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La Ilustración Liberal

Del 11–M y la guerra contra el terror

El Islam se expande no con la suavidad como se extiende el aceite sino que sus fronteras se hacen con sangre y violencia. Siempre ha sido así y el Siglo XXI no ha modificado su esencia, más bien al contrario, como los terribles atentados del 11-S de 2001 y del 11-M de 2004 han vuelto a poner de relieve.

En 1989, las democracias occidentales, finalmente ganadoras de la larga confrontación con el comunismo de la Unión Soviética, creyeron ciegamente que la era del liberalismo y la paz perpetua se extendería  a partir de entonces sin rival alguno. Ciertamente, la invasión de Kuwait en 1991 por Sadam Husein o la ambición sangrienta de un Slodoban Milosevic en los Balcanes deberían haber bastado para introducir un elemento de moderación y prudencia en los sueños occidentales, pero ambos casos –y otros– fueron vistos como patologías menores de un sistema caduco que se resistía a fenecer. Como llegó a decir Colin Powell por aquellas fechas, «el mundo se estaba quedando sin demonios». Nadie veía ya más enemigos y la propia OTAN, la quintaesencia de la defensa colectiva del mundo occidental borraba de su vocabulario la palabra amenaza e introducía en su Concepto Estratégico aprobado en Roma a finales de 1991, el más novedoso y ambiguo concepto de «riesgos y retos».

La realidad no era tal. El problema es que la escuela realista –la dominante hasta la fecha para entender y explicar el mundo de las relaciones internacionales– desechaba todo cuanto no fuera el producto de su sujeto por excelencia, los estados nacionales. La posibilidad de contemplar con la debida atención otro tipo de actores en el plano de la seguridad (puesto que en el terreno económico era innegable el papel de las empresas multinacionales), no cabía en sus presupuestos. La violencia era el monopolio de los estados, no una cualidad de grupos privados o meros individuos. Sólo así se puede explicar el sostenido desinterés por las actividades de un personaje como Ben Laden. La capacidad destructiva de una única mente sólo se concebía en el mundo de ficción de las películas de 007. El terrorismo, salvo en el excepcional caso del Israel, no se percibía como una amenaza vital contra ninguna otra nación. Por otro lado, el realismo clásico también estaba mal preparado conceptualmente para encarar el fenómeno de la globalización y las fuerzas de cambio no directamente estatales, o incluso antiestatales, que conlleva.

Pero la escuela realista se equivocaba. En plena era de la difusión tecnológica y la globalización del conocimiento y la proliferación de armas de destrucción masiva, el poder que puede llegar a acumular un grupo reducido de fanáticos supera con creces la capacidad destructiva de buena parte de la comunidad internacional, entendiendo por esta la estrecha definición que da la ONU a sus propios miembros. Los atentados del 11-S en Estados Unidos pasarán a la historia como el primer gran ataque en suelo americano en toda la historia de Norteamérica. Una macabra lógica de record guinness. Como también por haber sido (hasta el momento) el ataque terrorista más mortífero y dañino que se conoce. El shock de sentirse todos (hasta Le Monde el día después) súbitamente vulnerables llevó a poner el acento en las características del daño causado y en el método para causarlo. Con todo, y desgraciadamente, esos no eran los aspectos más importantes de los atentados. Dos rasgos de los secuaces de Ben Laden que perpetraron aquella atrocidad auguraban la nueva era del terror islámico global: En primer lugar, exponentes de una visión del mundo totalitaria y apocalíptica, en la que su única misión era el exterminio de los infieles occidentales, la negociación era una opción que no consideraban. No demandaron nada del gobierno americano o de ningún otro, musulmán o no; no fijaron condiciones; no se pararon a parlamentar; simplemente se limitaron a poner en práctica sus letales planes. En segundo lugar, su destino de mártires suicidas[1] no sólo negaba cualquier negociación sino que volvía impracticable la mejor herramienta de fuerza de los estados hasta ese momento, la disuasión o la amenaza a males mayores. ¿Cómo influir en alguien que está dispuesto a morir voluntariamente amenazándole con matarle? El 11-S puso de relieve precisamente eso, que el terrorismo islámico no puede ser  disuadido.

Pero los ataques terroristas sobre Nueva York y Washington también revelaron que el Islam militante tampoco puede ser apaciguado. No hay apaciguamiento posible porque eso implicaría una tregua, un acomodo, y eso es precisamente lo que no busca el fundamentalismo radical. Ben Laden lo ha venido expresando reiteradamente y no es el único. Ben Laden sólo es un exponente de toda esa fuerte corriente, pagada y patrocinada por Arabia Saudí, como es el wahabismo que afirma que no hay nada que interpretar en el Corán, que el buen musulmán tiene como única obligación atenerse a la letra de su libro sagrado y que el peor crimen que se puede cometer es desviarse por el librepensamiento de la aceptación ciega de lo revelado por Alá a su profeta Mahoma. Dar el Islam no es sino la tierra de la sumisión del individuo, particularmente en lo que concierne a la mujer. Pero es más, es la tierra donde la misericordia sólo tiene aplicación entre sus fieles y se destina lo peor a los infieles, esto es, a todos nosotros, decadentes occidentales. Es la tierra que justifica el recurso a la violencia bajo la ya famosa guerra santa o yihad. «El Islam, hay que decirlo, es en su esencia y en su substancia una teocracia guerrera»[2].

El objetivo último de Ben Laden es reconstituir el califato desde la península Ibérica –su añorada Al Andalus– hasta Manila e imponer por la fuerza el orden social que se lee literalmente en el Corán. Y para ello necesita derrocar a los gobernantes corruptos del mundo islámico, comenzando por su patria Arabia Saudí, custodia de los santos lugares y para esto necesita, a su vez, expulsar a los infieles del Golfo. Creyó equivocadamente que George W. Bush era como Clinton y que con un golpe tan brutal y mortífero como el 11-S le llevaría a una política de repliegue, abandono y aislacionismo. Estaba convencido de que América era la gran pusilánime. Pero se equivocó y en lugar de una retirada apaciguadora provocó una reacción inesperada, una auténtica ofensiva mundial contra su organización, Al Qaeda y contra él mismo. Sin embargo, con el 11–M, los bárbaros ataques contra los trenes en Madrid, parece que se equivocó menos y lo que pretendía lo acabó logrando: que el nuevo gobierno actuara exactamente como los terroristas habían previsto, saliendo apresuradamente de Irak.

En cualquier caso, lo que no entra en la cabeza de Ben Laden es una tregua, un respiro para quienes no comulgamos con su orden. Su religión es una ideología totalitaria y expansiva y cuenta con todos los medios para golpearnos en cualquier parte del planeta. El terrorismo islámico no conoce fronteras geográficas. Como tampoco las conoce morales: el 11-S empleó aviones comerciales y el 11-M explosivos convencionales porque no tenían en ese momento otro tipo de armas. Si contaran con una bomba atómica la utilizarían sin el menor reparo, al contrario, celebrarían 200 mil muertos en lugar de «tan sólo» 200.

Hay que se plenamente conscientes de la amenaza y del enemigo si se quiere prevalecer en la guerra que el terrorismo islámico nos ha declarado. Igualmente, hay que saber cuáles son los campos de batalla en los que librarla. Y hay que convencerse que frente al terror no caben medias tintas: «Es la victoria o el holocausto»[3].

El enemigo está relativamente claro: son los terroristas que aspiran a atentar contra nosotros y frente a los cuales hay que defenderse con todos los medios apropiados y cuanto antes mejor; pero también son los Estados, gobernantes o aparatos del Estado que dan cobijo, apoyan o favorecen la vida, el reclutamiento y la organización de los terroristas, incluidas las redes que permiten la financiación de los grupos del terror; y también los líderes religiosos que alimentan la cultura del odio y la venganza desde sus mezquitas y sermones. Cada uno de ellos requiere una estrategia o aproximación relativamente distinta, pero una cosa debe quedar clara, nuestros gobernantes tienen que hacer lo indecible para evitar que otros ataques como los del 11-S o los del 11-M vuelvan a repetirse. En un momento donde de verdad se teme a que el próximo atentado recurra a sistemas de destrucción masiva, contentarse con la gestión de los daños y consecuencias es, de hecho, aceptar una pasividad suicida.

Entre el 11-S y el 11-M hay grandes similitudes, pero sobre todo hay una que destaca dramáticamente: nuestra complacencia hacia el terrorismo islámico. Como se ha hecho público en las comisiones de investigación en el parlamento norteamericano, Ben Laden y Al Qaeda no eran unos desconocidos antes del 11-S, pero sólo a partir de ese día el mundo fue consciente de que podían atacar directamente a los Estados Unidos en su propio suelo, con la ambición de causar            un atentado de índole apocalíptica. Hasta esa fatídica fecha, nadie creía que se atrevieran a ello. 912 días más tarde, el 11 de marzo de 2004, los brutales ataques sufridos en Madrid tuvieron tanto impacto porque nadie estaba preparado psicológicamente para encajarlos. ¿Pero cómo es posible que dos años y medio después del 11-S no se hubiera asumido que todos somos objetivos del terrorismo islámico? Sólo cabe una respuesta: en primer lugar, que nadie se toma en serio las palabras de Ben Laden y sus proclamas sobre el futuro que quiere; y, en segundo lugar, que los europeos hemos seguido viendo la amenaza del terrorismo global como algo esencialmente orientado contra los norteamericanos. Y aunque la retórica oficial diga lo contrario –como hace la estrategia de seguridad europea elaborada por Javier Solana– la falta de recursos y avances reales en materia antiterrorista apunta a que dicha amenaza, al menos hasta el 11-M, seguía siendo muy secundaria para los servicios de inteligencia y cuerpos de policía en Europa, incluida España.

El terrorismo islámico global ha borrado de un plumazo la distinción administrativa entre seguridad interior y seguridad internacional, entre servicios de inteligencia, cuerpos de seguridad del estado y Fuerzas Armadas. Al menos esto último debería ser una consecuencia lógica y obligada de lo primero. Así y todo conviene diferenciar entre las acciones a adoptar en el plano doméstico de las actuaciones en la arena internacional. Estados Unidos tuvo una suerte relativa al poder identificar a Ben laden tras el 11-S y encontrarse con que su localización era clara y estaba amparada por un gobierno como el talibán, tan despótico como ciego a lo que se le venía literalmente encima. Imaginemos por un momento que Ben Laden hubiera residido clandestinamente en Alemania o la costa blanca española, la respuesta americana debería haber sido muy distinta. En parte eso es lo que ha ocurrido en Madrid y sus alrededores: la policía y la Guardia Civil han hecho su trabajo y han actuado contra los terroristas del 11-M como si de delincuentes comunes se tratara. Eso sí, delincuentes muy peligrosos.

Pero combatir el terror requiere más que perseguir a los asesinos, exige prevenir nuevos atentados. Y para ello hay que actuar urgentemente en tres frentes: el primero, hay que impedir que terroristas entren en nuestro suelo, legal o, ilegalmente. La clave, claro está, estriba en una buena labor policial y de inteligencia, capaz de detectar comportamientos sospechosos, pero también en la organización de un sistema de fusión de datos de todos los servicios de información susceptibles de identificar potenciales agresores. Necesariamente eso pasa por una mayor y más estrecha colaboración de los servicios policiales y la inteligencia española, así como por una más fluida e intensa cooperación a nivel europeo. Con todo, sin la asistencia de los servicios de países árabes y musulmanes, la batalla por la seguridad de nuestras fronteras se librará en desigualdad de condiciones y desfavorablemente.

El segundo frente está muy relacionado con este primero y consiste en impedir que los terroristas gocen de total impunidad en sus movimientos y contactos. Por un lado, de nada vale reforzar los controles de acceso nacionales si algún otro punto de entrada europeo al espacio Schengen es más laxo o menos eficaz. Y en muchos casos estos controles poco o nada tiene que ver con la sofisticación de los recursos tecnológicos, sino que están determinados por el contexto cultural, social y político. Depende del momento y del lugar que el profiling, la distinción y diferenciación según determinadas características o rasgos, se ejecute o no. Yo mismo he sido testigo en mis propias carnes de cómo la policía de un país europeo, controlando el pasaje de un avión proveniente de un país del Golfo, se cebaba más en los blancos que en los viajeros evidentemente árabes y todo por el temor de los policías de turno a ser acusados de racismo. Es verdad que no todos los musulmanes son terroristas ni mucho menos, pero tampoco se puede negar la evidencia de que todos los miembros de Al Qaeda son musulmanes. En ese sentido habría que avanzar desde el profiling fácil, esto es, el basado en la raza, al profiling sobre el comportamiento.

Y eso lleva al tercer frente, negar el apoyo social, cultural, financiero y religioso a los terroristas. Es urgente acabar con la concepción promovida por el multiculturalismo de moda y que defiende que todo vale, que nuestra civilización no tiene elementos que la hagan superior a otras y que, por lo tanto, hay que aceptar con sumisión los valores y prácticas de aquellos que no son como nosotros. Lo cual está muy bien para sus países, pero no sólo es mucho más discutible, sino peligroso, cuando lo llevamos a nuestro terreno patrio. No es aceptable que se pueda predicar la violencia desde las mezquitas en España; no se puede contemporizar con el flujo de dinero que se capta para patrocinar actividades terroristas; no se debe aceptar el jubilo por los atentados contra israelíes inocentes.

Lo que ha quedado patente con el 11-M es que las concesiones a las minorías inmigrantes no dan como resultado una mejor integración, ni siquiera una convivencia pacífica. Hoy un joven musulmán en España siente como suyo cualquier acontecimiento que se sienta en la comunidad del gran Islam, ya sea un suicida palestino o iraquí. Y, a la inversa, experimenta la misma rabia que cualquier otro joven radical en Oriente Medio.

La guerra contra el terror islámico es, en el fondo, una lucha de ideas y de concepciones del mundo y por eso es tan importante que el frente ideológico no se abandone. Nadie en su sano juicio en Europa aceptaría que una parte relativamente importante de sus emigrantes se vistieran de nazis, por poner un ejemplo, y marcharan entre arengas sobre su supremacía. Y sin embargo pocos se atreven a mostrarse críticos frente a las imposiciones del Islam radical, que es el que es.  Incluso en Francia donde la polémica sobre el velo en las escuelas públicas ha llevado a una absurda ley que prohíbe, al final, cualquier demostración ostentosa de símbolos religiosos, equiparando, de hecho, el velo a un crucifijo.

En el plano internacional defenderse del terrorismo significa atacarle allí donde se encuentre. Esto es, montar operaciones abiertas o encubiertas, militares, de operaciones especiales o de inteligencia, encaminadas a eliminar células terroristas y su infraestructura. Pero también significa luchar contra los estados o las partes de los Estados que apoyan el terror como parte de su política. A pesar de cuanto se dice de la autonomía de Al Qaeda, ningún terrorismo puede sobrevivir por mucho tiempo si no cuenta con un apoyo, mayor o menor, de un Estado. En ese sentido hay que distinguir entre Estados que cobijan y alimentan a los terroristas de aquellos que podrían acabar poniendo en sus manos sistemas de             destrucción de masas. La combinación de terroristas con estas armas no convencionales es el escenario más preocupante de los próximos años. De ahí que la lucha contra la proliferación y, más particularmente, contra los programas nucleares de Corea del Norte y de Irán en concreto tengan que ser enmarcados en la lucha general contra el terrorismo.

Al igual que sucede con el caso de Irak. Guste o no, hoy el terrorismo islámico ha elegido como su frente central el suelo de Irak. Por dos razones, una táctica, que puede golpear con relativa facilidad a los miembros de la coalición y otra estratégica, que no pude permitirse un futuro Irak en transición a una cultura democrática. Por una razón muy sencilla, porque Ben Laden y sus gentes temen el poder de los buenos ejemplos y saben que si Irak se aleja de la tiranía se estará alejando de la teocracia y de todos los males que ésta conlleva. ¿Qué querrían los vecinos de Irak, contentarse con la frustración saudí o iraní o imitar la libertad y la riqueza de un Irak libre? Por eso el compromiso con el futuro estable y seguro de Irak es tan importante. Puede que no se hayan podido demostrar con evidencias las relaciones entre Sadam Husein y Al Qaeda, pero eso no niega que Irak se enmarque también en la lucha contra el terror. Es más, Sadam era un obstáculo objetivo para poder avanzar hacia una transformación modernizadora de toda la región. Justo lo que los islamistas radicales intentan detener a toda costa. Y por eso el Gobierno español de José Luis Rodríguez Zapatero comete un trágico error sacando las tropas españolas de Irak, porque no sólo es que le esté diciendo a los terroristas del 11-M que tenían razón, sino que se abandona el campo de batalla en pleno fragor del combate. Un combate que es vital para nuestra paz y nuestra supervivencia como civilización. Si se pierde Irak el daño y el peligro que correríamos sería ilimitado. Y si rompiendo la coalición se debilita la estrategia política frente al terror, lo que se está haciendo, en la práctica, es incentivar al terrorismo.

En fin, más allá de la acción directa y urgente en el plano militar, también hay que luchar contra las condiciones que promueven el fenómeno del terror islámico. Como anunció el presidente Bush enero de este mismo año, «mientras el Oriente  Medio siga siendo un lugar para la tiranía, la desesperación y la cólera, continuará produciendo gentes y movimientos que amenacen la seguridad de América y de nuestros amigos. Por eso América va a impulsar una estrategia de libertad en el Gran Oriente Medio»[4]. Es decir, hay que intentar atajar las condiciones que nutren al terrorismo. Lo que diferencia la visión de Bush de la izquierda europea y española es que él no cree que los problemas que aquejan al Islam sean necesariamente resultado de una mala política de las potencias occidentales, sino de una mezcla de mal gobierno, corrupción, fanatismo religioso, explosión demográfica y pobreza cuyas raíces están en el Islam mismo, no en nosotros.

Es verdad que a Bush el socialismo imperante le puede ridiculizar, pero en honor a la verdad hay que decir que el presidente americano no es muy original en este punto sobre la necesidad de las reformas en el mundo musulmán: Según los expertos árabes que han redactado los dos informes sobre desarrollo humano en el mundo árabe, las causas de los males del mundo islámico actual hay que encontrarlas más bien en la corrupción política, la falta de democracia, el estatismo económico y el rechazo religioso a la modernidad y no en la explotación colonial, la avidez occidental por el petróleo o el apoyo americano a Israel. Habida cuenta de la debilidad española por los nativos de la región, es de imaginar que sus juicios serán mejor escuchados.

Y la verdad es que la realidad de esa zona que abarca el Norte de África, el Oriente Medio y más allá, hasta Afganistán, no puede ser más decepcionante. La presión demográfica supone un grave problema. Pensemos que en 1950, la zona contaba con algo menos de 80 millones de almas; hoy alcanza los 310 millones de seres y se espera que a mitad de este siglo sean 656 millones. Más grave aún, cerca del 40% serán jóvenes por debajo de los 14 años de edad. Sostener este ritmo de crecimiento de la población exigiría un crecimiento económico constante del orden de los 10 puntos del PIB anual. Sin embargo, la economía de la zona se ha desenganchado completamente de la globalización y su crecimiento, cuando tiene lugar, apenas supera el 1%.

Pero no todo es demografía o economía como les gusta soñar a los tecnócratas. Tómese el ejemplo de un país árabe modelo en sus esfuerzos modernizadores, Qatar. Un país que se quiere convertir en un centro de convenciones internacionales pero al que no se puede acceder sin contar antes con un aval nativo que tramite el visado pertinente. Por ejemplo. Un país que dice querer abandonar burkas y velos pero en cuyo aeropuerto conviven plácidamente las salas de esperas diferenciadas por sexos, para hombres y, en otra habitación, mujeres.

Y es que aunque no guste reconocerlo, no es la pobreza el problema del Islam, el problema es el Islam militante, el Islam radical. El problema final, en cualquier caso, es la tenue diferenciación entre lo que es el Islam radical y el Islam a secas. ¿Qué es ser un buen musulmán hoy? Aquel que encuentra ciegamente su certitud en la palabra del Corán, el que cumple a rajatabla la ley coránica, aquel que se niega el menor resquicio para su reflexión e interpretación personal, el que relega a la ocultación a la mujer... Por eso es tan importante reconocer que hay que librar una batalla de las ideas.

Puede que muchos, los partidarios de la multiculturalidad, digan que no hay que inmiscuirse en los asuntos del Islam, pero no hay más opción que hacerlo. En parte porque es del todo inapropiado justificar bajo el manto de la diversidad cultural la opresión, cuando no la brutalidad, impuesta sobre 1500 millones de seres por unos ayatolas iluminados. Pero también por intereses menos altruistas: hasta hace muy poco el realismo político confiaba en que los gobernantes arcaizantes, como la familia real Saudí, eran un buen bastión para contener el fundamentalismo radical y el terrorismo. Pues bien, desde el 11-S sabemos que eso ya no es así y que sin cambio en el Oriente Medio, ampliamente definido, la única alternativa a los regímenes corruptos es más violencia y terrorismo fundamentalista, contra ellos y también contra nosotros. Seguramente será muy difícil arrancar la senda de los cambios reales en el universo islámico, pero la alternativa de no intentarlo es mucho más arriesgada.

En fin, hasta aquí el por qué hay que mirar el problema del terror islamista con otros ojos distintos, pues es esencial que comprendamos realmente a qué nos estamos enfrentado. Pero no es posible concluir sin unas reflexiones sobre otra serie de cambios también imprescindibles, la reforma de las herramientas e instrumentos a nuestra disposición para hacerle frente. Aunque sea de manera telegráfica.

En España, al igual que en Estados Unidos antes del 11-S, la comunidad de inteligencia y la policía se negaba a aceptar que el terrorismo islámico pudiera atentar en nuestro suelo. Simplemente no entraba en su manera de entender el islamismo. Pero estaban equivocados. Se puede confiar en que van a extraer las lecciones y consecuencias debidas de sus errores, pero también se puede argumentar que un impulso externo no les vendrá mal para tal fin. La idea de una comisión de investigación sobre el 11-M no es algo descabellado, siempre y cuando se distinga entre lo que condujo al 11-M de esa otra investigación también necesaria y que explique todo lo que pasó entre el 11-M y el 14-M. Incluyendo los archivos perdidos de la SER.

Pero de lo que no cabe duda es que hay que introducir cambios de procedimientos, al menos, entre los servicios de inteligencia y policiales para mejorar su eficacia frente al terror que nos viene de fuera. Como también hay que modificar el estatuto y el papel que puedan jugar las Fuerzas Armadas en la lucha contra el terrorismo y que, en mi opinión, no debe quedarse a aportar recursos humanos allí donde la policía o la Guardia Civil no llegan. Es verdad que no se puede garantizar una seguridad perfecta para todos y en todo momento y que las sorpresas existen y no se pueden prever, porque si no, no serian sorpresas. Pero no es menos cierto que entre el 11-S y el 11-M habían transcurrido exactamente 912 días, tiempo suficiente como para haber aprendido algo. Y también es verdad que todavía seguimos enfrentándonos al terrorismo islámico con los mismos aparatos, la misma gente y los mismos procedimientos que fracasaron estrepitosamente para prevenir el 11-M. Peor aún, como el Gobierno se contenta con la visión del terrorismo como un fenómeno criminal, la eficaz actuación de la policía para desarticular el comando Lavapiés se presenta como más que suficiente.

Claro que esta ausencia de impulsos para una reforma de la comunidad de inteligencia ya demasiados años pendiente es poco comparado con la dejación en materia militar, consecuencia del retraimiento a suelo patrio de las tropas en Irak. Adaptar las Fuerzas Armadas a la lucha contra el terror no entra en los planes del Ministerio de Defensa, porque no lo necesita. Como tampoco está la reforma del servicio exterior, el instrumento para llevar adelante la defensa no sólo de nuestros intereses, sino también de nuestros valores. Claro, que si no hay valores que defender, con lo que hay también es suficiente.

Luchar contra el terrorismo es una tarea muy seria y en la que nos va la vida si lo hacemos mal. Y hasta ahora lo hemos hecho muy mal. No se ha creído en la amenaza y se sigue sin creer, al menos desde el Gobierno, que estemos enzarzados en una guerra que no hemos buscado ni querido, pero que se nos ha declarado y de la que no podemos huir porque no hay lugar alguno donde refugiarse. Son ellos o nosotros. Es la victoria o la derrota.

La instrumentación del 11-M para llegar a los resultados del 14-M augura lo peor, que el actual Gobierno socialista, tal vez cegado por su ambición, no ha entendido nada del lío en el que estamos metidos y que es capaz de sacrificar, por ignorancia, la seguridad nacional con tal de hacer avanzar sus intereses partidistas. El PSOE llegó al gobierno de la mano de 200 muertos, quiera Dios que no salga del mismo de la mano de 2000.



[1] En aras de la exactitud hay que decir que el suicidio está condenado por el Islam, pero el martirio no. La diferencia, no obstante, entre un antiguo mártir cristiano y un terrorista islámico era que el primero moría forzado sacrificando su vida sin poner en peligro la de los demás, mientras que el segundo da su vida voluntariamente por acabar con las de otros. Una diferencia esencial.

[2] Millière, Guy: Qui a peur del islam? Paris, editions Michalon 2004. Pág. 58.

[3] Frum, David y Perle, Richard: An end to Evil. How to win the War on terror. Nueva York, Random House 2003, pág. 9

[4] Bush, George W.: State of the Union Speech, enero de 2004.

Número 19-20

Ideas en Libertad Digital

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Retrato: Ronald Reagan (1911-2004)

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