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La Ilustración Liberal

La propaganda de la Segunda República y la ideología del Gobierno Zapatero

1. ¿Qué bando manejó mejor la propaganda como arma de guerra durante la Guerra Civil?

Cuando el diario El Mundo me formuló esta pregunta, para una colección de libros sobre la Guerra Civil, contesté, sin dudarlo, que el republicano. Me encargaron que diera mis razones, pero sin referirme a la propaganda del bando nacional, que se lo habían encargado a otra persona. Así lo hice, en un par de folios, para la colección de libros que dicho periódico está publicando sobre la Guerra Civil, pero la cosa me pareció tan interesante que alargué aquellas impresiones hasta convertirlas en este ensayo sobre el efecto de la propaganda republicana en el Gobierno de Zapatero.

Soy de los que piensan, por desgracia para la democracia española, que la propaganda republicana aún sigue ejerciendo una gran influencia en la izquierda española. En efecto, aún sigue transmitiendo que la República fue un régimen pacífico e integrador. La realidad lo desmiente, pero los efectos de aquélla aún impiden reconstruir no sólo una "memoria histórica" capaz de reconciliar a víctimas y verdugos, también dificultan una historia más o menos objetiva, digna de una nación civilizada presta a superar los resentimientos entre vencedores y vencidos.

La izquierda fue tan eficaz e inteligente en manejar la propaganda que, incluso después de haber perdido la guerra, se han seguido utilizando sus mismas armas ideológicas y falsas para interpretar el trágico acontecimiento. El poder de la propaganda izquierdista de entonces es hoy el "fundamento" para tergiversar la reconstrucción de los hechos acaecidos y eludir cualquier responsabilidad a la hora de interpretar la tragedia. Cientos de ejemplos en la izquierda actual española reflejan esta molicie "intelectual", estas pocas ganas de ejercer la razón crítica con nuestro pasado y nuestro presente; pero me quedo, por su poder de "síntesis" roma, con éste de Javier Cercas:

"Había una vez en España una República democrática mejorable, como todas, contra la que un militar llamado Franco dio un golpe de Estado. Como algunos ciudadanos no aceptaron el golpe y decidieron defender el Estado de derecho, hubo una guerra de tres años. La ganó Franco, quien impuso un régimen sin libertades, injusto e ilegítimo, que fue una prolongación de la guerra por otros medios y duró 40 años".[1]

La tosquedad del juicio de Cercas es terrorífica, pero su desmontaje es sencillo no tanto por la zafiedad con que despacha 40 años de franquismo, sino por la actitud beatífica que adopta con la República, que como todo el mundo sabe condujo a los españoles a una guerra incivil. Lo grave, sin embargo, de esta ideología legitimadora de la política actual del Gobierno de Zapatero, que pretende ocultar la Transición para instaurar un régimen continuador de la Segunda República, es que tiene su inspiración en la misma propaganda republicana de la Guerra Civil. Su "luz" deformante, que fue capaz de convertir el arte y el pensamiento en propaganda, continúa cegando la "mirada crítica" a la izquierda dogmática actual. El daño es irreparable, pues, aparte de despreciar la historia reciente de España, la historia de Transición democrática, obstaculiza el desarrollo del humanísimo derecho que todo individuo tiene a reconstruir limpiamente su historia, para comprenderse como ciudadano de una nación llamada España.

La imposibilidad de llevar a cabo una genuina reconstrucción histórica, o sea, una reconstrucción reconciliadora, con estos parámetros ideológicos del Gobierno de Zapatero tiene su origen en la propaganda republicana. La perversidad ideológica de esta propaganda aún hace creer a muchos hombres que los vencidos fueron los vencedores, y viceversa. La propaganda republicana es el principal obstáculo, quizá una verdadera tragedia intelectual, para escribir una genuina historia de nuestra Guerra Civil, porque sigue tratando a los adversarios políticos como enemigos de guerra. Propaganda impía, porque niega la existencia del otro, al reducir la historia, investigación objetiva y rigurosa, por tanto revisable, a "memoria histórica", sujeta siempre a los azares subjetivos y arbitrarios de la psicología personal. Propaganda con efectos retardados, porque impide escribir piadosamente la historia de los vencedores y vencidos. Sí, la historia de una guerra civil es piadosa o no es.

Sin embargo, porque los discursos socialistas de los días de fiesta, especialmente los del presidente del Gobierno, están tan llenos de referencias a una historia idílica de la Segunda República, como los cantos al pasado republicano que hacen los de ERC, parecen prohibirse a sí mismos una historia con piedad. Los nuevos gobernantes se sienten herederos de ese pasado republicano para legitimar su actual acción gubernamental. La ideología, la propagada de un pasado que nunca existió, oculta las carencias de políticas concretas. La sustitución de la acción política real por un "discurso" meramente propagandístico y populista morerepublicano es una directriz del Gobierno de Rodríguez Zapatero.

Las maldades de la propaganda de la izquierda, preparadas desde el comienzo de la Segunda República, o quizá antes –enero del año 30 podría ser una fecha decisiva–, hasta el final de la Guerra Civil, fueron tan certeras que todavía hoy, 66 años después de su final, hay "ciudadanos" incapaces de reconocer que la Guerra Civil, desde un punto de vista fáctico, resultó inevitable. Más aún: segundo gran efecto de esa propaganda, sigue siendo respetable la "opinión", en realidad consigna propagandística, de quienes resaltan de tal modo la dimensión internacional de esta guerra, sin duda alguna innegable pero adjetiva, que terminan negando su genuina dimensión civil, el enfrentamiento de un pueblo y un ejército contra un pueblo y un ejército, el enfrentamiento entre masas milicianas en uno y otro bando, que a pesar de lo que digan fueron tan parejas e importantes en un bando como en otro.

Coherente con esa propaganda histórica de carácter internacionalista, aunque mejor sería decir soviético, el bando republicano, siguiendo la famosa alocución de Azaña del 23 de julio de 1936, fue cruel en su consideración del otro bando, del nacional, pues ni siquiera le concedió su capacidad de existencia. Para Azaña y sus acompañantes no era una guerra entre españoles, sino entre españoles y unas fuerzas invasoras. Por este camino, la primera perversidad de la propaganda republicana consistió en negar que la guerra de España fuera, verdaderamente, una guerra civil. Tan poderosa fue, y sigue siendo esta propaganda, insisto, que todavía hoy hay gentes infectadas por ese virus. Son individuos, autoproclamados historiadores e intelectuales, que no pueden comenzar un debate sobre la Guerra Civil si no es exigiendo de sus interlocutores justificaciones previas, razones, sobre la guerra de España como guerra civil. ¡Como si los hechos no fueran suficientemente elocuentes, nos exigen que los neguemos! Los infectados con esa propaganda son los ideólogos actuales del socialismo en el poder. Son los fieles herederos de los creadores de la propaganda, del engaño, como arma de guerra potentísima de los republicanos, cuyos efectos indirectos aún sufrimos los españoles de hoy.

Idealizar, o sea, negar la realidad y las maldades del período republicano, y su consecuencia directa, la Guerra Civil, para construir sobre ella una quimera política es la principal herencia de la propaganda del bando republicano para la izquierda en el poder. Sin embargo, la preguntas que cualquier ciudadano de bien necesita responder para no caer en la melancolía son sencillas: ¿cuál es el poder exacto, casi demoníaco, que ejerce el pasado de la propaganda republicana sobre estos hombres?, ¿por qué un régimen político que llegó al poder de una extraña manera –según algunos, después de un golpe de Estado sancionado, entre otros, por el general Sanjurjo y aceptado por Alfonso XIII; según otros, después de manipular unas elecciones municipales que habían ganado los monárquicos– tiene tantos seguidores?, ¿por qué un régimen político que nos condujo a la más sangrienta guerra civil de todos los tiempos aún es modélico para políticos que se presentan con más o menos sentido común?; en fin, ¿por qué es referencia democrática una república en la que, sólo entre el 16 de febrero y 15 de julio de 1936, se vivieron 192 huelgas generales, se quemaron 196 iglesias, se destruyeron 78 centros religiosos, se asaltaron 10 periódicos y se perpetraron 223 asesinatos políticos?

Si estas preguntas, con los datos en ellas contenidos, no son suficientemente precisas para reconocer que la res pública, la República, se había convertido en un bellum civile, naturalmente antes del Alzamiento militar, entonces tendremos que apelar, una vez más, al poder de su propaganda, que convierte la realidad en ficción y, lo que es peor, hace aparecer la mentira como verdad. Porque la República fue la mayor maquinaria propagandística que nación alguna haya creado en la historia política reciente, aún hoy sigue viéndosela como un "paradigma" político. Si su maquinaria de propaganda revolucionaria fue tan poderosa que las canciones de guerra, las consignas creadas en su época, los cárteles, los romances, el teatro, etcétera, siguen siendo utilizados en todas las acciones revolucionarias y, por supuesto, totalitarias de hoy, entonces no deberíamos extrañarnos de que un Maragall, un Pérez Touriño, un Carod-Rovira y hasta un Rodríguez Zapatero queden prendados en su delirio. Pues que la Segunda República, como viera con inteligencia insuperable Josep Pla, fue sólo eso, un peculiar delirio. En él, y esa es la tragedia actual de la nación española, Rodríguez Zapatero y sus huestes nacionalistas pretenden encarcelarnos.

Demostrar ese delirio, ese gran engaño, ese idealismo corrosivo que termina matando las tradiciones realistas españolas, desborda la tarea de un ensayo, de un libro, de un hombre, incluso la de una generación de intelectuales críticos, pero mientras nos quede un poco de coraje cívico y un papel donde expresarlo tenemos la obligación, el deber moral, de levantar acta de ese delirio, para que no quede oculto bajo la maleza del idealismo propagandístico. Levantemos, pues, con cuidado esas viejas y potentes minas abandonadas en los campos de batalla, desactivémoslas con pericia, para que no dejen sin piernas y cerebros a los pacíficos excursionistas que por ahí pasean sin muchos prejuicios, sin duda alguna, gracias al esfuerzo reconciliador de la mayoría de los españoles.

Volvamos, pues, a la época en que surgieron esas terribles armas, para estudiar su gestación, desarrollo y aplicación. Sin ese conocimiento difícilmente conseguiremos desactivar sus actuales efectos mortíferos. Durante los años del régimen republicano los lenguajes revolucionarios y propagandísticos, ideológicos al fin, competían de tal modo entre sí que parecían estar buscando algún banco de prueba donde dirimir sus conflictos. Sin embargo, cuando llegó la guerra civil se unieron, con un objetivo común: criminalizar al enemigo de tal modo que su estigmatización fuera eterna. La propaganda dejó de ser la divulgación de una buena nueva o, sencillamente, el anuncio de un programa de actuaciones de un partido político para convertirse en un engaño, o peor, en la difusión de una imagen falsa con intereses estratégicos. Los republicanos, los socialistas, los comunistas, los anarquistas, en fin, las centrales sindicales y los partidos políticos de la izquierda se juramentaron para propagar, en primer lugar, el infundio de que aquello no era una guerra civil, sino el levantamiento de unos facinerosos contra el poder legalmente constituido, ayudados por potentes ejércitos extranjeros.

Si alguien quiere comprobar la eficacia de esa consigna puede preguntar hoy a los voluntarios del bando republicano por sus motivaciones para ir a luchar al frente de guerra, y hallará respuestas inequívocas referidas a la propaganda. Ninguna dejará de hacer mención a los carteles, mítines, emisiones radiofónicas, canciones, romances, obras de teatro y, en fin, un sinfín de aparatos propagandísticos que incitaban a alistarse a todos los hombres, insistiendo siempre en que la colaboración del "pueblo" haría inviable de modo casi inmediato los objetivos de unos "pocos" contra la nación española. Porque era cuestión de poco tiempo, de pocas semanas, acabar con aquello, según la propaganda republicana, muchos fueron los voluntarios para ir a los diferentes frentes de guerra. La realidad era sin embargo muy distinta, y las propias autoridades republicanas no sólo preveían que la guerra sería larga, sino que se preparaban, especialmente con este tipo de engaños propagandísticos, para que la guerra fuese dura y larga. Tan larga que algunos dirigentes, cuando todo estaba ya perdido, quisieron alargarla, con la máxima crueldad, para hacerla coincidir con la Segunda Guerra Mundial. Merced, pues, a la efectividad demoledora de la propaganda del bando republicano, que condujo a millones de seres humanos a los campos de batalla, la guerra no podía tener una solución rápida.

Pero la propaganda republicana, que instaba a la participación en la guerra a los españoles, no habría sido eficaz si antes no hubiera conseguido, primero, ocultar que la República llegó por cansancio, por la manipulación de unas elecciones municipales y por un golpe de Estado "progresista"; segundo, logró hacer pasar por alto, sin que nadie le pidiera responsabilidades, la expulsión del sistema político de los propios personajes que habían ayudado a traer la República: baste recordar a Ortega, Marañón y Pérez de Ayala; y, tercero, alentó la quema de conventos y la persecución de los católicos sin pagar coste alguno político y electoral. Ante una propaganda tan potente y bien preparada, nadie debería extrañarse de su capacidad para resistir un alzamiento militar que degeneró en guerra civil. Imposible, pues, hablar de más o menos poder propagandístico, porque todo en la República era propaganda. Todo era ideología para traer la revolución, burguesa para los republicanos, proletaria para los socialistas y comunistas y de costumbres para los anarquistas. Todo tenía para la izquierda republicana un objetivo preciso: eliminar a la oposición para hacer la revolución. Sólo les importaba cambiar el "espíritu", el "alma" de todos los españoles.

Sin esos parámetros propagandísticos, aún hoy eficaces en los partidos políticos de las democracias occidentales, que han sido muy bien estudiados y analizados por Orwell, Arthur Koestler y todos los críticos del totalitarismo del siglo XX, resulta imposible comprender los mecanismos totalitarios inventados por el estalinismo en España. Sin su conocimiento, o mejor, quien desconozca su poderío ideológico no comprenderá cómo una conspiración militar, la de Franco, en unas circunstancias sin duda alguna inmejorables para triunfar, fracasó. A pesar de que el golpe de Estado se produjo en una España dividida, con enfrentamientos violentos y constantes en la calle y en el Congreso, y con una evidente superioridad militar de los sublevados, que no territorial, pues las ciudades más importantes y las zonas industriales, excepto Vitoria, estaban en manos del Gobierno, la propaganda republicana logró no sólo abortarlo, sino que lo convirtió en el pretexto, buscado durante un lustro, para llevar a cabo la revolución. ¿Cuál de ellas, la burguesa o la proletaria? Ambas dos, y sólo con un arma: la propaganda. ¡Terrible! La realidad no importaba. La economía no existía. La banca no se nacionalizó, pese a la verborrea propagandística sobre el asunto. Olvidaron la reforma fiscal. Las obras públicas las dejaron para el futuro. El primer Gobierno de la República excluyó a los economistas y a los ingenieros. Un periodista, Prieto, fue el ministro de Hacienda.

¡Ahí, exactamente en la ocultación o enajenación de la realidad, debemos hallar los orígenes de ese arma mortífera que es la propaganda, falsa, que dirigió a los republicanos hasta confundir sus deseos con lo real! ¡Ahí está el germen de un movimiento revolucionario de carácter totalitario, cuya principal arma fue la propaganda, que consiguió parar un golpe militar para sacrificar a la población en una guerra civil que los llevaría a la revolución! La propaganda del bando republicano no sólo frustró el golpe de Estado, sino que dejó inerme a las autoridades republicanas, a las pocas que creían todavía en una república burguesa basada en el Estado de Derecho, para restablecer el orden republicano allí donde triunfó la revolución.

Porque la República tuvo su principal preocupación en el adoctrinamiento y la propaganda –prueba indirecta de esta afirmación es, por un lado, su aportación en la creación de escuelas y el consiguiente aumento de niños escolarizados y, por otro, su ataque constante a la Iglesia, por su poder más ideológico que económico y político– pudo hacer frente al golpe de Estado. Sólo les importaba, reitero, cambiar el "espíritu", el "alma" de todos los españoles. ¡Despreciando al 60 % de la población, por favor, cómo no iba llegar una guerra civil! Lo grave es que, precisamente con la ayuda imprescindible de la propaganda, la República pudo parar una conspiración militar que derivó en guerra civil.

2. Variedad de lenguajes propagandísticos

Los lenguajes revolucionarios, propagandísticos al fin, fueron tan variados como inagotables. Ninguno de ellos era original. Las elaboraciones intelectuales de la izquierda española fueron siempre muy débiles. Todas eran reproducciones de las consignas del comunismo soviético o, en su defecto, de los diferentes movimientos revolucionarios internacionales, especialmente trotskistas y anarquistas, que tuvieron tiempo de ajustar cuentas entre ellos después de sufrir las primeras derrotas importantes en el campo de batalla. Tampoco fue una excepción en esta falta de originalidad de la propaganda republicana la aportación específica de los anarquistas: las colectividades. En efecto, la estulticia, la debilidad y la indecisión del Gobierno republicano, entre el 19 de julio y el 4 de septiembre de 1936, favorecieron una visión, una interpretación y, sobre todo, una actitud revolucionaria de la Guerra Civil. No se trataba, en primer término, de defender una República democrática, sino de hacer una revolución social, alentada prematuramente por el alzamiento militar. La Guerra Civil, como si el tiempo no hubiera pasado para los españoles, hizo resurgir el modelo clásico de revolución de la España del XIX: los famosos comités revolucionarios, o juntas locales formadas por comités de "ciudadanos".

En el bando republicano no había tanto "un doble poder", el del pueblo en armas y el del Gobierno, sino múltiples poderes, que hacían imposible, primero, los esfuerzos de coordinación bélica entre la línea gubernamental y la de los comités locales, verdaderos gobiernos locales y regionales al margen del Gobierno; en segundo lugar, tampoco era posible coordinar a los gobiernos locales y regionales, que llegaron a degenerar en cantones y taifas. He ahí el terreno abonado para los anarquistas, que vieron por primera vez en su historia la oportunidad de llevar a cabo la revolución libertaria que tantas veces habían soñado. Barcelona fue su ciudad ideal, o sea, la más salvaje y sin gobierno, para llevar a cabo lo que ya había fracasado en Ucrania. ¡A esa antigualla anarquista le llaman algunos la "modernidad" de Barcelona! Ilusos.

La contribución anarquista fue, pues, decisiva durante toda la guerra para minar la República, pero sin duda nadie puede poner en duda que su contribución inicial fue determinante para dar a la guerra un perfil revolucionario. Lo cierto es que los anarquistas, prácticamente desaparecidos de la escena política mundial, tuvieron en la España de los años 30 un sobresaliente protagonismo. Los rebeldes primitivos, por usar la terminología de Hobsbawm, seguían más vivos que nunca en España. La desaparición, prácticamente, del Estado, por lo que habían estado trabajando los anarquistas durante la República, fue un hecho en 1936. Dolores Ibárruri lo vio con precisión: "Todo el aparato estatal había sido destruido y el poder del Estado residía en las calles". Aquí está la razón fundamental por la que el terror revolucionario de las primeras semanas no pudo sofocarse. Todo era anarquía. Salvajismo. Ni siquiera las personas más sensatas de los partidos de izquierda y de la CNT pudieron detener las matanzas incontroladas, la destrucción de iglesias y, por supuesto, las arbitrarias incautaciones de empresas y tierras.

Quien no sea capaz de situar las colectividades en ese contexto de terror revolucionario, o sea, tan salvajes eran los anarquistas y los del POUM como los comunistas y socialistas, apenas comprenderá su sentido social y, seguramente, su sinsentido político. Más aún, estará contribuyendo a proseguir la confusión anarquista entre deseo y realidad, entre un juicio de valor y un análisis de la coyuntura, en fin, entre el voluntarismo y la racionalidad. La concepción, desarrollo y caracterización de las colectividades, el tránsito de la propiedad privada a la propiedad colectiva, participa de todas esas confusiones. A pesar de todo, fueron la principal aportación de los anarquistas a la Guerra Civil, y aún hoy sigue siendo la única experiencia que exhiben los revolucionarios para no ser tachados de utópicos. Las colectividades son, por lo tanto, la mejor expresión de esa confusión trágica surgida de una guerra civil.

En otros términos, además de la búsqueda por implantar un Gobierno fuerte de guerra, había una fuerte disputa en el bando republicano, desde el mimo inicio de la guerra civil, entre los que defendían, por un lado, que la guerra era una parte de una revolución social, cuyas principales aportaciones eran el mando de los comités, las columnas de milicianos y las colectivizaciones, y los que pensaban, por otro lado, que se trataba de una guerra cuya prosecución feliz, por decirlo en términos de Raymond Carr, era incompatible con la revolución social radical, que le enajenaría el apoyo exterior y apartaría de la República a aquellas mismas clases sociales cuya preparación y lealtad mejor podían organizar la victoria.

Es evidente que esa contradicción permaneció durante toda la guerra, pero a medida que avanzaba la contienda fueron desapareciendo los elementos revolucionarios, y en su lugar triunfaron los organizativos. La disciplina del Estado y de un ejército regular, especialmente el impuesto por los dictados de los comunistas, fueron sobreponiéndose a los comités revolucionarios y a las columnas de milicianos. El choque entre esas dos corrientes duró toda la guerra, a pesar de que trató de zanjarse en mayo del 37, cuando se enfrentaron los revolucionarios de CNT-FAI, Juventudes Libertarias y POUM con la fuerza pública –cuya apoliticidad fue puesta en cuestión–, el PSUC, la UGT y los extremistas del Estat Catalá. En fin, aunque los verdaderos perdedores de este suceso fueron los anarquistas, en el imaginario colectivo de los republicanos siempre persistieron los ideales revolucionarios de los anarquistas y el POUM. Las colectividades fueron su principal enseña revolucionaria. ¡De propaganda!

La colectivización, obra principal de la CNT, y apoyada en muchas ciudades por la UGT, pretendía una difusa federación de municipios libres y de colectividades obreras sin ningún tipo de Estado. La coordinación entre la producción organizada por los sindicatos era todo lo que concedían a una posible organización "central" quienes apoyaban esta federación. Cataluña y Aragón fueron los principales lugares donde triunfaron las colectivizaciones anarquistas. En el Centro y en Valencia no tuvieron tanta importancia; tampoco en el Norte, salvo en Asturias, que es digna de reseñarse.

Hay dos grandes visiones de las colectividades. Por un lado estarían quienes consideran que son muy importantes y representarían el mejor ejemplo de "llevar junto, de consuno, la guerra y la revolución" (Frank Mintz); por el otro están quienes se toman la cosa con sorna, o sea, creen que las colectivizaciones y "cooperativas obreras se hicieron cargo de las fincas y de las fábricas cuyos propietarios habían huido o habían sido asesinados". "Se impuso el salario único interprofesional, otra utopía libertaria (…) Pero la utopía no duró mucho, en parte por las razonadas protestas de algunos afectados. La vedette Margarita Carvajal se plantó: 'Como cobramos lo mismo, hoy he pensado que la señora que limpia los retretes salga al escenario a cantar y bailar mientras yo atiendo su trabajo'" (Juan Eslava Galán).

Quizá quepa una tercera visión, no más conciliatoria pero sí un poco más realista. Existieron y, a veces fueron importantes, especialmente para definir un estado del espíritu, pero no llevaron a cabo ninguna revolución social, y menos aún política. Nadie dudará de los intentos por mejorar las condiciones de trabajo y las medidas para eliminar el analfabetismo y desarrollar los aspectos educativos y culturales de los ciudadanos. La autogestión, insisto, era más un "espíritu" de propaganda y agitación de las masas que una realidad.

Fracasaron las colectividades no sólo porque se opusieran los partidos de izquierda más estatales, o porque los propietarios verdaderos de las fábricas y las tierras se resistieran, sino porque se interrumpía permanentemente la producción, pues una economía parcialmente colectivizada "no puede funcionar por el impulso espontáneo de abajo arriba". El idealismo de las colectividades chocaba permanentemente con los problemas de la organización de los colectivos y con la ausencia de materias primas. Por lo demás, la colectivización, como sistema económico social, generaba múltiples mercados de trueque que, después de un primer autoabastecimiento, terminaban paralizándose por el nulo crecimiento de la economía.

En fin, también los anarquistas, junto al resto de formaciones políticas de izquierda, tenían engrasadas sus potentes maquinarías propagandísticas para ganar la guerra y, de paso, llevar a cabo la ansiada revolución. Porque guerra revolucionaria es, sin duda, la Guerra Civil. Por eso, precisamente, es una guerra tan totalitaria como propagandística. La propaganda republicana cambió hasta el signo del Alzamiento, que en principio era por otra república pero nunca en nombre del fascismo ni nada parecido. En Marruecos el Alzamiento fue proclamado por "una República con dignidad"; en Navarra, "por Dios y por la Patria". Hubo que esperar un mes para ver repuesta la bandera bicolor en Sevilla, y hasta 1937, en Salamanca, no pudo oírse la Marcha Real, en la presentación de cartas credenciales del embajador de Alemania al Gobierno de Franco.

El primerísimo acto de propaganda de los republicanos fue, pues, difundir que el Alzamiento era contra la República, cuando en realidad habría que interpretarlo como el primer acto, el pretexto tantas veces buscado por los republicanos, para llevar a cabo la revolución. Alzamiento provocado, pues, por los intentos revolucionarios de 1934, por no citar, según decía más arriba, las circunstancias violentas de la época, que hacían de la sociedad española más un conglomerado de individuos permanentemente enfrentados que una sociedad vertebrada por instituciones de gobierno. Quien mire limpiamente ese lamentable estado de España, ese bellum civile oculto tras la propaganda republicana, difícilmente dejará de ver el Alzamiento como una consecuencia, un efecto, un dato más, de una República violenta y revolucionaria. Una mirada limpia, pero llena de tristeza, será siempre imprescindible para recordar nuestro trágico pasado.

3. Propaganda política

A la luz de esos datos históricos tiendo a pensar, con cientos de honrados historiadores e intérpretes honestos de la Guerra Civil, que el Alzamiento no nació, por decirlo con terminología de Pío Moa, de una extrema amenaza fascista, sino de un inminente peligro revolucionario. No podía nacer del fascismo, entre otras razones, porque éste en España era muy débil, ni siquiera Falange, con escasa militancia, era un genuino partido fascista; menos todavía podía considerarse a la CEDA, según se empecinan algunos ideólogos e historiadores a palos, como un partido fascista, cuando no sólo había aceptado, desde el principio, la legitimidad de la República, sino que prefirió no gobernar para apaciguar o no encrespar más el ambiente de los revolucionarios. Por lo tanto, sin eludir las responsabilidades que quepa imputar a las derechas en el origen de la Guerra Civil (exhíbanlas quienes tengan que defender, en este debate, que fue el bando nacional quien mejor manejó la propaganda), el dato objetivo e innegable es que el fascismo en términos fácticos, de poder, sólo era una amenaza tan lejana como difusa.

La propaganda republicana, sin embargo, ha conseguido hacernos creer que estábamos ante un peligro inmediato de régimen fascista. Hasta un historiador tan políticamente correcto con las "tesis" izquierdistas como Santos Juliá tiene que reconocer, por un lado, que el fascismo real de la época era de "escasa monta", aunque extendido por las "huestes católicas y monárquicas", pero, por otro lado, admite que el Frente Popular, después del triunfo en las elecciones de febrero de 1936, "empujó a todos hacia el mismo campo por el carácter, más que revolucionario, antifascista que republicanos, socialistas, comunistas y hasta sindicalistas imprimieron a su política y a su propaganda"[2].

Pero el cambio de la estrategia propagandística de los republicanos no puede hacernos cambiar el sentido de la realidad. La izquierda quería llevar a cabo la revolución sin contar, como mínimo, con la mitad de la población. Eso es todo. Y lo demás es propaganda. Falsificación. Que la propaganda del Frente Popular hablase primero de la revolución y, más tarde, hiciese hincapié en el antifascismo obedecía únicamente al cambio impuesto por el Partido Comunista, en realidad vicario directo de las ordenes de los soviéticos, que hacía coincidir sus consignas con las de los republicanos y socialistas. Que la propaganda, en fin, tendiese a rebajar el tono revolucionario por el de la defensa de la República no puede engañarnos a la hora de describir la realidad.

Quizá no exista mejor ejemplo que el de Alberti, como nos ha recordado Aquilino Duque, para estudiar los cambios del proceso propagandístico impuesto por los republicanos a la población. Nadie mejor que este poeta revolucionario ha visto que el Alzamiento del 18 de julio no era sino un pretexto clave para completar la revolución. Rafael Alberti vio la situación con precisión poética en un verso que, seguramente, después de haber perdido la guerra, nunca hubiera escrito: "Dieciocho de julio. Nueva era". Pocos socialistas, comunistas y anarquistas se sustrajeron a ver el Alzamiento como la ocasión para llevar a cabo la Revolución tantas veces ensayada. Por eso, ocultar los hechos violentos de la Segunda República, sus peligros totalitarios, en fin, todo lo que provocó el Alzamiento fue, es y sospecho que seguirá siendo el peor, el más peligroso, efecto de la propaganda republicana. Por suerte para la reconstrucción de la historia, incluso para quien desee emitir un juicio moral sobre la época, tenemos cientos de datos que recogen ese bellum civile encubierto.

Gil Robles, por ejemplo, levantó acta de la violencia en dos famosas intervenciones en el Congreso de los Diputados. La primera corresponde a la sesión del 16 de junio. Las estadísticas ofrecidas por el jefe de la CEDA todavía impresionan a quien no esté mordido por la propaganda republicana. Después de acusar al Gobierno de ejercer el poder con arbitrariedad y absoluta ineficacia, Gil Robles lee unos datos estadísticos de escalofrío. No entra en los detalles episódicos ni recoge la totalidad del panorama de la subversión de España, pero las cifras son alarmantes:

"Desde el 16 de febrero hasta el 15 de junio de 1936, inclusive, un resumen numérico arroja los siguientes datos: Iglesias totalmente destruidas, 160; asaltos a templos, incendios sofocados, destrozos, intentos de asalto, 251; muertos, 269; heridos de diferente gravedad, 1.287 (...) Diréis, señores diputados, que esta estadística se refiere a un período de agitación y de exacerbación de pasiones, a la que aludía, en su discurso primero en esta Cámara, el señor Azaña, cuando presidía el Gobierno. Podréis decir que posteriormente, al calmarse el fervor pasional y actuar los resortes del Poder, ha venido un instante de tranquilidad para España. Me va a permitir la Cámara que brevemente haga una estadística del desconcierto de España desde que el señor Casares Quiroga ocupa la cabecera del banco azul.

Desde el 13 de mayo al 15 de junio, inclusive: Iglesias totalmente destruidas, 36; asaltos de iglesias, incendios sofocados, destrozos e intentos de asalto, 34; muertos, 65; heridos de diferente gravedad, 230; atracos consumados, 24; centros políticos, públicos y particulares destruidos, 9; asaltos, invasiones e incautaciones –las que se han podido recoger–, 46; huelgas generales, 79; huelgas parciales, 92; clausuras ilegales, 7; bombas halladas y explotadas, 47".[3]

La segunda oleada de datos estadísticos la da Gil Robles en la sesión de las Cortes correspondiente al 15 de julio del 36; en realidad, ésta fue su última intervención parlamentaria. Calvo Sotelo había sido asesinado el día 13. Gil Robles se había salvado de milagro de una muerte parecida al jefe de las minorías tradicionalistas y de Renovación Española. A propósito de una intervención del señor Suárez de Tandil, que anunciaba su retirada del Congreso por el brutal asesinato de Calvo Sotelo, interviene Gil Robles abundando en los argumentos de aquél, insistiendo, una vez más, en el estado de violencia revolucionaria en que el país estaba sumido por la ineficacia del Gobierno. Vuelve Gil Robles sobre los datos del 15 junio, y los completa con otros más recientes:

"Desde el 16 de junio al 13 de julio, inclusive, se han cometido en España los siguientes actos de violencia, debiendo tener en cuenta los señores que me escuchan que esta estadística no se refiere más que a hechos plenamente comprobados y no a rumores que, por desgracia, van teniendo en días sucesivos una completa confirmación: Incendios de iglesias, 10; atropellos y expulsiones de párrocos, 9; robos y confiscaciones, 11; derribos de cruces, 5: muertos, 61; heridos de diferente gravedad, 224; atracos consumados, 17; asaltos e invasiones de fincas, 32; incautaciones y robos, 16; centros asaltados o incendiados, 10; huelgas generales, 15; huelgas parciales, 129; bombas, 74; petardos, 58 (…) Esto en veintisiete días".[4]

Si todavía alguien, a la luz de estos tristes datos, quiere convencernos de que España no vivía una situación de violencia prerrevolucionaria, sino en una república burguesa plenamente asentada en un ejemplar Estado de Derecho, entonces hemos de reconocer que estamos ante una operación de carácter ideológico. Una treta más de lavado ideológico para ocultar la carencia de programa democrático de la izquierda dogmática. Una búsqueda espuria y desesperada de legitimidad a través de la manipulación del pasado.

4. El intelectual es republicano o no es

A pesar del estado de violencia que vivía la nación española, la fuerza de la propaganda republicana consistió en convertir el Alzamiento en un acto singular y único de criminalidad, surgido de la mente perversa de unos pocos, contra una república idílica y pacífica. La realidad muestra lo contrario, que el Alzamiento, el golpe de Estado, surgió en un contexto de violencia revolucionaria generalizada y respaldado por millones de españoles. Sin embargo, los voceros de la propaganda republicana cuestionan la realidad apelando a múltiples formas de engaño. Por ejemplo, un elemento central de esa propaganda consistió en resaltar que los intelectuales estuvieron con el Gobierno de la República. Cuando alguien con sentido común pregunta: "¿Cuántos intelectuales estuvieron al lado de la República?", la respuesta propagandística será: "Todos".

¿Todos? Sí, insistirán sin recato moral los propagandistas: todos los intelectuales estaban con la República, porque quienes no la apoyaron no eran intelectuales. El atributo de intelectual le es negado incluso a quienes estuvieron con la República y sufrieron exilio pero regresaron a vivir en la España de Franco. Creadores como Casona y Dieste, por poner sólo dos ejemplos, fueron más despreciados por los republicanos que por los franquistas, sencillamente, por el hecho de haber regresado a la España de Franco. Algunos, sin embargo, se salvaron de esta agresión, seguramente, por su capacidad camaleónica para caminar por la vida aparentando siempre ser de los buenos. Bergamín fue uno de ellos: regresó en tiempos de Franco, incluso vivió parte de la Transición, pero al final se puso al lado de los enemigos de España. Su féretro fue envuelto en una ikurriña y enterrado por hombres que apoyaban a la banda criminal ETA.

En cualquier caso, la distinción de exiliados de primera y de segunda, en el ámbito intelectual, es otra prueba del excelente manejo de la propaganda en el bando republicano. Tan eficaz que aún hoy algunos defienden la misma perversión propagandística: "Quien no apoyó la República no era intelectual". No les importa que hubiera cientos de intelectuales de acuerdo con el Alzamiento, empezando por Unamuno y Ortega: se les retira los atributos que definen a un intelectual y todo resuelto...

A pesar de la gran mentira sobre los intelectuales de la propaganda republicana, hoy cabe preguntarse por qué muchos de ellos defendieron la República, sin importarles aparentemente la violencia reflejada en los crudos datos aportados por Gil Robles tres días antes del Alzamiento. Sin duda alguna porque muchos, como otros millones de ciudadanos de derecha que se resistían a admitir un golpe de Estado, no querían soluciones militares. Pero quizá sólo podemos entender esta posición si somos capaces de reconstruir el proceso de extrema ideologización, en verdad, de reducción de la cultura a propaganda, de las ideas revolucionarias alojadas en la República.

Para entender en toda su profundidad el verso de Alberti parece, pues, imprescindible comprender un lento, primero, y después muy rápido proceso de desaparición de la autonomía del pensamiento y el arte, desde el fin de la dictadura de Primo y la llegada de la República hasta el comienzo de la Guerra Civil. La República llegó de modo extraño (tanto, que ni siquiera los propios miembros del comité revolucionario esperaban que fuera tan rápida) y peculiarmente "pacífico", pero cambió la conciencia que los propios intelectuales tenían de su participación en la vida política.

El proceso revolucionario iniciado en España en los años 30 fue de tal envergadura que terminó minando la independencia de gran parte de la vida cultural, artística e intelectual. Las ideas fueron sustituidas por la propaganda. Los esquemas revolucionarios terminaron ocultando la violencia sobre la que vivía la República. La desaparición paulatina de la autonomía intelectual y artística para ponerse al servicio de una ideología marca, por otro lado, el ascenso de la propaganda al primer plano de la vida política. Sin ella parece que la política no existe. El pensador independiente, al modo de Ortega, Pérez de Ayala y Marañón, o que forma parte de una elite o minoría dirigente capaz de dirigir e incluso contribuir de modo decisivo a formar una opinión pública organizada, bien a través de los medios de comunicación, bien formando parte de los partidos políticos, bien creando partidos políticos de intelectuales, terminan desapareciendo. En su lugar, el pensamiento y la cultura están puestos al servicio de una ideología o, peor todavía, de un partido político, que se nutre normalmente del importado metarrelato de la lucha de clases. El arte, la cultura, el pensamiento y, en general, las ideas no valían por ellas mismas, sino porque estaban al servicio de otra cosa. Lo decisivo no era el pensamiento, sino la causa revolucionaria a la que servían.

Ese proceso de ideologización y dependencia política –como se decía ya por el año 30, "hay que definirse"– es tan influyente en el bando republicano (sin olvidar que otros se definieron por la defensa del fascismo y del liberalismo) que aún hoy, reitero, nuestro juicio sobre los intelectuales de la época depende del lugar que ocuparon en la República y en la Guerra Civil. Esa época es el comienzo de muchas formas de propaganda contemporánea; por ejemplo, nadie se priva de pontificar sobre la vocación social de la literatura, muchos firman manifiestos como formas de huir del apoliticismo y pocos son los que no van, como reconocen los ideólogos socialistas y comunistas, al "encuentro del pueblo".

Si dejamos aparte el derrumbe de la Dictadura, en enero de 1930, donde ya algunos –por ejemplo, Francisco Pina– vieron con claridad geométrica y, por supuesto, totalitaria que los intelectuales tenían que "poner sus plumas al servicio de unas ideas", tres fechas siguen marcando el devenir de la propaganda izquierdista en el siglo XX: abril del 31 (proclamación de la República), octubre del 34 (revolución) y 1936 (rebelión militar). Todas ellas indican el fin del intelectual y artista autónomo en España y el comienzo de una nueva manera de concebir el pensamiento y el arte que a veces, por desgracia, sigue siendo el canon en ese mundo. La idea de propaganda como arma política, incluso de guerra, hace cambiar la noción del intelectual y del artista, que es propagandista o no es. La propaganda del bando republicano es tan poderosa que transforma e impone a los intelectuales como única tarea el ser propagandistas. Un manifiesto, un poema, una obra teatral tiene una función ideológica de propaganda o no es nada.

El arte convertido en pura propaganda fue, pues, una de las principales armas del bando republicano. Aunque podría citar el Guernica de Picasso, mejor recordaré la tradición propagandística contra el bando nacional reflejada en los carteles de José Renau (que había bebido en las fuentes revolucionarias de la revista Post-Guerra), Luis Seoane, Antoni Clavé, Ramón Puyol, Josep Sala, Ricard Giralt y muchos otros artistas conocidos y anónimos. Nada, en fin, que no sirviese para un fin político determinado podría llamarse arte o pensamiento.

Los carteles gráficos fueron arquetipo de propaganda. ¡De engaño! Ni los poetas consiguieron sustraerse a su fatal atracción. "Es el gran momento para los cartelistas", dijo el poeta Auden en su visita a Valencia en 1937; "y hay algunos muy buenos. Apretujada en una pequeña barca gris, la Junta de Burgos –muy atildados Franco, su calvo consejero alemán, un cardenal y dos moros feroces– tratan de sacar a flote España; un ciempiés verde y fascista ha caído en los colmillos de la trampa de Madrid; en un fotomontaje, un niño, víctima de un bombardeo, está tirado en un campo de aviación".

Así pues, como dijera la voluntaria anarquista Simone Weil, después del 19 de julio, la mentira organizada también existe... Las meditaciones ingratas, según confesión de la propia Weil, sobre esa propaganda son aún hoy escalofriantes. La ocultación del crimen por una extrema ideologización de los revolucionarios republicanos es denunciada por Weil ya en 1936. Después de haber participado en los primeros meses de la guerra como voluntaria en el bando republicano, concretamente en el frente de Aragón, Simone Weil regresa a Francia consternada por lo visto y oído en los campos de batalla y en la retaguardia. La crítica de Weil no se dirige a los comunistas y socialistas, que aplicaban los mismos métodos que Lenin en Rusia durante la guerra civil para imponer la revolución, sino a sus compañeros anarquistas:

"¿Con qué nos encontramos en Cataluña? Por desgracia también aquí vemos producirse formas de coacción, casos de inhumanidad directamente contrarios al ideal libertario y humanista de los anarquistas (...) Aquí se da la coacción militar. A pesar de la afluencia de voluntarios, se ha decretado la movilización (...) Hay constricciones en el trabajo. El consejo de la Generalitat, en el que nuestros camaradas detentan los ministerios económicos, acaba de decretar que los obreros que no produzcan con un ritmo determinado serán considerados como rebeldes y tratados como tales; lo cual significa, ni más ni menos, la aplicación de la pena de muerte en el sector de la producción industrial.

Por lo que atañe a la coacción policial, la policía anterior al 19 de julio ha perdido casi todo su poder. Por el contrario, durante los tres primeros meses de la guerra civil, los militantes responsables y, con demasiada frecuencia, algunos individuos irresponsables, han venido ejecutando fusilamientos sin mediar el más mínimo simulacro de juicio y, por lo tanto, sin que pudiera darse algún control sindical o de cualquier otro orden. Sólo hace algunos días que se han instituido tribunales populares destinados a juzgar a los rebeldes o presuntos rebeldes (...) Por lo tanto, después del 19 de julio, la mentira organizada también existe".

Pensar esa mentira organizada, esa terrible propaganda revolucionaria, fue el principal impedimento que halló Weil para no regresar al frente, según confesó en una extraordinaria carta a George Bernanos. Éste había escrito una magnífica novela sobre España, quizá la primera gran reflexión europea sobre nuestra guerra civil, Diario de un cura rural, que hizo pensar de esta manera a la escritora francesa:

"Abandoné España a mi pesar y con la intención de regresar; más tarde no hice nada, tras decidirlo así voluntariamente. No sentía ninguna necesidad interior de participar en una guerra que ya no era, como me había parecido en un principio, una guerra de campesinos hambrientos contra los propietarios de las tierras y un clero cómplice de los latifundistas, sino una guerra entre Rusia, Alemania e Italia.

He reconocido ese olor de guerra civil, de sangre y de terror que desprende vuestro libro; yo lo había respirado (...) Una última historia; ésta de la retaguardia: dos anarquistas me contaron en una ocasión cómo, con algunos camaradas, habían cogido a dos sacerdotes; mataron a uno allí mismo, en presencia del otro, de un pistoletazo, y luego le dijeron al otro que podía irse. Quien me contó la historia se extrañó enormemente de no verme reír.

En Barcelona las expediciones de castigo mataban a una media de cincuenta personas cada noche (...) Mas las cifras no pueden ser lo esencial en casos así. Lo esencial es la actitud ante el asesinato. Nunca vi, ni entre los españoles, ni tampoco entre los franceses venidos ya para combatir, ya para pasearse –estos últimos solían ser intelectuales tiernos e inofensivos–, jamás vi –decía– a nadie expresar ni tan siquiera en la intimidad una muestra de repulsión, hastío o desaprobación (...) Hombres aparentemente valerosos (...) contaban con una sonrisa fraternal cuántos habían matado entre sacerdotes y 'fascistas' (palabra que se utilizaba en un sentido extremadamente lato). Albergué el sentimiento de que, mientras las autoridades espirituales y temporales sigan estableciendo una categoría de seres humanos al margen de aquellos cuya vida tiene un valor, no hay nada más natural para el hombre que matar".

Si la lectura llevada a cabo por Simone Weil del realista libro de Bernanos, junto a su propia experiencia personal en España durante la Guerra Civil, fueron los principales estímulos para criticar la propaganda republicana de la izquierda, otros intelectuales pasaron por un proceso similar, aunque quizá más dramático, para denunciar el éxito de la "mentira organizada". Nuestro Ortega es el próximo ejemplo.

Ninguna producción intelectual, ninguna personalidad literaria o artística quedó libre, ni al principio ni al final de la guerra, ni al principio ni al final de la República, de ser utilizada demagógica y propagandísticamente a favor de los intereses de los gobiernos republicanos. Valga el caso de Ortega, o sea, el famoso manifiesto de intelectuales a favor de la República que, a pesar de su resistencia, le hicieron firmar en julio de 1936. Su voluntad, junto a la de otros firmantes, fue quebrada de modo torticero. Ortega lo ha contado con elegancia, pero con rigor filosófico. Ni de una ni de otro están sobrados quienes han querido contar este episodio restándole importancia. Un grupo de estudiantes antifascistas se presentaron en la Residencia de Estudiantes, donde Ortega estaba refugiado y enfermo, para que firmara un manifiesto de plena adhesión a la República en armas, que iría encabezado con los nombres del propio Ortega, Marañón y Menéndez Pidal. Ortega, sin embargo, se negó a firmarlo; pero, después de un proceso tenso de discusión, se alcanzó una solución de compromiso, que nunca agradó a Ortega. Se trataba de que aparecieran dos textos: por un lado, uno escueto y de cierta ambigüedad firmado por los tres grandes; por el otro, uno más largo y comprometido, con la firma de los jóvenes intelectuales más implicados en la lucha a favor de la República.

Al margen de cómo se haya contado este triste suceso, lo cierto es que Ortega se sintió presionado y vejado. Más aún, quizá por primera vez en su vida sintió de modo trágico que toda su obra, especialmente su crítica al hombre-masa, no había servido para nada. Su lucha contra la frivolidad intelectual, contra el hombre resentido, había devenido un fracaso en su patria. Permítanme que lo vuelva a recordar, según lo relató el propio Ortega. Fue a propósito de la crítica que hizo éste a Einstein como el mejor representante de un tipo de "intelectual" ignorante, dispuesto a prestar su firma por una causa política aunque ésta fuera injusta.

Ortega y Einstein eran hombres de la misma generación. El alemán era cuatro años más joven que el español, pero los dos murieron en 1955. Mantuvieron relevantes contactos intelectuales y políticos a lo largo de su vida. Algunos autores han destacado que el perspectivismo filosófico de Ortega tiene relaciones importantes con la teoría de la relatividad de Einstein. Ortega, en fin, fue de los pocos filósofos en Europa que muy pronto concedió importancia filosófica a las teorías físicas de Eisntein. Prueba de ello es que, en 1923, dedicó a Einstein un ensayo en su libro El tema de nuestro tiempo, aún hoy relevante para evaluar el sentido histórico e ideológico de la teoría de la relatividad. Es una sugerente interpretación filosófica del sentido general latente en la teoría física de Einstein. El propio Ortega es consciente de su aportación al decir, en el prólogo de la obra: "Creo que, por vez primera, se subraya aquí cierto carácter ideológico que lleva en sí esta teoría y contradice las interpretaciones que hasta ahora solían darse de ella".

Nada de eso, sin embargo, fue obstáculo para que Ortega, en 1937, hiciera de Einstein el ejemplo más sobresaliente de la frivolidad e irresponsabilidad política que caracterizó a los intelectuales de la época. La crítica certera y vital de Ortega a Einstein fue una sabia predicción del comportamiento dudoso, y a veces caprichoso, que más tarde adoptaría Einstein ante la fabricación de la bomba atómica. Ortega estaba en el exilio, en París, y desde allí escribió su crítica a Einstein por firmar documentos de adhesión al Gobierno de la República sin saber lo que pasaba en España durante la Guerra Civil. Lo dejó bien dicho en el 'Epílogo para ingleses', escrito por Ortega en el gélido invierno de 1937, durante su exilio parisino, para complementar la edición inglesa de La rebelión de las masas.

En ese 'Epílogo', magnífica síntesis de los objetivos intelectuales de Ortega, nos reitera que el principal afán de su pensamiento era "hacer notar la frivolidad y la irresponsabilidad frecuentes en el intelectual europeo, que he denunciado como un factor de primera magnitud entre las causas del presente desorden". Ortega estaba acusando muy duramente a los intelectuales extranjeros que firmaron documentos de apoyo a la República sin tener ni idea de lo que estaba pasando. Desconocían, por ejemplo, el dramático suceso por el que tuvo que pasar Ortega en la Residencia de Estudiantes en julio de 1936, cuando le obligaron, insisto, a firmar el famoso documento:

"Mientras en Madrid los comunistas y sus afines obligaban, bajo las más graves amenazas, a escritores y profesores a firmar manifiestos, a hablar por radio, etc., cómodamente sentados en sus despachos o en sus clubs, exentos de toda presión, algunos de los principales escritores ingleses firmaban otro manifiesto donde se garantizaba que esos comunistas y sus afines eran los defensores de la libertad".

Sin duda alguna, la crítica de Ortega sigue siendo actual, o sea filosófica, porque descubre, primero, la debilidad intelectual de quien opina sobre el presente sin conocer la historia y, segundo, desacredita la noble función del intelectual cuando éste se deja llevar por la fascinación del poder. Ortega concluye su crítica sin dejar ninguna duda sobre el intelectual que mejor refleja al hombre-masa de su época:

"Hace unos días, Alberto Einstein se ha creído con 'derecho' a opinar sobre la guerra civil española y tomar posición ante ella. Ahora bien: Alberto Einstein usufructúa una ignorancia radical sobre lo que ha pasado en España ahora, hace siglos y siempre. El espíritu que le lleva a esta insolente intervención es el mismo que desde hace mucho tiempo viene causando el desprestigio universal del hombre intelectual, el cual, a su vez, hace que hoy vaya el mundo a la deriva, falto de pouvoir spirituel".

Un par de ejemplos más serán suficientes para hacerse una idea del poderío de la propaganda republicana, que será usada como arma de guerra en la contienda española. Las reuniones y encuentros entre intelectuales y artistas con el objetivo de propagar las bondades republicanas y estigmatizar a los nacionales fueron también de una gran eficacia para generar sentimientos de solidaridad y ayuda económica a los republicanos. "Sólo quien hace depender su arte y pensamiento de la revolución es un genuino artista e intelectual". Ése era el principal mensaje del II Congreso Internacional de Escritores y Artistas en Defensa de la Cultura (1937), que acogió una ponencia colectiva donde se conminaba a todos los intelectuales a una única labor: interpretar con su arte y pensamiento "el pensar y el sentir de esa juventud que se bate en las trincheras".

En realidad, este congreso fue el resultado final de una extraordinaria labor de propaganda comunista, que tuvo sus inicios en una labor de agitación en revistas y, sobre todo, en varios congresos anteriores, organizados siempre por la ayuda de la Internacional Comunista. El primero fue el Congreso Mundial contra la Guerra, celebrado en Ámsterdam en agosto de 1932, al que asisten Alberti y María Teresa León, quienes organizan en 1933 un recital poético, a beneficio de Socorro Rojo Internacional, donde se muestra explícitamente que la obra es instrumento de una causa política o no es. A Alberti no le dolían prendas por gritar que el arte es tendencioso o nada, incluso estimula un proyecto de "tropas o grupos de agitación para crear teatro de masas". "Teatro tendencioso", en su propia terminología.

El segundo gran congreso es el de agosto de 1934. Celebrado en Moscú, también asiste Alberti, con una intervención voluntarista sobre el futuro triunfo de la revolución, aunque él no trae resultados apreciables de su país, España. Si el congreso se hubiera retrasado unos meses habría hablado con menos melancolía, porque habría presentado a su favor los sucesos revolucionarios de octubre del 34, especialmente los de Asturias, Barcelona y Madrid, originados por la posible entrada de la CEDA en el Gobierno de la República.

El tercero de estos eventos propagandísticos de la Internacional Comunista fue el I Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura: celebrado en París en junio de 1935, marca un viraje léxico y real en la Internacional Comunista que influirá decisivamente en la propaganda española. Ya no se hablará de frente único, sino de frente popular; y, sobre todo, ya no se hablará de revolución sino de antifascismo. Incluso la Asociación de Escritores y Artistas Revolucionarios cambia su nombre por el de Asociación de Escritores y Artistas por la Defensa de la Cultura, y, poco más tarde, por Asociación de Intelectuales Anfifascistas por la Defensa de la Cultura, conocida, al fin, por Asociación de Intelectuales Antifascistas (AIA), que organizadora, en Valencia, el mencionado II Congreso Internacional de Escritores. Sin la influencia soviética, sin el cultivo y cuidado que los comunistas daban a los escritores y artistas, resulta imposible comprender la asistencia de intelectuales famosos al Congreso de Valencia, más tarde continuado en Madrid y Barcelona.

Los comunistas también estuvieron detrás de una revista cultural que consiguió superar el umbral de censura y propaganda impuesto por sus dirigentes. Me refiero a Hora de España. Sin duda fue algo más que un órgano de agitación contra los enemigos. El grupo de liberales que soportaban la publicación, mal llamados "los discípulos izquierdistas de Ortega", consiguieron publicar textos excelentes. Imperecederos muchos de ellos para pensar España. Una experiencia interesante de la que se aprovecharon los comunistas. Aunque Roces oficiaba de censor comunista contra este grupo de liberarles (el bueno de Dieste tuvo que soportarlo incluso en el exilio), los Sánchez Barbudo, Zambrano, Gaya, Gil Albert y otros burlaron su control. Por desgracia, la rentabilidad propagandística de esta experiencia intelectual fue utilizada para alimentar las consignas comunistas. Cualquier cosa, pues, era empleada para la propaganda por el bando republicano. ¡Cómo iba quedar fuera de ese uso una revista de ese corte!

Con los intelectuales y autores pasó lo mismo. Quienes no pudieron exiliarse fueron utilizados de las formas más groseras. El subsecretario de la Presidencia del Gobierno, nombrado por Negrín en Valencia, así lo confirma en sus memorias. Después de referirse a la importancia que tuvo para el bando republicano el "Congreso de Intelectuales" de 1937, cuenta con cierta simpatía, que hoy más parece villanía, cómo fue utilizado por la CNT y por el propio Negrín el bueno de Jacinto Benavente, premio Nobel de Literatura.

"En Valencia la CNT gustaba de protegerle y hacerlo intervenir en los infinitos actos de propaganda, en programas misceláneos que se celebraban en teatros. Probablemente hacía de tripas corazón (...) Don Jacinto quería irse al extranjero. No pocos intelectuales, abrumados por la guerra civil, lo habían hecho. Acudió a su amigo el socialista valenciano Vicente Lacambra, autor de comedias, quien me pidió lograra que los recibiera el presidente Negrín. Les dio cercana cita (...), pero no accedió a procurarle pasaporte para irse al extranjero, temeroso, sin duda, de que, como algún que otro intelectual voluntariamente desterrado, hablara mal de nosotros".[5]

Asoma la oreja José Prat, el subsecretario de Negrín, y después senador socialista en la democracia, al escribir sobre los intelectuales exiliados. Primero dice que fueron muchos, al menos "no pocos", los intelectuales que no apoyaron el Gobierno republicano, pero después, como si no quisiera salirse del guión de la propaganda de entonces, afirma que no se da el pasaporte al pobre Benavente porque puede seguir el camino de "algún que otro" intelectual crítico con la República. Sin embargo, Prat lava su mala conciencia dando un chusco de pan a Benavente, a cambio de crear una Fundación Nacional de Teatro:

"Negrín me encargó que le ayudara discretamente (...) su situación económica era difícil. Conversé con él y le hablé de la necesidad de crear la Fundación Nacional de Teatro (...) Cuidé también de que no le faltara ración de pan ("chusco") de la intendencia de carabineros, ni otros abastecimientos".[6]

5. Conclusión: un chusco para un Nobel

Terrible imagen la de Prat sobre Benavente: un "chusco" para un premio Nobel. He aquí una frase que bien podría resumir la utilización propagandística que hizo la República de la intelectualidad española... Y sin embargo, ahora el Gobierno de Rodríguez Zapatero busca su legitimidad en ese cruel pasado. Algunos analistas políticos, optimistas sin remedio, creen que a los socialistas les saldrá mal la operación de rescatar la Segunda República para legitimar su nadería política. Ojalá tengan razón, por el bien de España, incluido el de los socialistas con sentido común. Yo soy bastante más pesimista. La República fue una inmensa maquinaria propagandística que condujo a la nación hacia su desaparición. La Guerra Civil fue su peor resultado.

Lo más grave es que la mayoría de la población desconoce ese asunto. La nebulosa antifranquista ha hecho olvidar lo fundamental: nos matamos como salvajes. O peor todavía: un sector de la izquierda sigue alimentando el bulo de que sólo una mitad de la población, lo que ellos llaman "la derecha", mató como salvaje a la otra mitad. El mayor fracaso de la historia de España fue la Guerra Civil. Las elites intelectuales y políticas de las últimas décadas son responsables de no haber transmitido a los españoles de hoy ese fracaso. La mayor derrota que pueblo alguno haya podido tener en su historia. Tal analfabetismo histórico y político lo pagaremos. De hecho, ya lo estamos pagando, con un presidente de Gobierno que se vanagloria de la hazaña republicana.

Si a esta situación de miseria moral e intelectual le añadimos un poco de propaganda anticlerical, laicista y cesarista, no nos quepa la menor duda de que, una vez más, el 60 % de la población vivirá asustada por la gente que no representa ni al 40% del electorado. Así de miserable es la situación política de España. La cosa empeorará cuando los aparatos ideológicos del PSOE, que son todos los del Estado, los del Partido y, sobre todo, sus terminales empresariales, empiecen a utilizar los nombres de los intelectuales, artistas y creadores que lucharon a favor del bando republicano. Por supuesto, nadie dirá que esos hombres fueron engañados por la Internacional Comunista, o que otros cambiaron su juicio al visitar España, o que otros rechazaron sus apoyos ideológicos, o sencillamente que la mayoría de intelectuales españoles estuvieron contra un régimen político caótico... No, nada de eso se dirá. Todo será brocha gorda. Indecencia intelectual. Agitación para silenciar la razón.

Propagarán, como decía más arriba, que los intelectuales estuvieron con el Gobierno republicano. Sí, dirán muy ufanos, todos los intelectuales fueron republicanos. El atributo de intelectual le será negado a todo aquel no estuvo con la República... Recurrirán a todo, excepto a decir la verdad. Nunca citarán, por poner sólo unos cuantos ejemplos, a Saint-Exupéry, a Simone Weil, a Ortega. Todos serán rechazados, sí, porque todos fueron explícitos al denunciar que la República también fue cruel. Todos serán rechazados, sí, porque suscribirían lo escrito por Saint-Exupéry al visitar la República: "On tue comme on déboise". Mataban como si talaran árboles.



[1] Javier Cercas, 'Cómo acabar de una vez por todas con el franquismo', El País, 29-XI-2005.
[2] Santos Juliá, Historia de las dos Españas, Taurus, Madrid, 2005, página 259.
[3] José María Gil Robles, Discursos parlamentarios, Taurus, Madrid, 1971, páginas 584 y 585.
[4] Ibídem, página 624.
[5] José Prat, Memorias(primer volumen), Diputación de Albacete, 1994, páginas 229 y 230.
[6] Ibídem.

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comentarios
1
lo que leo es verdad?
Agapito tocapito

Aun flipo con esos continuos tira y afloja de pasados oscuros.......No somos capaces de evolucionar hacia un futuro progresista, defensor del pueblo llanop y no dirigido por actuaciones ideológicas o religiosas?


Me parece mezquino, no solo intentar justificar una ideología o estado on yo que sé cosas sectarias. El hombre nunca evolucionar´ça si no deja de lado sus egoismos, banderas, territorios y religión. No proclamo la anarquía, pero si defiendo la igualdad y las mismas oportunidades, rechazo los odios y rencillas y abogo por la cordialidad y la paz, por las costumbres y no por las banderas, por el razonamiento y no por la imposición............?

2
sectarismo y narcolepsia
jesús

El vocabulario del sr. ateo: "propaganda fascista...creen en el fascio redentor...fascismo imperial catolicista..." Es patético. Defienda sus ideas, muy legítimas, aunque tercamente equivocadas a mi modo de ver, pero por favor no aburra con su jerga al personal. Usted no conoce al profesor Agapito Maestre. Yo tuve la suerte de asistir a sus clases en la Facultad Complutense de Madrid a principio de los noventa. Nunca un profesor me ha enseñado tanto a pensar de forma tan libre y crítica como él.

Leyendo al sr. ateo, y a la vista de la actual política gubernamental, consecuencia directa
del adormecimiento de una sociedad intrínsecamente egoísta y cobarde, reitero la pregunta kantiana: ¿será capaz algún día el pueblo español de salir de su autoculpable minoría de edad?
¿Soy también yo un fascista sr. ateo?








?

3
La propaganda fascista.
Javier Ateo

El Sr. Agapito nos ilumina con algunas perlas su larga justificación del franquismo:

"Porque guerra revolucionaria es, sin duda, la Guerra Civil. Por eso, precisamente, es una guerra tan totalitaria como propagandística."
Según Agapito, resulta que el golpe de estado lo propiciaron los "rojos". Sigue con su justificación:
"Quien mire limpiamente ese lamentable estado de España, ese bellum civile oculto tras la propaganda republicana, difícilmente dejará de ver el Alzamiento como una consecuencia, un efecto, un dato más, de una República violenta y revolucionaria"


Y también nos enseña que los Rojos querían alargar la guerra para hacerla coincidir con la II Guerra Mundial, seguramente debido a la inmensa capacidad premonitoria de los rojos: "las propias autoridades republicanas no sólo preveían que la guerra sería larga, sino que se preparaban, especialmente con este tipo de engaños propagandísticos, para que la guerra fuese dura y larga. Tan larga que algunos dirigentes, cuando todo estaba ya perdido, quisieron alargarla, con la máxima crueldad, para hacerla coincidir con la Segunda Guerra Mundial"


En fin, Sr. Agapito. Que será que franco tenía la razón que nos hizo aprender con sangre en las escuelas, y que usted se creyó. Usted y algunos otros españoles que piensan con las razones del Vaticano y de la monarquía. Que creen en el fascio redentor como garante de las libertades.

La II República perdió una guerra que tuvo su origen en un intento de golpe de estado por completo ilegítimo, y por cuya causa murieron un millón de los nuestros, de los de todos. La II República fué torpedeada por el Vaticano y por los seguidores de las monarquías, que pretendieron recuperar el corralito que siempre han considerado propio. Y lo recuperaron como siempre hicieron: con sangre.

Usted, caballero, no tiene más que una visión parcial y torticera de la realidad. Y es ésta la razón por la que es importante e imprescindible que las nuevas generaciones de Españoles conozcan la realidad, eliminando previamente la propaganda que sobre el particular cuarenta años de fascismo imperial catolicista han impuesto sobre la historia que escribieron como vencedores.

Vencedores como usted.



?

4
Maestro Maestre
jesús

Excepcional, como siempre, Agapito Maestre. Artículos como este contribuyen, sin duda, a hacernos despertar del letargo propagandístico. ¿Será capaz la sociedad española de salir algún de su autoculpable minoría de edad??