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La Ilustración Liberal

Terror fiscal y corrupción

En vísperas de las elecciones municipales, autonómicas y europeas de junio de 1999, el candidato a la Presidencia del Gobierno por el Partido Socialista, Josep Borrell, dimitió como consecuencia de las informaciones publicadas sobre la corrupción al más alto nivel en la Agencia Tributaria. Los principales implicados, Huguet y Aguiar, no sólo eran las personas de su máxima confianza cuando fue Secretario de Estado de Hacienda y desgajó del Ministerio la Agencia citada, sino que conocía sus inversiones inmobiliarias y financieras. Acosado desde el diario El Pais y por el propio aparato del partido, que nunca aceptó su victoria en las elecciones internas contra el Secretario General Joaquín Almunia, Borrell no hizo al dimitir un favor obligado al PSOE, como podría pensarse, sino que, según los observadores, lo dejó simplemente en la estacada.

En cualquier país europeo habría sido una catástrofe para el partido socialdemócrata, que suele basar su discurso político en la necesidad de pagar altos impuestos como mecanismo igualitario de redistribución de la renta, encontrarse con un candidato a la Presidencia cuyos amigos se dedicaban a cobrar gruesas sumas por inspecciones fiscales que cancelaban o diluían, cuando no inspeccionaban severamente a empresas competidoras de las que pagaban la mordida fiscal. Para mayor ejemplaridad pública, los cientos de millones así obtenidos por los amigos de candidato Borrell eran ingresados en Suiza, por supuesto sin comunicar al Fisco por ellos representado noticia de su existencia. Los inculpados Huguet y Aguiar sólo admitieron el fraude fiscal cometido, que legalmente ya había prescrito. Pero se supo que otros altos cargos de la Agencia también se dedicaban al atraco empresarial y a otras irregularidades en las inspecciones. Y que ellos mismos habían organizado un club de inversiones en Bolsa que aprovecharía la información privilegiada que podían obtener para lavar el dinero negro que cosechaban. Sí, en cualquier país de Europa Occidental hubiera sido catastrófico para cualquier partido socialista encontrarse con un candidato en semejante lío.

En España, no. Después de descubrirse infinitos casos de corrupción institucional durante la larguísima etapa de Gobierno socialista, del Banco de España a la Guardia Civil, de la Cruz Roja al Boletín Oficial del Estado, del Ministerio del Interior a la propia financiación del partido, el PSOE conserva a su líder Felipe González y al mismo grupo dirigente al frente de la organización, mantiene todo el apoyo mediático que tenía cuando estaba en el Gobierno y pese a la dimisión de Borrell ha consolidado y ampliado en las elecciones municipales, autonómicas y europeas, su anchísima base electoral.

¿Habrá que concluir que a los españoles les gusta pagar altísimos impuestos, se divierten cuando les roban y disfrutan votando a unos sujetos que después de predicar la necesidad absoluta de la voracidad fiscal se dedican a llevarse a Suiza en forma de comisión los millones que no cobran a las empresas en nombre de la Hacienda española? Un marciano diría que sí. En esta última citada campaña electoral, que ha coincidido con la campaña de la declaración de la renta, ni un solo partido político ha incluido la Agencia Tributaria en sus críticas. Como fueron los socialistas, en realidad el propio Borrell, quienes la crearon, su discreción es comprensible. Más difícil es entender el escrupuloso silencio del Partido Popular. Mientras en los periódicos se publicaba que dentro de la Agencia Tributaria "todo el mundo sabía" lo de Huguet y Aguiar y que sus sucesores y cómplices habían archivado varias denuncias de los propios subinspectores, el Gobierno decía que se trataba de "un caso de dos personas y de hace diez años" que no podía afectar a la credibilidad ni al buen nombre del Fisco. Y lo que ya resulta de psiquiatra es que ni siquiera Izquierda Unida, defensora de Fidel Castro, de Milosevic y de negociar con ETA, incluyera en sus proyectos de demolición del capitalismo español a la Agencia Tributaria. Tampoco los partidos nacionalistas de derecha, centro o izquierda. Nadie, ningún político dijo nada sobre la corrupción fiscal en toda la triple campaña electoral y hasta se dejó de nombrar a Borrell, seguramente para no tener que hablar de Hacienda. Fuerza es constatar que el fenómeno es raro. Convendría tratar de explicárnoslo.


El nacimiento de un monstruo

Adelantamos nuestra tesis: el terror fiscal en España es tan profundo y generalizado que nadie se atreve a criticar al Fisco: el ciudadano sólo aspira a eludirlo o, si llega el caso, a corromperlo. Pero a su vez, es tan grande la corrupción en el Fisco que sólo puede mantenerse mediante el terror. Como las empresas de comunicación, los partidos políticos, los propios políticos y los periodistas participan en ese pánico, lo han interiorizado hasta el punto de dimitir de su función de vigilar y denunciar a cualquier poder incontrolado y despótico que atropelle los derechos constitucionales. O que utilice el sistema fiscal, por lo demás injusto y confiscatorio, para eventual beneficio de sus inspectores, convertidos en nuevos inquisidores.

Si la tesis parece exagerada, vamos a los argumentos. O mejor: a los hechos. En la década de los 80, en pleno apogeo del poder socialista, Josep Borrell, Secretario de Estado de Hacienda, crea la Agencia Tributaria como un órgano recaudatorio autónomo, es decir ajeno al organigrama del Ministerio. Conviene recordar que la llegada de Borrell al cargo se produce por la dimisión de su antecesor, José Víctor Sevilla, que se negaba a autorizar la creación de unos Pagarés del Tesoro que permitían conservar cualquier suma de dinero negro bajo absoluta opacidad fiscal. El propio Estado amparaba el delito que debía perseguir.

La persecución del fraude fiscal como manifestación típica del execrable sistema capitalista era aspiración y designio de un grupo de jóvenes doctrinarios socialistas convencidos de que el Fisco es la herramienta precisa para la nivelación social, la justicia redistributiva y, en ausencia de Palacio de Invierno, la aproximación posible al socialismo en las sociedades occidentales. El choque de la constatación de grandes bolsas de dinero negro que eluden la presión fiscal y pueden descapitalizar de hecho la actividad económica de un país (peligro verosímil durante esos años ochenta bajo el Gobierno del PSOE) con la subida de impuestos para redistribuir la renta a través del Gobierno, contradicción en la que ha navegado la izquierda durante las últimas décadas, se saldó con una fórmula que permitía la evasión a muchos ahorradores y también a fortunas y a negocios turbios -mediante Pagarés, afros, etc., que pagaban retenciones finalistas, no incluidas en la base imponible-. En contrapartida, se aumentaba ferozmente la presión fiscal sobre las clases medias, las profesiones liberales, los funcionarios y los trabajadores sujetos a nómina y retención, otra forma de atraco fiscal.

Para que este cambio fuera advertido por todos pero no denunciado por nadie se creó la Agencia un poco al margen del Ministerio, con la excusa de que los funcionarios cualificados no emigraran a la empresa privada como asesores fiscales, haciendo que el Estado cobrara lo mínimo y no lo máximo. Los inspectores mantendrían así la seguridad funcionarial pero sus retribuciones serían mucho más altas al depender de un organismo autónomo. Pero esta situación privilegiada requería, en la práctica, de un poder indiscutido que blindase al grupo de inspectores, lo consolidase comoguardia de corps del titular de Hacienda y extendiese su temible prestigio al Gobierno. El mecanismo fue una feroz campaña de terror fiscal, dirigida por Borrell, Huguet, Aguiar y otrosradicales de la Agencia con el respaldo abrumador de los medios oficiales de comunicación y de los medios privados asociados al felipismo.

El símbolo del terror fiscal fue Lola Flores. Como representante de la España eterna, es decir, de la España anterior al PSOE, no sólo fue condenada con una multa de sesenta millones debida a su contumaz incomparecencia tributaria, sino que se convirtió en la prueba fehaciente de que todos, del más alto al más bajo, del más rico al más pobre, del más humilde al más célebre, están bajo el ojo implacable del Fisco Progresista. El hecho de pagar impuestos pasó de molesta obligación ciudadana a obligatoria identificación política. Se comparó a los evasores fiscales con los criminales y los terroristas, se les identificó con la Dictadura franquista, se les convirtió en microbios del pasado a exterminar en nombre del Futuro. La propia Lola Flores pasó de abrir los telediarios en el banquillo de los acusados a contratar galas como "Lola de Hacienda". Se dio también gran resonancia a las inspecciones a Pedro Ruiz o Norma Duval, artistas que no simpatizaban con el PSOE. Se procedió a "peinados fiscales" por profesiones, haciendo hincapié selectivo en algunos periodistas. En fin, se llegó al "peinado fiscal" por pueblos, como el catalán de Campodrón, un diseño de la marca Huguet.

Mientras tanto, las bolsas de fraude fiscal se mantenían, la opacidad fiscal para el dinero negro encontraba todo tipo de abrigos oficiales o particulares, la creciente distancia entre los impuestos por persona y por sociedades obligaba a la traslación societaria de muchas actividades particulares, la presión fiscal crecía imparablemente y con ella, como es de rigor, el paro, que a su vez sólo encontraba alivio en la economía sumergida cuya base era la evasión fiscal. Pero ese circular desastre económico tenía su contrapartida política. En la Agencia Tributaria, el PSOE había encontrado a su policía política, a la Brigada Político-Social del nuevo régimen. Al terror generalizado a la inspección de Hacienda se añadió un discurso político que convertía en enemigos del pueblo no ya a los que no hubiesen pagado impuestos sino a quienes mantuviesen discrepancias con Hacienda sobre sus obligaciones fiscales y, sobre todo, a quienes pusieran en duda la legalidad y la legitimidad de la Agencia Tributaria para inspeccionar durante el tiempo que quisiera, y con el resultado que le pluguiese, a quien le diera la gana.

Para ser eficaz, para alcanzar su meta antes de ponerse a prueba, el terror político debe ser tan aplastante como arbitrario. El terror fiscal en España dio a la discrecionalidad de los inspectores un margen amplio para cometer posibles arbitrariedades. Sólo al comprobar lo que variaba de un inspector a otro el resultado de una inspección se percató el contribuyente de su debilidad y renunció a la lucha por sus derechos. Pocos defendieron ya su inocencia puesto que el contribuyente era ante el inspector, mucho más que en tiempos de la Inquisición o como la policía política de cualquier dictadura, un culpable que debía demostrar su inocencia, tanto en la intención como en los resultados. Que la declaración de Hacienda fuera larguísima, interminable y rigurosamente ininteligible, que dos inspectores, no digamos ya un asesor y un inspector, pudiesen diferir radicalmente en la interpretación de muchos conceptos no acrecentó la indignación ciudadana ante el sistema fiscal sino que acrecentó el temor llevándolo al paroxismo. No solo los particulares, también las sociedades y empresas contrajeron un razonable pavor a Hacienda, que podía acabar con su actividad e incluso con el procesamiento de sus propietarios. La Justicia no suele llegar a tiempo pero, además, ¿qué juez no teme a Hacienda? En los últimos años del poder felipista, Hacienda era para muchos un simple brazo represor del Gobierno. Lo que entonces sólo podía suponerse y ahora empieza a comprobarse es hasta qué punto la arbitrariedad y la politización iban del brazo con una pavorosa corrupción.

Es la propia Agencia Tributaria la que ha suministrado los datos del escándalo al hilo del caso de Huguet y Aguiar, ampliado a otros altos cargos de la inspección en Barcelona y Madrid. Por ella nos hemos enterado de que en Hacienda "todo el mundo lo sabía". Pero ¿qué? Además de la complicidad que suponía el conocimiento de estos delitos desde hace años, ¿qué más sabían todos?

Lo que todos sabían... y callaban

Por de pronto, todos sabían que Huguet y Aguiar se dedicaban a hacerse ricos a través de sus cargos. Que tenían formas de allegar recursos para construir un restaurante de lujo en la zona más cara de Barcelona, que compraban casas caras, que compraban cuadros de firma, en fin, la clase de compras que no se hacen con un sueldo de funcionario. Ni siquiera con los añadidos que proporcionaban los textos en los que se predicaba el más fiero integrismo tributario, porque para mayor ejemplaridad y coherencia del fondo y la forma en este caso, los protodelincuentes eran además teóricos de la presión fiscal.

Se sabía lo de Huguet y Aguiar. También se sabía la relación de ambos con su jefe Borrell, y no sólo por su colaboración política sino por comprar juntos chalés a muy buen precio en una urbanización pirenaica; o por invertir este último a nombre de su esposa en una sociedad de Bolsa que, para mayor transparencia, ni siquiera utilizaba facturas. ¿Homenaje a aquella película tituladaMi hermosa lavandería? Cuando Folchi, el abogado y socio de Javier de la Rosa, fue a declarar en Londres por el caso KIO ya advirtió de que el asunto de Huguet y Aguiar, que habían cobrado cientos de millones en Suiza por sus atenciones con De la Rosa, afectaría a Borrell. ¿Y dentro de la Agencia Tributaria? Pues ahí sí que estaban al cabo de la calle porque hubo denuncias de subordinados sobre las andanzas de Huguet y otros altos inspectores, pero según ha contado el diario El Mundo fueron archivadas por sus colegas de "La Banda del Barril", un selecto grupo de altos inspectores a cuya cabeza estaría la actual consejera de Economía de la Junta de Andalucía, Magdalena Álvarez. Tras estas denuncias se facilitó a los denunciados una "salida honrosa", que consistió en permitirles continuar su negocio a las puertas de Hacienda, en calidad de asesores y conseguidores, es decir de intermediarios en la corrupción.

Luego sí, todos lo sabían. Pero también sabían que no pasaba nada por saberlo. La conciencia de tener un poder omnímodo sobre los ciudadanos, respaldado por el discurso oficial y blindado por el oficioso, así como la comprobación de que los delitos, por graves que fuesen, se lavaban en casa, convenció a no sabemos cuántos altos cargos de la Agencia Tributaria de que es perfectamente posible unir la doctrina de la progresividad ilimitada y la presión fiscal implacable con la práctica del cohecho y la prevaricación al por mayor. Los que no lo hacen será porque no quieren, pero no porque las tentaciones no sean continuas y la posibilidad de tropezar con la Ley, casi nula. El único problema serio que tiene el selecto club de inspectores reclutado en su día por Borrell es que contrataron, vía oposición, y para hacer una parte del trabajo, a una gran cantidad de subinspectores que ahora no admiten cobrar menos por hacer lo mismo que un grupo al que consideran prepotente y corrompido.

De ahí provienen casi todas las filtraciones informativas en la Agencia Tributaria. Se atribuye al presidente del Gobierno, inspector de Hacienda por oposición antes del invento de la Agencia Tributaria, una frase lapidaria sobre los conflictos internos del Fisco español: "El problema es que los inspectores hemos querido cobrar sin trabajar". El escalonamiento de distintos grados laborales y de retribución en la Agencia, en cuya cúpula un grupo de inspectores controla o controlaba hasta ahora toda la organización, se resquebraja por el hecho objetivo de que los subinspectores realizan el 80% de las inspecciones (cifra dada en la denuncia del diputado del PP Manuel Núñez en 1995), por más que los inspectores traten de firmarlas para acreditar una actividad que no realizan. Se calcula que sólo hay unos cuatrocientos inspectores para llevar a cabo su tarea en toda España, lo cual no sólo obliga a incorporar a subinspectores, sino que confiere un grado de aleatoriedad y discriminación, según la empresa y el inspector, que explican el descrédito interno y la pésima imagen externa de la Agencia Tributaria.

Sólo en este año 1999 las denuncias que han llegado a los medios de comunicación habrían hundido en el descrédito a cualquier Ministerio de Hacienda de cualquier país civilizado. Las irregularidades son tantas que no parece posible, después del éxito logrado con el naufragio de la candidatura de Borrell, que dejen de ocupar las páginas de los periódicos en el próximo año electoral. Y es que los problemas son estructurales, tienen una raíz política y ética, y sólo admiten una solución de conjunto que, más tarde o más temprano, acabará con la Agencia Tributaría tal como la conocemos.

Libertad, propiedad, derecho

El problema de fondo es el del Estado según lo entienden los socialistas, como una institución creada no para respetar sino para combatir la libertad y la propiedad. Unos altísimos impuestos, como se han implantado en España durante los catorce atroces años de gobiernos socialistas, se sostienen mediante una temible máquina recaudatoria. Pero es tan fuerte la presión fiscal que acarrea irremediablemente la evasión y es tan omnímodo y arbitrario el poder del Fisco que lleva inevitablemente a la corrupción. Las instituciones se convierten en rehenes de clan es políticos, luego mafias profesionales, que pervierten su sentido y las convierten en una fuente de escándalos. Al situar el cobro de impuestos en los márgenes del Estado de Derecho, crecientemente al margen, la violencia y la corrupción se convierten en los mecanismos naturales mediante los que la Sociedad se defiende del Poder. Porque una sociedad envilecida puede combatir mejor, aunque sólo a corto plazo, a un Poder despótico, envileciéndolo. El caso de los antiguos países comunistas y de muchos iberoamericanos vale por mil explicaciones. El error sería pensar que nuestro país o cualquier otro está libre de estos peligros.

Si una sociedad no se atreve a denunciar los delitos o irregularidades escandalosas que comete quien le priva, en nombre de la igualdad social o de la solidaridad nacional, de la mitad de sus ingresos, muy probablemente acabará refugiándose en el delito o vivirá en esa irregularidad permanente que es la inseguridad jurídica. El actual Gobierno del PP, teóricamente liberal-conservador, apuntó lo primero pero se halla varado en lo segundo. Creó el Estatuto del Contribuyente para limitar la arbitrariedad de las inspecciones y redujo un año el límite de prescripción fiscal, pero es más fácil cambiar de leyes que de costumbres. Al estallar el escándalo de Los Amigos de Borrell, que es el. de la Agencia Tributaria toda, trató de quitarle importancia en vez de tomar decisiones drásticas. Pero ganar tiempo en este caso es perderlo si se quiere afrontar en serio el problema.

A nuestro juicio, mediante un plan cuidadoso y sin necesidad de cataclismos en la opinión pública -de ahí que hayamos prescindido incluso de la catarata de nombres propios que podrían amarillear este ensayo- es preciso acometer la liquidación de la estructura fiscal actual, condensada en la Agencia Tributaria, para sustituirla por otra en la que una presión fiscal más razonable, o sea, menor, sea servida por unos funcionarios respetados y sometidos de verdad al Estado de Derecho. Pero tanto la presión fiscal como la protección de la Ley deben responder, para ser eficaces, a esos principios de respeto a la libertad individual y a la propiedad privada sin los que ninguna sociedad ha alcanzado nunca unos niveles razonables de moralidad pública y de prosperidad material. La alternativa al Estado liberal, limitado y sometido a la Ley, no es realmente el Socialismo. Es una mezcla visible de terror y corrupción.

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