Menú

La Ilustración Liberal

Viaje al centro de la nada


Uno de los personajes menos respetables de la política española contemporánea, Enrique Tierno Galván, dijo una vez que los programas electorales están para no cumplirlos. Se le aplaudió mucho la gracia. y es que en un régimen de corrupción material e intelectual como el instalado en España durante los largos años de gobierno socialista engañar a la gente era casi sinónimo de hacer política. También hay un cierto tipo de liberales que podríamos llamar liberales a cuenta, que proclama como base de la salud pública la necesidad de que el Gobierno rinda cuentas hasta el último céntimo del gasto público, pero que no se preocupa por las razones esgrimidas por ese Gobierno para llegar al Poder y mantenerse en él. Como si fuera más importante la administración técnica de los recursos públicos que la legitimación del acceso al Presupuesto y la razón de su usufructo.





En el fondo, esos liberales comparten con el socialista Tierno el desprecio por la capacidad de la ciudadanía para entender las ideas políticas, trasfondo de ese despotismo mal llamado democrático que limita la argumentación a la propaganda. Pero si una sociedad no quiere envilecerse hasta servir como simple peana plebiscitaria de políticos sin escrúpulos, debe pedir cuentas a sus representantes no sólo de lo que hacen sino de los que dicen. Una de las diferencias básicas entre un régimen de opinión pública y un régimen autoritario es que las palabras, los programas electorales, tienen el valor de un contrato. Si se toma en serio la democracia, hay que tomar a los políticos por la palabra, hay que pedirles cuentas tanto en lo material como en lo intelectual. Si se piensa que a los políticos no se les puede tomar nunca en serio, es que se confía muy poco en la democracia y nada en los individuos.







Un poco de historia





El Partido Popular, que viene desempeñando el gobierno de España desde hace tres años



largos y está, por tanto, muy cerca ya de clausurar la legislatura completa, ha desarrollado su XIII Congreso en un clima de euforia razonable, vistas las encuestas, y en torno a un lema incesantemente repetido, el del centro reformista, sobre cuyo significado último todo interés resulta justificado. Tras el Congreso, el Director del Departamento de Análisis y Estudios de la Presidencia del Gobierno, Eugenio Nasarre, ha publicado un artículo que desde su mismo título, "El Centro reformista" (Nueva Revista, núm. 61, febrero de 1999), se propone explicar el significado preciso de esos dos términos, el centro y la reforma, que tantas cosa pueden querer decir pero que a lo peor no dicen absolutamente nada. Lo único indudable es la autoridad intelectual y política del que lo explica. Si él no sabe lo que significa eso del centro reformista, es que no lo sabe nadie.





Sin duda estamos ante un enigma histórico resistente, porque lo primero que nos recuerda Nasarre es esto: "Nueve años después de su Congreso en Sevilla, el XIII Congreso del PP ha significado la culminación de un largo recorrido consistente en convertir el antiguo partido de la derecha tradicional española en un partido moderno y renovado, que ha adoptado como seña de identificación el término centro reformista". El cambio está claro en la oposición de los términos: de "antiguo" a "moderno" y de "tradicional" a "renovado". Sorprende la dificultad del tránsito, que ha necesitado tanto tiempo, nueve años, para cubrirse. No es de extrañar la burla del socialista Alfonso Guerra, ex-vicepresidente del Gobierno, preguntándose de qué lejanía extremista procedía el PP para tardar tantos años en llegar al centro. Pero es una malicia que acepta sin rechistar Nasarre al hablar del "antiguo partido de la derecha tradicional española". ¿Sólo ha habido un partido en esa derecha? ¿Funcionó una derecha distinta con otras siglas? ¿De cuándo data realmente el PP? ¿Cuál es su base social, y cuál su procedencia histórica?





Si atendemos a su actual nombre, tomado tras la refundación de Alianza Popular, el PP tiene diez años, el doble que su partido matriz, que, como todos los nacidos en vísperas de las elecciones democráticas de 1977, cuenta poco más de dos décadas. Al salir del franquismo se perfilaron tres grupos, más siglas que partidos, con implantación nacional en el ámbito de la derecha: Fuerza Nueva, Alianza Popular y Unión de Centro Democrático. Sólo el primero, el más antiguo y menos votado, pretendía el mantenimiento del régimen franquista y pidió el voto contra la Constitución. Los otros dos participaron en su redacción y pidieron su refrendo público, pese a muy razonables discrepancias en el Título VIII, el de las "nacionalidades y regiones".





Podría pensarse que la diferencia entre AP y UCD radicó en la procedencia de sus dirigentes, pero no es así. Fraga, ex-ministro de Franco y más viejo, era un "aperturista", mientras Suárez, más joven, fue el último Secretario General del Movimiento. Antes de las asociaciones políticas dentro del franquismo, que parodiaban los partidos políticos para sustituirlos, Fraga había sido el organizador de Godsa y FEDISA, plataformas de reforma y cambio, mientras que Suárez fue el promotor y presidente de la UDPE, Unión del Pueblo Español, lo más oficial dentro de la falsa pluralidad del asociacionismo franquista. Es improbable, aunque no imposible, que Eugenio Nasarre haya olvidado cómo la revista democristiana y aperturista Cuadernos para el Diálogo presentó en portada el nombramiento presidencial de Suárez: "El Apagón", con fondo totalmente negro y en mitad una pequeña foto de Suárez con camisa azul. Esas eran las credenciales del que pocos meses después se proclamó primer líder centrista, veinte años ha.





UCD fue una coalición electoral para que ese Gobierno predemocrático de Suárez, con la estructura organizativa de FET y de las JONS que conocían y controlaban otros políticos tan franquistas como Suárez (Martín Villa, Rosón) siguiera en el Poder. Su verdadero programa era el de culminar la reforma dirigida por el Rey y Torcuato Fernández Miranda mediante la redacción de una Constitución. Los liberales, democristianos y socialdemócratas, antifranquistas o franquistas reconvertidos, que en vísperas de las elecciones se unieron al proyecto gubernamental (impostado en el primitivo PP de Cabanillas y Areilza, ambos de trayectoria paralela a Fraga) subieron a un vehículo donde no se preguntaba a nadie de dónde venía y tampoco adónde iba porque la respuesta en ambos casos era la misma: el Poder. Unos venían del INI, otros de embajadas y ministerios de Franco y todos volvieron a los más altos cargos durante los gobiernos de UCD. ¿Fue pues, el partido de Fraga más antiguo o tradicional que el de Suárez? Con un origen idéntico, se diferenciaron en una trayectoria nacida del cálculo electoral –acertó Suárez, falló Fraga– y del protagonismo subsiguiente, pero sus caminos se volvieron a unir después de que Fraga subsumiese en su Coalición Democrática la Alianza Popular de los "Siete Magníficos" y que UCD estallase por arriba y por abajo tras fracasar en su forja como partido.





Suárez fue el primero en dimitir, sin explicaciones, de la Presidencia del Gobierno y abandonar el partido. Sus sucesores en la Presidencia –Calvo Sotelo, que había pasado de juanista a juancarlista y de alto cargo franquista a ministro de UCD– y en la candidatura presidencial de UCD –Landelino Lavilla, democristiano conservador, opuesto al liderazgo de Alzaga– se negaron a aliarse con AP ante las elecciones de 1982, seguramente por no asumir el liderazgo de Fraga. Pero la mayor parte de los dirigentes de UCD sí lo hicieron: unos directamente al partido, como Miguel Herrero o Gabriel Cisneros, ponentes constitucionales; otros, para coaligarse con él, como el PDP de Óscar Alzaga, Tusell y Rupérez –no sé si también Nasarre–. Los votantes siguieron mayoritariamente a quienes se fueron con Fraga, pero el mantenimiento de las dos listas (AP-PDP-UL y UCD) alfombró la mayoría aplastante del PSOE. Sin embargo, el centro de gravedad de la representación política de la derecha había pasado totalmente de UCD a AP, como se demostró en el referéndum sobre la OTAN y se corroboró en los fracasos del Partido Reformista en las elecciones de 1986 y del CDS en las del 89. En 1982 ya habían llegado a las Cortes bajo las siglas de AP Aznar, Rato, Trillo, Cascos, Tocino, de Palacio, Matutes... O sea, el Gobierno y el poder popular de hoy.





Ante esta historia real de las diversas formaciones políticas de la derecha española de 1977 a 1982, con hegemonía ucedea; de 1982 a 1989, con hegemonía de AP y el discutido liderazgo de Fraga (Roca, Suárez) y su accidentada sucesión (Herrero de Miñón, Mancha, otra vez Fraga y Aznar), ¿qué sentido tiene hablar del "partido de la derecha tradicional", como si siempre hubiera sido el mismo y con los mismos líderes? Quizás sólo vender como novedad algo tan antiguo y tan repetido como la fórmula del Centro. ¿Pero cuándo, muerto Franco, no se ha proclamado centrista la derecha española? Lo hizo del 77 al 82 en las siglas de UCD; del 82 al 89 en las de la coalición AP-PDP-UL, en las del PDL-Partido Reformista y en las del CDS; en fin, desde la propia refundación del PP y el congreso sevillano del 90 hasta hoy. En realidad, la única pista a seguir para buscar la continuidad sociológica y organizativa de la derecha española después de Franco es su definición como Centro. Dice Nasarre que en el 99 "se produjo la svolta, la determinación del nuevo rumbo y la recuperación del término de centro para presentarse ante los españoles". Ni era nuevo el rumbo, ni el término, ni tampoco la recuperación, porque Aznar se había presentado –"Palabra" fue su pobre eslogan– como votante de UCD en 1989 antes del Congreso de Sevilla, marcando la continuidad y síntesis de las corrientes de UCD y AP en el PP refundado por Fraga. No hace falta buscar palabrejas o terminachos en italianini demoscópico como esa de la svolta para vender una máquina con más kilómetros que el Giro.





Otra cosa, pero precisaría de un ensayo monográfico, sería preguntarse por qué la derecha española, siempre después de Franco, cultiva tan obsesivamente ese atavismo, por qué se ha empeñado en presentarse como Centro, tanto si procede del franquismo puro como del antifranquismo de derechas, pero muy especialmente cuando se han unido gentes de ambas procedencias para juntos cortejar o conservar el Poder. Diríase que el Centro no es más que una fórmula vergonzante de la clase política de derechas para ocultar, en unos casos, sus orígenes autoritarios; en otros, su mezcolanza de demócratas con antidemócratas; en ambos, su vacío doctrinal y su identificación nominalista del Poder como centro de todas sus apetencias, como esos "centros" de la copla, que metaforizan la entraña de la mismidad: "me están doliendo los centros, de tanto quererte así". iOh, Poder!







La justificación historicista







La supervivencia real de la fórmula del Centro en la derecha española posfranquista justifica cualquier sospecha, quizás por eso Nasarre se apresura a refutarla: "Pensar que el término centro denota ambigüedad, debilidad o vacuidad ideológicas o creer que consiste en una pragmática posición entre dos extremos es –me parece– un craso error. El centrismo es, ante todo, una actitud que nace de una reflexión sobre las dificultades que en España se han presentado para sentar una convivencia duradera, en la que fuera posible el establecimiento de un espacio de consenso y una normal alternancia política, que son los dos rasgos de las democracias consolidadas. La experiencia histórica de la España contemporánea muestra que las fronteras en torno a las cuestiones religiosa, social y de articulación territorial han sido tan profundas, que han dado lugar a enfrentamientos irreconciliables entre los españoles. El centro es la respuesta a ese problema".





Para que exista una respuesta nueva a un problema antiguo, la primera condición es que los datos del problema existan. Tres son las fracturas que, según Nasarre, lo señalan (religiosa, social, territorial) pero ¿existen hoy? Vayamos a los dos más graves. Desde luego, hoy el problema religioso como tal, no existe. Y el problema social, entendiendo así la penuria de amplias capas de la población y la creencia de una solución colectivista, tampoco. De ambas cosas se felicita Nasarre en otros puntos de su escrito. Así que cumple preguntarse para qué se mantiene una línea política que no atiende problemas reales. Es verdad que en los dos últimos siglos ha faltado en muchas ocasiones el espacio de consenso y la capacidad de alternancia pacífica, pero no siempre ni siempre por las mismas razones. Sería fácil, aunque demasiado cómodo intelectualmente, demostrar la fragilidad de esos argumentos históricos. Pero incluso aceptándolos en su integridad, si las necesidades han desaparecido, ¿para qué el Centro? Si es por temor de que las fracturas se repitan, cabe admitir, por estremecimiento telúrico, la bondad de esa actitud que, según Nasarre, define o constituye el Centro. Pero, ¿qué tiene que ver la actitud con un programa de Gobierno, incluso en lo referente a la cuestión religiosa y la antañonamente denominada cuestión social?





Ante la confesionalidad del Estado hay posiciones ideológicas y políticas, doctrinales y legales, según los partidos, pero no actitudes. Eso pertenece al ámbito de los comportamientos individuales, incluso entre los políticos, pero ¿qué tiene que ver con la política? España ha sido históricamente un Estado confesional ya confesional. Hoy es, por refrendo constitucional desde 1978, aconfesional. ¿Qué actitud será más positiva para abordar un problema que ya está solucionado? En cuanto a la cuestión social, es decir, a las leyes que regulan la producción, la asignación y la redistribución de recursos, ¿qué actitud suplirá una acertada política fiscal? ¿Cuál es la actitud, o sea, el centrismo, ante el problema del déficit público? ¿Contribuirá a solucionar el problema social una política equidistante entre el liberalismo y el comunismo? Si los propios socialistas aceptan los límites del estado de bienestar y los derecho-centristas o centro-derechistas aceptan su continuidad, ¿qué actitud mejorará unos buenos criterios de administración?





Hay un tercer asunto al que no vuelve a referirse Nasarre, ese de la "articulación territorial", que es, en realidad, el problema de los nacionalismos separatistas o el problema nacional español. ¿Por qué no se nombra siquiera ese problema que no ha existido, y menos desde hace dos siglos, como existe ahora? Y es que ni puede tomarse en serio la República Federal y el lío cantonal, ni puede compararse el separatismo catalán de los años treinta, antes y después del Estatuto de Autonomía de1 32 que en nada lo remedió, con el doble separatismo, terrorista y democrático, que sobre todo en el País Vasco, en Cataluña y en Galicia, pero sin olvidar Canarias, y, de forma refleja, Baleares, Valencia y Aragón, no ha sido encauzado sino azuzado por el Estado de las Autonomías. Que éste es el problema más grave que tiene España es indudable. Que de nada han servido los moderados diálogos de UCD y el PSOE con el nacionalismo de derechas, salta a la vista. España no tiene un problema "territorial" sino como con- secuencia de un problema nacional. Pero mediante ese subterfugio nominal, ni siquiera se plantea. Es el aspecto inconfesable del centrismo: su predisposición incondicional a someterse a los nacionalistas. Teóricamente, para suavizar tensiones y lograr la paz. Realmente, para mantenerse en el Poder gracias a sus escaños. Es curioso que cuando se habla de diálogo, e incluso de consenso, la derecha no se refiera nunca al PSOE sino a Pujol y Arzallus. Un curioso consenso con quienes se sitúan, por principio, fuera del sistema constitucional.







Entre liberalismo y socialismo







Pero del enigma pasamos ala sorpresa. En realidad, confiesa Nasarre, ha sido la experiencia del Poder y no los nueve años transcurridos desde el congreso sevillano la que ha llevado a recuperar el centrismo: "La experiencia de estos años de responsabilidad política ha sido el motor de un proceso de reflexión interna en el Partido Popular, que ha desembocado en la formulación del proyecto político aprobado por el XIII Congreso. La reflexión parte de una constatación: la magnitud de los cambios experimentados en la sociedad española y en la escena mundial a lo largo de los años noventa obliga a diseñar unas políticas nuevas, por la vía de las reformas, para afrontar los desafíos de la nueva situación".





Y esos cambios tan recientes y profundos, ¿no harán obsoleto, inútil y hasta contraproducente el centrismo, recuperado para responder a unos problemas que no existen? ¿Supone alguna idea original, alguna solución política alternativa la tan ensalzada actitud de centro? Para el análisis de lo nuevo resulta inútil: "La España de este fin de siglo -dice Nasarre- poco tiene que ver desde el punto de vista económico y social, y de su situación en el mundo, con la que hemos conmemorado en el centenario del 98". Huelga, por tanto, la actitud centrista para el problema social. y tampoco es cierto que tengamos tan poco que ver con el régimen de 1898: somos otra vez una monarquía parlamentaria, bastante democrática, con libertades ciudadanas que se sitúan a un nivel no muy inferior al de las naciones europeas más avanzadas. El perfeccionamiento del sistema representativo ha ido acompañado de una mejora muy clara de nuestro nivel económico. La alternancia política, no tan fácil como durante la Restauración, se ha producido, a fin de cuentas, ya dos veces desde 1977: en 1982 y 1996; cinco años de derecha "centrista", trece de socialismo caudillista y, de momento, otros tres de derecha "recentrista". La cercanía programática de los dos grandes partidos nacionales en muchos aspectos de la política fiscal y de pensiones trasladan toda diferencia entre izquierda y derecha al ámbito de la gestión.





Pero la "ambigüedad, debilidad vacuidad ideológicas" que Nasarre niega en el centrismo reformista se manifiestan de forma clamorosa y hasta patética cuando, tal vez para consolarse, dice: "La izquierda socialdemócrata vive este proceso con la conciencia de que las recetas clásicas del Estado de Bienestar son inservibles". Será en otras partes; aquí, en España, sigue siendo caballo de batalla contra el PP del PSOE y también de los nacionalistas, intervencionistas patológicos.





¿Qué hace el PP, en todo caso, ante el desconcierto ajeno y la confesada falta de una política adecuada a las nuevas circunstancias? En el terreno teórico, de momento, despistamos: "El PP, a partir de presupuestos liberales y personalistas, ha elaborado un proyecto, el definido como centro reformista para orientar de modo coherente las políticas que hay que desarrollar en los próximos años". Veámoslo.





La clave liberal está clara en la formulación de la "Sociedad de las oportunidades", que traslada el centro de gravedad de la creación de riqueza de lo público a lo privado y del Estado a la Sociedad. Acertadamente: el Estado no crea oportunidades sino funcionarios. "Devolver el mayor protagonismo a la Sociedad es una operación cultural y política de hondo alcance". Lo sería, si existiese, pero no hay tal cosa. Al margen de errores y aciertos, el dirigismo cultural del PP es todo lo grande que permite el Presupuesto y no ha supuesto ningún ahorro con respecto al socialista. Por el contrario, la política de transferencias a las comunidades autónomas en materia educativa o cultural ha supuesto aumentar significativamente el control de lo público sobre lo privado. En cuanto a la operación "política", en el propio Nasarre podemos constatar que sus instrumentos teóricos son una copia del socialismo más tradicional. La famosa distinción marxista y colectivista de "libertades formales" y "libertades reales" se convierte en el PP en una sociedad de libertades, pero ojo, donde no cabe impulsar "sólo las libertades clásicas sino las libertades cotidianas: elegir médico, elegir escuela, elegir modo de ahorrar, elegir vivienda o elegir productos y servicios para consumir".





O sea, que la libertad de elegir, en esos ámbitos y en muchos otros no es una libertad clásica. y que lo no clásico, o sea, lo moderno, lo adecuado para los nuevos tiempos, son unas libertades cotidianas de orden cuantitativo pero que o bien ofrece la moderna sociedad de servicios, en cuyo caso sobra la interferencia política, o bien trata de controlar el poder político, liquidando de hecho cualquier política de oferta y, por tanto, de oportunidades. En serio: contraponer o diferenciar unas libertades cotidianas de otras clásicas es asumir la distinción socialista entre libertades formales (políticas) y reales (económicas) que está en la raíz de la negación del liberalismo y del rechazo a una sociedad de las libertades y de las oportunidades. Por lo visto, la moderación y el diálogo, las dos características que emanan de la actitud centrista, consisten en moderar la propia doctrina hasta aniquilarla y en dialogar consigo mismo interiorizando el mensaje del otro. El proyecto nuevo del PP nace lastrado por una moderación que sólo indica escasez y por un diálogo que no se lleva a cabo con la izquierda sino que empieza por asumir argumentos. Cuando el antiguo portavoz del Gobierno dijo que el PP estaba dejando sin lugar político al PSOE porque hacía una política de centro-izquierda, no sólo era innecesariamente sincero. Anunciaba el centrismo puro y venidero.







La pérdida de un centro ético





Pero si ya sabemos lo que no es el centro, el reformismo es el pórtico de otro chasco mayor: "para llevar a cabo un ambicioso programa de reformas en España es preciso tener en cuenta el marco político en el que vivimos: el Estado de las Autonomías. [...] es todavía una realidad muy joven e in fieri y, por lo tanto, conseguir que funcione con eficacia es una tarea política prioritaria". ¿Política o administrativa? Parece lo segundo, pero entremos en harina: "Los particularismos van en contra de las exigencias de un mundo caracterizado por la globalización. El engordamiento de las Administraciones es un fenómeno perturbador. Sin una intensa cooperación, el Estado de las Autonomías genera disfunciones nocivas para una sociedad moderna. La tarea es ardua pero hay que acometerla con decisión. Sólo un partido nacional que tenga una presencia asentada en todas las comunidades autónomas puede ejerce liderazgo de tal empresa". Surge así un "nuevo concepto de responsabilidad política que han de asumir los partidos nacionales; la de ser instrumentos fundamentales para la vertebración necesaria que permite hacer frente a los retos de la nueva época".





¿Se plantea de nuevo, como en los programas electorales del 93 y del 96, una revitalización del factor nacional, con lo que ello supone de cohesión social? ¿Se pretende una recuperación de competencias para la Administración Central que garantice más eficazmente la igualdad de los españoles ante la Ley y la existencia real de la "España de las oportunidades"? Ni hablar. No se trata de dirigir sino de sobrevivir, no de gobernar sino de flotar. Lo que se nos propone es "un modo de gobernar muy abierto a la sociedad, que implica diálogo, liderazgo persuasivo, capacidad de lograr acuerdos". Pero, ¿acuerdos para qué? ¿En qué sentido? ¿En qué se concreta esa capacidad de liderazgo a través del proceloso piélago administrativo del Estado Autonómico?





Pues mientras no nos concreten lo esencial, deberemos suponer que en el continuo goteo de transferencias a la ya elefantiásica y derrochadora administración autonómica, con la única cautela de que los nuevos gestores del dinero público serán también del PP. ¿Cabe mayor vertebración social que el hecho de que el PP se lo guise y el PP se lo coma? ¿Estamos ante un caciquismo de consenso o ante otro préstamo conceptual socialista? No parece precisamente liberal este "partido político de la nueva época". Dice Nasarre: "Ya no tienen sentido los viejos partidos del modelo socialdemócrata (que acaban siendo mundos cerrados) ni tampoco los partidos que son máquinas electorales. Se necesita un nuevo tipo de partido flexible, pegado a la sociedad, capaz de ayudar a generar las condiciones más favorables para las reformas". Entonces, ¿qué? ¿Acaso el partido de masas denominado por Gramsci "intelectual colectivo", vertebrador de la sociedad? Si no supiéramos que el Centro renuncia a la forja de un bloque histórico y a buscar la hegemonía ideológica y social, porque tiene alergia a las ideas, imenuda svolta!





Pero sí hay un espacio muy amplio en todas las sociedades que se sitúa al margen de las querellas partidistas, que pertenece a la sociedad como tal y no a la clase política, que está incluso por encima de las convulsiones históricas. Ese lugar de lo público que proviene y vuelve siempre a lo privado es el de los valores, el de la ética, el de las condiciones morales para el desarrollo de la vida colectiva. He ahí un lugar pintiparado para el consenso y donde el diálogo está garantizado. He ahí una clave que escapa por su propia naturaleza del egoísmo banderizo, de la ideologización y de la politización de la vida pública. El Partido Popular, desde que Aznar tomó las riendas, hizo hincapié, de modo creciente y porque la sociedad española de las boqueadas felipistas lo demandaba en sus estratos más sanos, en la necesidad de una recuperación de la ética civil y de una regeneración de la democracia, en particular de las instituciones que se habían convertido en todo lo contrario de lo que deberían ser siempre: garantía de libertad para los ciudadanos. Desde que llegó al Gobierno, todo lo escrito por el Presidente del Gobierno y del PP en La Segunda Transición y La España en que yo creo ha quedado en simple ocasión satírica para los publicistas del felipismo. ¿Se burlan sólo de la corrupción de la virtud propiciada por el conocimiento y disfrute del Poder? No sólo. También contemplan jubilosos cómo el PP dilapida, a cambio de un supuesto "sosiego" en la opinión que favorecería su asiento en el Poder, algo difícil de lograr por la derecha: la bandera de la ética, perdida por la Izquierda.





Este PP que acaba de descubrir el mediterráneo centrista ha olvidado sus promesas de regeneración democrática de las instituciones, de reforma de la Justicia para hacerla independiente, de reforma de los servicios secretos para que no sean una amenaza a las libertades, de reforma de la Educación en un sentido humanista, integrador y español. Ha mejorado extraordinariamente la gestión económica, pero mantiene sustancialmente la presión fiscal, en su monto, progresividad y la doble exacción del patrimonio. Las comisiones de investigación parlamentaria han quedado aparcadas, en contra de las promesas hechas en la oposición. Peor aún: bajo el manto o la manta del centrismo se ocultan todas esas obligaciones morales y políticas contraídas con el pueblo español. Es verdad que el Gobierno de Aznar se comporta mucho mejor en todos los aspectos que los de González, pero ha renunciado a un discurso político que no sea el de la simple acomodación a los tiempos desde la perspectiva del Poder. Inútil sería buscar en este Gobierno ahíto de satisfacción, embriagado por las halagüeñas perspectivas de una larga estadía en el Poder, aquella exigencia ética, del mejor liberalismo "puritano", que hizo concebir a muchos españoles la esperanza de un Poder mejor y de un comportamiento mejor desde el Poder. En fin, la situación de la derecha española parece concebida por un lector socialista de Julio Verne: a las órdenes del capitán Nemo un cómodo Nautilus tripulado por Nadies viaja interminablemente al centro... de la Nada.


2
comentarios
1
jajajajaaaaa
fauna

jajajaa como se pica la peña no? Tranquilos, que estamos en un país plenamente libre donde cada cual puede expresar lo que quiera.. pero estoy contigo, es un pobre desgraciado de mierda.. jajajaa?

2
A UN SINVERGUAZA
Jesus

Uno de los"periodistas" mas sinverguanza que hay en este paijs eres tuj desgraciado de mierda!! ?