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La Ilustración Liberal

América después de Mónica

En los primeros años triunfales de la industria cinematográfica estadounidense, las estrellas de cine eran seres intocables. Entonces la prensa popular divulgaba cultos de personalidad elaborados por pioneros de las relaciones públicas.

La relación de complicidad entre los estudios de Hollywood y los medios de comunicación que suprimían los deslices de actores y actrices comienza a desmororarse a principios de la década de los 20, desde el momento en que las autoridades acusan al comediante Roscoe "Fatty" Arbuckle de asesinar a una mujer después de violarla con una botella de cerveza.

A partir del juicio de Arbuckle, un actor obeso devenido protagonista de un homicidio orgiástico, la vida íntima de las estrellas de cine deja de ser un coto vedado para los periodistas. En el Hollywood de Fatty Arbuckle, la cacería de escándalos se convierte en un negocio rentable para la prensa y para los chantajistas. Entre 1922 y 1925 se suman otros escándalos a la exhibición de sordideces relacionadas con Arbuckle. El más reseñado implica al treintañero Charlie Chaplin, quien se ve obligado a contraer matrimonio con una actriz adolescente, Lita McMurray. Gracias a las relaciones de la familia de McMurray con algunos diarios, la boda secreta celebrada en México se destaca en las primeras planas.

Tras poco más de un año de vida matrimonial, McMurray le presenta el divorcio a Charlot. En la querella legal McMurray afirma que su marido la ha obligado a cometer "perversiones sexuales degeneradas". La más reprobable, según la querellante, es la felación, un acto ilícito en la California de la época, aún cuando lo disfrutaran adultos unidos por el acuerdo mutuo. Como quiera que sea, se distribuyen miles de copias de esta petición de divorcio, reproducida en mimeógrafo bajo la supervision editorial de un tío de Lita McMurray. El documento de 52 folios se vende en las esquinas de Los Angeles, como un grueso tabloide vespertino.

Hoy, no hace falta vender en las esquinas de Washington el Informe Starr y sus anexos de más de 3.000 páginas, el resultado de las pesquisas del fiscal independiente Kenneth W. Starr, las cuales dan pie al juicio de destitución contra el Presidente Bill Clinton. Gracias a la decisión tomada por una mayoría partidista en el Congreso, el Informe está a disposición de todos por Internet y en las librerías del gobierno.

He aquí un paralelo iluminador: Charlie Chaplin y William Jefferson Clinton, hermanados por polémicas sexuales centradas en la felación y en la divulgación de sus desventuras a través de documentos oficiales filtrados a los medios de comunicacion.

En Hollywood, la destrucción de la reputación de Charlie Chaplin marca la muerte de un cuerpo sideral y el inicio de otro "star system". Una nueva constelación vulnerable, escudriñada por los telescopios de la prensa. Ante el peligro, Hollywood aprende a crear estrellas que describen órbitas impostadas, proyectando una luz que oculta los agujeros negros del sistema. Los studios refinan un costoso aparato de publicidad cuya tarea principal es administrar la imagen de las estrellas, evitar la diseminación de escándalos.

Ante la crisis de entrepierna de Bill Clinton, los medios estadounidenses siguen el ejemplo de los cronistas de las desgracias de "Fatty Arbuckle". Salen de cacería en un coto vedado hasta la llegada de los Clinton a la Casa Blanca. Sucede que a lo largo de la posguerra la prensa respetable entierra las noticias relacionadas con la vida íntima de un presidente en funciones, el mismo trato deparado a las estrellas de Hollywood antes del juicio de Arbuckle.

De modo que el affaire Mónica Lewinsky da al traste con el recato guardado hacia las amantes presidenciales desde la década de los 20, aniquila el tabú contra las informaciones en torno a los asuntos privados de un jefe de estado estadounidense. Visto así, Clinton es el Fatty Arbuckle de la presidencia moderna. Desata un fisgoneo mediático sin precedentes en la política de Estados Unidos. Invocando los pronunciamientos hipócritas del periodismo norteamericano, los medios serios recubren su amarillismo con capas de comentario jurisprudente o con las vaciedades fragmentadas de expertos y políticos sectarios. La prensa toda se abalanza sobre el Informe Starr, prodigando los detalles de los encuentros sexuales entre el presidente y la becaria, presentándolos como noticias imprescindibles.

Acto seguido, invocando los mismos pronunciamientos hipócritas de ciertos politicos republicanos, el empresario Larry Flynt le pasa la factura a los enemigos de Clinton. Dueño millonario de la revista pornográfica Hustler (y heroe romántico de una película de Milos Forman en la que sobresalen sus luchas a favor de la libertad de expresión), Flynt se entrega a la investigación de la vida íntima de los inquisidores de Clinton, ofreciéndoles generosas recompensas a quienes le presenten evidencia irrefutable acerca de los pecados sexuales de congresistas e importantes funcionarios públicos.

Flynt revela la historia de adulterios de Robert Livingstone, presidente de la Cámara de Representantes, y precipita la renuncia del diputado. Al divulgar sus hallazgos en torno a las incongruencias morales de republicanos prominentes, Flynt consigue que la prensa respetable se haga eco de las investigaciones de Hustler, las cuales disminuyen la estatura de varios acusadores de Clinton, situándolos al mismo nivel canallesco que éstos le asignan al presidente.

De esa forma, el editor de una ramplona revista pornográfica se erige exitosamente en el fiscal de un grupo de políticos que aspiran a salvaguardar la rectitud tradicional. A esos efectos, Flynt es el equivalente contemporáneo del propagandista contratado por Hollywood para contrarrestar ataques contra las vidas privadas de las estrellas de cine.

Así, en la América de Mónica, Flynt y los medios respetables le dedican a Clinton y a sus enemigos políticos el mismo trato períodistico que reciben figuras célebres caídas en desgracia. Sujetos a las normas que rigen la cobertura de actores de cine y televisión, la proyección de estos personajes en la prensa, junto con las reacciones populares registradas en los sondeos de opinión, evidencian el alcance de la transformación de la cultura política estadounidense, su degradación acelerada por la influencia avasalladora de la televisión.

En efecto, más que cualquier otro hecho de los últimos 20 años, las reacciones que Monicagate ha suscitado nos descubren la fuerza de una metáfora relamida: el presidente de Estados Unidos es hoy el comediante en jefe. De cara a los ciudadadanos, la política se maneja como sucursal de la industria del espectáculo y del entretenimiento;algunos congresistas y un grupo variable de residentes de Washington integran el elenco del situation comedy presidencial. Sin embargo, los espectadores aburridos cambian de canal. Lo demuestran los índices de participación política ( en los cuales descuella la masiva abstención en los comicios) y la ignorancia generalizada sobre los asuntos públicos.

En poco tiempo, Flynt revela la historia de los adulterios de Robert Livingstone, presidente de la Cámara de Representantes, y precipita la renuncia del diputado. Al divulgar sus hallazgos en torno a las incongruencias morales de algunos destacados republicanos, Flynt consigue que la prensa respetable se haga eco de las investigaciones de Hustler, con lo que la estatura moral de varios de los acusadores de Clinton se coloca en el mismo nivel canallesco que éstos le asignaban al presidente. Así es como el editor de una pedestre revista pornográfica se convierte en el fiscal justiciero de un grupo de políticos que aspiraban, según decían, a salvaguardar la moral tradicional. A esos efectos, Flynt es el equivalente contemporáneo del propagandista contratado por Hollywood para contrarrestar los ataques contra las vidas privadas de las estrellas de cine.

Así es como en Estados Unidos Flynt y los medios respetables le dedican a Clinton y a sus enemigos políticos el mismo trato periodístico que reciben otros famosos caídos en desgracia. Sujetos a las normas que rigen la cobertura de actores de cine y televisión, la proyección de estos personajes en la prensa, junto con las reacciones populares registradas en los sondeos de opinión, evidencian el alcance de la transformación de la cultura política norteamericana, su degradación acelerada por la influencia avasalladora de la televisión.

La primera estrella

Más que cualquier otro hecho de los últimos veinte años, las reacciones que el Monicagate ha suscitado descubren la vigencia de una metáfora muy difundida: el presidente de Estados Unidos se ha convertido en... la primera estrella. De cara a los ciudadanos, la política se gestiona como una sucursal de la industria del espectáculo, y los residentes en la Casa Blanca, unos cuantos congresistas y algunos personajes más de Washington conforman el elenco de la sitcom presidencial emitida en vivo y en directo. Lo malo es que muchos espectadores, aburridos, cambian de canal. Lo demuestran los índices de participación política, con una masiva abstención en las elecciones, y la ignorancia generalizada sobre los asuntos públicos.

Ronald Reagan solía decirlo a mediados de los 70: en Estados Unidos la política es exactamente igual al show business. Pero Reagan se quedó corto. En la América de Mónica la representación popular de la política es puro show business, con una única finalidad: complacer a la teleaudiencia. A fin de cautivar un público masivo, la televisión presenta los asuntos de la república como los elementos de un programa de entretenimiento. La televisión ha optado por la trivialización y el desprecio hacia cualquier matiz, rechazando todo lo que pueda rescatarla del puro y simple pasatiempo. Salvando unas cuantas honrosas excepciones, en los espacios "políticos" legiones de cabezas parlantes se limitan a intervenciones fugaces que requieren un simplismo efectista, como el que se refleja en las encuestas de opinión.

Es más, tal y como observa el crítico Neil Postman, la cuña publicitaria televisiva se ha convertido en la forma arquetípica del discurso político en Estados Unidos. La cuña no describe un producto; presenta una imagen idealizada del consumidor de ese producto. No tiene por qué exponer verdades o mentiras, pues su recurso esencial es la apelación emotiva. Su objetivo es lograr que el consumidor se sienta una persona importante, excepcional. A su vez, el anuncio da a entender que cualquier problema tiene una solución rápida y sencilla.

Por consiguiente, la América de Mónica es una sociedad que, en sus discursos públicos, ha decidido prescindir de toda complejidad, y en la que la televisión ha impuesto sus normas estéticas y epistemológicas a la cultura política. Priman los cánones del telediario, donde se reúnen hechos dispares e incongruentes, combinándolos en una supuesta unidad dramática que los despoja de su contexto.

En última instancia, la televisión norteamericana fomenta una opinión desinformada que se hace pasar por un saber racional. Entroniza las formas de una discontinuidad que admite las contradicciones sin considerarlas como tales. Esta discontinuidad explica la incoherencia y la superficialidad de los debates que versaban sobre la conducta del. presidente Clinton. El Monicagate sólo ha despertado interés cuando "entretenía", como cuando se transmite la entrevista terapéutica que Barbara Walters le hizo a Mónica Lewinsky, o cuando emite en vivo las beatificas palabras de Clinton al aseverar solemnemente: "Jamás he tenido relaciones sexuales con esa mujer, Mónica Lewinsky". Son trucos y subterfugios sacados de un monólogo dramático de telenovela, o del personaje menor de una farsa de Mark Twain. El Monicagate también seduce al público al revelar los detalles pornográficos que inspiran la creación de docenas de sitios en Internet consagrados íntegramente a escarnecer a Clinton.

Ocurre que la televisión admite un único juicio de valor: lo maligno es lo que no entretiene, lo que no divierte. La legalidad es algo deseable; la discusión ética resulta problemática; pero ambas son imposibles de reducir a imágenes, soundbites, vibraciones divertidas, que son los medios empleados para dirimir el asunto Lewinsky y sus significados. Lo malo, lo único de verdad intolerable es aquello que aburre.

Mentiras y benevolencia

Para una América infantilizada por la tele, las falsedades que pueda decir una figura pública popular no comportan un problema ético. Clinton se aprovecha de una suerte de dislexia moral muy extendida en la sociedad estadounidense, mucho antes de su elección a la presidencia. Ronald Reagan, que dominaba a la perfección la caja tonta, era un mentiroso compulsivo... adorado por el público. Mintió a los estadounidenses sobre sus hazañas heroicas como jugador de fútbol universitario, su papel como miembro de la tripulación de un avión de combate en la II Guerra Mundial y su trabajo de fotógrafo en los campos de concentración nazi. Mintió sobre sus viajes a Nicaragua y sobre su desenmascaramiento de un nido de agentes del Kremlin en Hollywood.

Cuando se comprobó que Reagan había mentido sobre su trabajo como fotógrafo en los campos de concentración, los sondeos indicaron que gran parte del público no le daba demasiada importancia a aquella mentira, aduciendo que las afirmaciones mendaces del presidente enunciaban una verdad más importante y más seria. La reacción recuerda los sofismas a los que recurren los defensores de Rigoberta Menchú, otra mentirosa descarada, descubierta en este caso por el trabajo de un antropólogo norteamericano sobre su presunta autobiografía. Mejor todavía, guarda bastante relación con los argumentos de los apologistas de Bill Clinton. Y es que la mendacidad se justifica apelando a las verdades trascendentales, ajenas a la moral de los individuos corrientes, que encarnan los presidentes y los premios Nobel de la Paz.

Sin ir más lejos, las encuestas indican que una mayoría de los adultos norteamericanos reconocen que Clinton ha mentido, que es hombre poco de fiar, un adúltero incauto y algo bocazas. A la vez, y debido sobre todo a la buena salud de la economía nacional, ese mismo público lo considera un buen presidente, un jefe de estado dotado de incontables virtudes cuyo derecho a la privacidad se debe respetar. Para los encuestados (instalados en una cultura que exalta lo que aquí se llama non-judgmental, una suerte de tolerancia insípida que critica cualquier juicio moral por su presunta falta de respeto hacia las peculiaridades del prójimo) la relación de Clinton con Mónica Lewinsky es un asunto que sólo le incumbe a la primera dama. Además, tampoco se le puede reprochar al presidente su mitomanía. En el peor de los casos, es un síntoma, el resultado de una "adicción al sexo", cuando no de las bajezas de sus enemigos, o de los genes de un padre alcohólico.

Thomas Jefferson dio por sentado que una prensa responsable que actuara como detector de mentiras de políticos y figuras públicas, servía para educar a la ciudadanía, para mantenerla en estado de alerta contra los saqueos y el pillaje a cargo de los corruptos y los ineptos. Jefferson estaba convencido que una ciudadanía informada sabría indignarse ante las faltas de sus representantes, y jamás se mostraría indiferente hacia las consecuencias de la mentira en la vida pública.

Qué lejos estaba Jefferson de un mundo televisivo que ha acabado suplantando los rasgos más atractivos de la racionalidad pública, en casi todos los ámbitos de la vida estadounidense. Según el historiador Carl Shorske, más que cualquier otra fuerza social, ha sido la televisión la que ha logrado que el norteamericano medio deje de interesarse por la historia convencional, ya que la historia, como no entretiene, carece de utilidad. Lo entretenido es la narrativa dramática, la propaganda de cine astas como Oliver Stone, tan atareados en la deformación del pasado. En la América de Mónica la televisión y la política privilegian el optimismo hueco del anuncio comercial o la nostalgia, esa forma del recuerdo que prescinde del contexto y subraya la emotividad.

Con todo, algunos norteamericanos estudiosos del pasado señalan que el affaire Lewinsky es un episodio de parvulario comparado con los escándalos de la presidencia de Warren G. Harding (1865-1923, presidente entre 1920 y 1923), cuyas desgracias son contemporáneas del escándalo Fatty Arbuckle. Una vez instalado en Washington, Harding siguió divirtiéndose con su amante Nan Britton, madre de su hijo ilegítimo. Mientras tanto, la llamada pandilla de Ohio, los colegas de Harding que ocuparon algunos de los puestos más importantes en su administración, emprenden el saqueo del erario público. Harding se había convertido en el testaferro de un club de depredadores. Cuando se hace público el alcance del latrocinio, dos de los pandilleros se suicidan y Harding pone tierra por medio emprendiendo un viaje oficial a Alaska, donde contrae la pulmonía que le ocasiona su muerte. Un único miembro de la famosa pandilla de Ohio es sancionado y resulta condenado a una breve estancia en la cárcel. Nan Britton, por su parte, escribe lo que fue el antecedente de las confesiones de Mónica, y al igual que Monica's Story, el libro de ésta, consigue un enorme éxito de ventas con el relato de su romance con el difunto presidente Harding, que pronto se convierte en objeto del escarnio de toda la nación.

A Clinton, en cambio, le aguarda un destino benévolo. En un país narcotizado por la televisión, los escándalos relacionados con la gestión presidencial de Clinton, su mitomanía, su oportunismo desvergonzado, no darán lugar al repudio generalizado que merecieron Warren Harding o Fatty Arbuckle, quien, a pesar de salir absuelto, no recuperó nunca su brillante carrera en el cine. Clinton, tras su paso por la Casa Blanca, acabará en un bufete influyente, en la junta directiva de algunas grandes empresas, en Naciones Unidas o, tal vez, en un púlpito evangélico.

Pensándolo en frío, Clinton tiene la madera de un gran predicador televisivo. Es fácil imaginarlo en un papel que le permitiría entretener a los norteamericanos con parábolas extraídas de sus experiencias políticas y con alusiones a sus propios pecados. Así lograría reconciliarse con sus enemigos fundamentalistas, a la vez que daría rienda suelta a su irremediable inclinación por contar mentiras en la América de Mónica.

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