceptarla –aunque sea a descuento–, y después tendrán que utilizarla el resto de las empresas y el conjunto de la población de la provincia.

En este contexto se entiende mejor la insistencia del FMI de limitar las transferencias fiscales del estado central a las provincias y que se prohíban y amorticen las monedas provinciales existentes. Pero parece evidente que el FMI se queda corto. El problema es constitucional. Y, en cualquier caso, aunque se modifique la Constitución –algo que los gobernadores peronistas no están dispuestos a hacer–, nada impedirá un salto atrás, una vez conseguida una nueva ayuda del FMI, si los actuales gobernantes peronistas y radicales se mantienen en el poder.

El abandono de la convertibilidad y del tipo de cambio fijo con el dólar podría haber conseguido los objetivos de incentivar la economía y liberalizar la fijación de precios, sin demasiados problemas, si Duhalde hubiera tenido un mínimo sentido patriótico y su gobierno hubiera sido mínimamente competente -aunque es evidente que su auténtico gobierno es el que componen los gobernadores peronistas.

Una vez decidido el fin de la convertibilidad se ha dejado flotar el peso frente al dólar, pero el banco central ha intervenido, derrochando las pocas divisas que le quedan, cada vez que el tipo de cambio ha aumentado por encima de tres pesos por dólar. En el interim entre Remes Lenicov y Lavagna se anunció que se iba a volver a la paridad fija -una aberración. Afortunadamente, la primera decisión de Lavagna ha sido volver a la flotación. Es evidente -al menos para mí- que si se quiere que la moneda nacional vuelva a ser exclusivamente el peso, sería necesario eliminar el carácter legal liberatorio de los dólares y del resto de las monedas provinciales, emitir pesos en cantidad suficiente -aunque eso signifique inicialmente una fortísima inflación, que no tiene por qué desembocar en hiperinflación- y establecer, durante un plazo determinado, un control de cambios en todo el país, que obligue a los exportadores a entregar todas las divisas que consigan con sus ventas, obligación que se extendería a todos los que de una forma u otra entren en posesión de divisas extranjeras. Por supuesto que permitiendo que el mercado fije libremente el tipo de cambio entre el peso y cualquier moneda extranjera.

Este programa, en estos momentos, me parece de imposible cumplimiento. La descomposición del estado argentino hace dificilísimo ponerlo en vigor. La desconfianza en la moneda nacional y la evidencia de que sólo el dólar es fiable, conducirían a una continua evasión de capitales, imposible de evitar porque para que un sistema de control de cambios funcione correctamente es imprescindible un control razonable de la corrupción.

En este sentido, creo necesario cambiar mi opinión y apoyar a los que solicitan la total dolarización de la economía. Previamente sería necesario anunciarlo, dejar flotar el peso un tiempo suficiente, eliminar las monedas provinciales y poner fin a la congelación de los depósitos bancarios, el corralito. La dolarización en sí no es una buena solución a largo plazo, pero es mucho mejor que la radical desconfianza que tienen todos los argentinos en cualquier moneda nacional, y que se va a mantener durante muchos años. La dolarización no evitará la salida de moneda del país, porque nadie sensato volverá a creer que sus depósitos en dólares en cualquier banco no pueden volver a ser convertidos en moneda nacional al tipo de cambio caprichoso que se le ocurra al gobernante de turno. Tampoco facilitará la inversión en nuevas empresas, porque el acto de invertir lleva implícita una declaración de confianza en las instituciones del país, que no se recuperará sin un cambio constitucional y de clase política. Pero servirá para eliminar el trueque y permitir que los precios de los bienes y servicios se fijen en el mercado y terminen por ser una referencia para saber dónde invertir en un futuro, por muy lejano que sea.

2. La eliminación del corralito

La decisión de congelar los depósitos bancarios y de convertir caprichosamente el activo y el pasivo de los bancos a pesos nacionales a tipos de cambio diferentes, han quebrado el sistema financiero y asegurado que pocos argentinos utilizarán los servicios de estas instituciones en el futuro.

Para romper el corralito es necesario que todos los argentinos puedan recuperar su dinero, valga lo que valga, directamente, en billetes, o mediante la entrega de certificados que se puedan vender en el mercado, lógicamente a descuento, y que ofrezcan, para salvar las apariencias, una mínima rentabilidad. Los bancos, a su vez, tendrán que vender, o descontar, sus activos en el banco central, que les dará billetes en un caso o certificados que equilibren los depósitos que tienen que devolver, en el otro.

En este proceso, muchas instituciones financieras descubrirán que su problema es de solvencia y no de liquidez y tendrán que cerrar sus puertas. De hecho, la evolución de los acontecimientos desde que Duhalde arrebató el poder a De la Rúa, con la complicidad de Alfonsín, se traduce en que una parte sustancial de los servicios bancarios serán innecesarios en el futuro, porque los argentinos preferirán realizar sus transacciones en billetes o a través de instituciones diferentes de la banca. Hay un exceso de capacidad que será necesario resolver. Así, es muy probable que desaparezca una parte sustancial de la banca extranjera, por lo que, de una forma u otra, los bancos inversores extranjeros tendrán que dar de baja en su activo todas las inversiones que han hecho en el pasado en bancos argentinos. Y lo peor no sería este hecho, sino que alguna autoridad judicial no argentina admitiera a trámite, en algún país civilizado, la demanda de los depositantes argentinos contra los bancos extranjeros a cuyas filiales confiaron sus ahorros. Lógicamente esas demandas no deberían a prosperar, porque sólo el estado argentino es culpable de las pérdidas de los depositantes, pero un litigio de esas características podría afectar negativamente las expectativas de cotización de los bancos extranjeros implicados.

El levantamiento del corralito implicará una enorme pérdida de valor, en el mercado, de los pesos en relación con el dólar y ese proceso derivará necesariamente en un alza de los precios interiores, en una inflación que no tiene por qué desembocar necesariamente en hiperinflación. Que lo haga o no dependerá de lo que gaste el conjunto de las administraciones públicas argentinas y de cómo se financie ese gasto.

De lo que no cabe duda es de que si continua el corralito, la destrucción de Argentina como país será inevitable y que en esa tesitura lo más razonable sería un golpe de estado cívico-militar que pusiera fin a la corrupción de la actual república.

3. El Gobierno central, las provincias, y el gasto público

Pocas cosas son más peligrosas que un proceso de descentralización administrativa y política en un país que ha sido históricamente centralista. España puede aguantar sus autonomías porque es uno de los países más prósperos del mundo (el noveno o décimo), pero las luchas políticas que conlleva la descentralización y el aumento del gasto público total que supone es difícilmente asimilable para un país, hoy pobre, como Argentina. Los fracasos de los gobiernos centrales, cuando el desprestigio afecta a toda la clase política, desembocan en descentralización del poder que, si no se controla, puede terminar con todo el edificio, hoy por hoy insustituible, de los gobiernos estatales nacionales.

A la descentralización han acudido países en crisis tan diversos como Indonesia, Argentina y Brasil, adoptando, miméticamente, la experiencia norteamericana, que tiene unas raíces históricas radicalmente diferentes. Bélgica, España y la propia Gran Bretaña también han seguido ese camino, que tiene ventajas indudables -que ayudan a equilibrar sus inconvenientes-, si no hay corrupción, si existen partidos nacionales jerarquizados y si se controla rígidamente el gasto público total. Pero los riesgos que corren los países en los que no se cumplen estrictamente esas condiciones se observan claramente en Argentina.

El FMI puede y debe presionar al Gobierno argentino para que se produzcan cambios legales que limiten el gasto provincial y las transferencias de la administración central. Pero es un propósito menor, porque si no hay un cambio constitucional, que asegure una mínima unidad nacional, no debería conceder ni un sólo dólar más de crédito exterior.

Otra de las exigencias del FMI es el control del gasto público, de tal manera que se limite drásticamente -o se elimine- el déficit público. Fijar el límite admisible de déficit público es muy difícil, porque en procesos de caída brusca de la actividad los ingresos fiscales se reducen tanto que es imposible no incurrir en déficits crecientes para poder pagar servicios ineludibles, como el orden público, la justicia y la defensa exterior. Si se pretende que continúen pagándose, también, servicios sociales que hoy se dan como imprescindibles, como la educación y la sanidad, no hay más remedio que ahorrar en pagos a los funcionarios, que tienen que reducir su número y la cuantía de sus salarios; y a los pensionistas, que sufrirán, en cualquier caso, por el proceso inflacionario; además, tendrá que dejar de invertirse en infraestructuras, si es que no se han paralizado ya todas las obras en marcha.

Desde un punto de vista fiscal, hay unos períodos de tiempo cruciales entre el momento en que se desencadena el problema que sea, la adopción de medidas correctoras y la mejoría de la actividad económica, que termina por producir mayores ingresos fiscales. Esos tiempos muertos se traducen en déficit públicos que sólo se pueden cubrir con endeudamiento público o emisión de papel moneda. En el caso de Argentina, ha transcurrido ya un año desde que comenzó la crisis de confianza en el sistema -dos o tres meses después del nombramiento de Cavallo- y lo peor de la situación es que todavía no se ha tomado ninguna medida correctora; más bien lo contrario. Por eso, el tamaño del déficit público argentino es probablemente desmesurado y es inútil en las actuales circunstancias que el FMI fije un objetivo de déficit reducido a corto plazo. La emisión masiva de moneda nacional -para resolver parte de ese déficit y poner fin al corralito- provocará inflación, que es, en definitiva, un impuesto, quizá el único, -por injusto que sea- que el estado argentino puede aplicar para mantener el orden público.

Si se hacen planes a medio plazo, el FMI puede exigir la eliminación del déficit y límites al gasto público total pero, en las actuales circunstancias, hay que ser realistas y aceptar que ningún objetivo a corto plazo tiene unas referencias mínimamente sólidas.

4. La deuda exterior y el FMI

La crisis argentina se desencadenó formalmente cuando el gobierno declaró la suspensión de pagos de la deuda exterior, tras forzar renegociaciones parciales de deuda pública con otros tenedores nacionales, como los bancos instalados en el país. Los 141.000 millones de dólares a que parece asciende la deuda exterior suponen, al tipo de cambio de tres pesos por dólares, cerca del 200% del actual PIB; una losa para cualquier país.

Sorprendentemente, sin embargo, en esos meses no se ha hablado de la renegociación de esa deuda, sino de las condiciones para conseguir nuevos créditos. Un mal planteamiento porque, si se acepta, supone dar por bueno que la suspensión de pagos argentina -la mayor del mundo-, es un acontecimiento pasado y que hay que centrarse en la nueva financiación.

Hasta ahora, el FMI se ha comportado coherentemente, exigiendo al gobierno argentino un plan creíble antes de hablar de nuevos créditos; y es de esperar que también de cómo piensa hacer frente a la deuda acumulada. Sin embargo, la sola presencia del FMI en Argentina constituye -en mi opinión- el dato más negativo para poder resolver los problemas políticos y económicos del país.

La presencia del FMI es la excusa perfecta de los gobernantes argentinos para no tomar decisiones. El gobierno de Duhalde tuvo que renunciar al tipo de cambio fijo con el dólar, pero no ha tomado ninguna otra decisión. No quiere confesar a la población argentina que sus ahorros se han evaporado y que sus depósitos en los bancos valen una mínima parte de su valor nominal, en términos de valor adquisitivo. Por eso no levantan el corralito, porque ese es el momento de la verdad. Y tienen en Buenos Aires el alibi perfecto, la misión del FMI, que teóricamente está obligando al gobierno a adoptar decisiones que suponen beneficiar a los inversores extranjeros y perjudicar a los pobres argentinos. En la medida en que el gobierno argentino sigue sin tomar decisiones, el FMI se convierte en cómplice, porque no dice, oficialmente, que el problema es político antes que económico.

Es posible que el FMI tenga unos objetivos propios al margen de lo que declara. Existe el temor en el FMI de que Argentina deje de pagar los intereses de los créditos concedidos por esta institución con anterioridad; una situación insólita, porque todos los gobiernos que suspenden pagos dejan de pagar a todos los demás, menos al FMI. Por eso no es de extrañar esa filtración según la cual el FMI estaría dispuesto a dar a Argentina un nuevo crédito de 1.000 millones de dólares, para que pague los intereses que vencen en las próximas semanas. Hay otra razón que explicaría la prematura presencia del FMI en Buenos Aires, la presión de las grandes empresas de los principales países que han invertido en Argentina y que creen que un arreglo rápido, aunque insuficiente y negativo para la economía argentina, les daría tiempo para ir reflejando las pérdidas en sus balances y para amortizar, en un plazo mayor, las inversiones que se han realizado en el pasado. Al margen de esta agenda privada, no se entiende por qué el FMI se expone a que le culpen de todo y a suministrar oxígeno a una clase política corrupta.

Si, hoy mismo, el FMI declarara públicamente que abandonaba la negociación con el gobierno argentino, le forzaría a tomar una serie de decisiones que son inevitables. Existe el riesgo, para los ciudadanos argentinos, de que su gobierno opte -en esa situación- por la autarquía, por cerrarse al exterior, proteger lo que les queda de economía y renunciar a cualquier consejo exterior. Incluso esta situación sería mejor que la actual. Se tomarían decisiones, que es la gran asignatura pendiente.

Y no creo que fuera sostenible en el tiempo una política económica autárquica. En cualquier caso es una responsabilidad de los argentinos, no del FMI.

5. La herencia de la corrupción

El presidente Duhalde, una sustancial mayoría de los gobernadores peronistas, el ex-presidente Alfonsín -el apoyo en la sombra de las peores decisiones de Duhalde-, la mayoría de congresistas y senadores de ambos partidos, además de los del Frepaso y un considerable número de los principales jueces -nombrados por criterios políticos- los sindicatos, felices herederos de un sistema fascista-, además de Menem -por su corrupción-, De la Rúa -por incompetente- y Cavallo -por la misma incompetencia teñida de soberbia- y Remes Lenicov, que ha tardado cinco meses en darse cuenta de que sus absurdas decisiones -excesivamente ortodoxas, sin embargo, para el peronismo- no contaban con el apoyo de la oligarquía política argentina, son culpables.

Son culpables de transformar una profundísima crisis económica en la voladura descontrolada de todo el aparato productivo del país. Son culpables porque, por encima de lo anterior, no sienten ninguna urgencia por proponer ninguna medida, en un sentido u otro, con un criterio político u otro, que implique una postura comprometida frente a la población argentina. Prefieren la inacción, prefieren esperar, no están dispuestos a que nadie les pueda acusar de nada. Ellos saben que, aunque todo se hunda, siempre estarán mejor que sus conciudadanos porque, si corrieran algún riesgo personal, político o económico, siempre podrán aprobar alguna disposición legal que les proteja y remunere; y saben que, en esta tesitura, van a contar con el apoyo del resto de los miembros de la oligarquía.

Esto no es un exabrupto; no soy argentino. Si lo fuera sería imposible no completar los párrafos anteriores con insultos y descalificaciones mucho más contundentes. Pero es indignante, desde fuera, tener que analizar cómo se dejan de tomar medidas necesarias para enderezar la situación. Sólo se aprueban las cargadas de populismo, las que afectan negativamente, en primera instancia, a un grupo determinado, sin poder político en estos momentos, aunque, al final, toda la población resultará perjudicada; como ha ocurrido con los accionistas del sector financiero.

La herencia de De la Rúa y Cavallo sigue siendo la indefinición sobre cuál es la moneda nacional, qué hacer con el tipo de cambio de la moneda nacional si no se dolariza, el levantamiento del corralito y el corralón, cómo reducir las transferencia del estado central a las provincias, cómo controlar el gasto público total y qué hacer con la deuda pública externa. La contribución de Duhalde y Remes Lenicov a esta herencia es considerable: la quiebra, por decreto, del sistema financiero, el control de precios de los bienes y servicios fundamentales -como la electricidad, la telefonía y los carburantes, con lo que será inevitable que los suministradores afectados dejen de funcionar a plazo fijo por quiebra o suspensión de pagos-, una nueva ley de quiebras que impide, en la práctica, la financiación y la inversión de todo tipo de empresas, porque ni los financiadores ni los inversores tienen protección legal y, por encima de todo, la ratificación de que Argentina no tiene un problema económico sino uno de orden político: una clase de depredadores que no están dispuestos a soltar la presa y que prefieren repartirse los despojos a permitir una mínima prosperidad si ello conlleva el riesgo de perder alguno de sus privilegios.

Hay que forzar, por todos los medios posibles, al gobierno argentino a tomar decisiones y a que reconozca la pérdida de valor de su moneda y la volatilización del ahorro de sus ciudadanos. El problema es político y, sólo, secundariamente, económico. La misión del FMI sobra, porque permite al gobierno argentino buscar excusa tras excusa.

Si, finalmente, se aborda el problema político, se resuelve y se adopta una política económica más o menos sensata, más o menos ortodoxa -algo que en estos momentos es irrelevante- habrá llegado el momento de pensar de qué forma pueden ayudar a Argentina El presidente Duhalde, una sustancial mayoría de los gobernadores peronistas, el ex-presidente Alfonsín -el apoyo en la sombra de las peores decisiones de Duhalde-, la mayoría de congresistas y senadores de ambos partidos, además de los del Frepaso y un considerable número de los principales jueces -nombrados por criterios políticos- los sindicatos, felices herederos de un sistema fascista-, además de Menem -por su corrupción-, De la Rúa -por incompetente- y Cavallo -por la misma incompetencia teñida de soberbia- y Remes Lenicov, que ha tardado cinco meses en darse cuenta de que sus absurdas decisiones -excesivamente ortodoxas, sin embargo, para el peronismo- no contaban con el apoyo de la oligarquía política argentina, son culpables.

Son culpables de transformar una profundísima crisis económica en la voladura descontrolada de todo el aparato productivo del país. Son culpables porque, por encima de lo anterior, no sienten ninguna urgencia por proponer ninguna medida, en un sentido u otro, con un criterio político u otro, que implique una postura comprometida frente a la población argentina. Prefieren la inacción, prefieren esperar, no están dispuestos a que nadie les pueda acusar de nada. Ellos saben que, aunque todo se hunda, siempre estarán mejor que sus conciudadanos porque, si corrieran algún riesgo personal, político o económico, siempre podrán aprobar alguna disposición legal que les proteja y remunere; y saben que, en esta tesitura, van a contar con el apoyo del resto de los miembros de la oligarquía.

Esto no es un exabrupto; no soy argentino. Si lo fuera sería imposible no completar los párrafos anteriores con insultos y descalificaciones mucho más contundentes. Pero es indignante, desde fuera, tener que analizar cómo se dejan de tomar medidas necesarias para enderezar la situación. Sólo se aprueban las cargadas de populismo, las que afectan negativamente, en primera instancia, a un grupo determinado, sin poder político en estos momentos, aunque, al final, toda la población resultará perjudicada; como ha ocurrido con los accionistas del sector financiero.

La herencia de De la Rúa y Cavallo sigue siendo la indefinición sobre cuál es la moneda nacional, qué hacer con el tipo de cambio de la moneda nacional si no se dolariza, el levantamiento del corralito y el corralón, cómo reducir las transferencia del estado central a las provincias, cómo controlar el gasto público total y qué hacer con la deuda pública externa. La contribución de Duhalde y Remes Lenicov a esta herencia es considerable: la quiebra, por decreto, del sistema financiero, el control de precios de los bienes y servicios fundamentales -como la electricidad, la telefonía y los carburantes, con lo que será inevitable que los suministradores afectados dejen de funcionar a plazo fijo por quiebra o suspensión de pagos-, una nueva ley de quiebras que impide, en la práctica, la financiación y la inversión de todo tipo de empresas, porque ni los financiadores ni los inversores tienen protección legal y, por encima de todo, la ratificación de que Argentina no tiene un problema económico sino uno de orden político: una clase de depredadores que no están dispuestos a soltar la presa y que prefieren repartirse los despojos a permitir una mínima prosperidad si ello conlleva el riesgo de perder alguno de sus privilegios.

Hay que forzar, por todos los medios posibles, al gobierno argentino a tomar decisiones y a que reconozca la pérdida de valor de su moneda y la volatilización del ahorro de sus ciudadanos. El problema es político y, sólo, secundariamente, económico. La misión del FMI sobra, porque permite al gobierno argentino buscar excusa tras excusa.

Si, finalmente, se aborda el problema político, se resuelve y se adopta una política económica más o menos sensata, más o menos ortodoxa -algo que en estos momentos es irrelevante- habrá llegado el momento de pensar de qué forma pueden ayudar a Argentina las instituciones internacionales.

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Reseñas

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comentarios
1
El error de Argentina
Numerarius

Creo que el error del gobierno argentino fue mantener la paridad del peso con el dolar. En momentos de crisis es necesario aumentar moderadamente el flujo de dinero. La explicación que da Milton Friedmann de la crisis del 29 es casi calcada de la crisis argentina?