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La Ilustración Liberal

Barcelona en el sueño

Llegué a Barcelona en 1970, sin otra intención que la de encontrarme con un amigo. Treinta y cinco años más tarde, conté en una novela lo que me había pasado:

"Llegué a Barcelona con la intención de encontrarme con él, haciendo un alto en el camino hacia París, y lo encontré, pero también la encontré a ella, la ciudad, en una noche de agosto, con niebla, una niebla irregular, sorpresiva, ajena a la fecha, y en un paseo por los alrededores de la catedral, por el costado de la catedral, en el Barrio Gótico, vi las luces de las farolas del muro envueltas en un vaho tenue, luces en la niebla que nada tenían que ver, que en nada evocaban las luces en la niebla del Dusseldorf de Murnau, unas luces, en cambio, envueltas en una niebla tenue, que yo vi como se ven unos ojos que nos miran, que obligaban a mirarlas como se miran unos ojos que nos miran, que nos llaman en el fastuoso imprevisto instante del descubrimiento, de la revelación. La ciudad y yo, Barcelona y yo, nos mirábamos a los ojos, nos señalábamos cada uno como territorio del otro: caí en su amor y supe que llegaría el día en que viviera con ella".

En 1974, me establecí, me convertí en un barcelonés. Vocacional, no accidental, no determinado por el nacimiento, siempre azaroso, sino por el deseo. "Un barcelonés de Buenos Aires", me definió un periodista.

Pues bien. Los amores no se explican: son. Y no todas las parejas se rompen por falta de amor: las destrozan las insidias, los celos propios y ajenos, los parientes mal avenidos, los prejuicios, cosas que desgastan, socavan, afean. Lo decía Mecano: "No puedo vivir sin ti, y contigo tampoco".

En el momento en que escribo estas líneas, en mi casa de Madrid, a la que aún no me he acostumbrado, en Barcelona tiene lugar una manifestación, encabezada por Jordi Pujol bajo el lema "Somos una nación y decimos basta. Tenemos derecho a decidir sobre nuestras infraestructuras". Pujol cada día se parece más al cabezudo que inventó Boadella, es decir, cada día se parece más a sí mismo. (Boadella, por su parte, acaba de publicar un bellísimo y sincero libro, cuyo título lo dice todo: Adiós Cataluña, y lo leo como si lo hubiese escrito yo mismo). Dice el ex Molt Honorable que él se manifiesta por "dignidad". La dignidad consiste en sostener que a los catalanes nadie les deja hacer su santa voluntad, que es lo que vienen haciendo desde hace muchos años. Y decidir sobre las infraestructuras es lo que ha hecho el Tripartito desde que Maragall entró en la Generalitat, por eso las cosas están así: ERC nunca ha querido el AVE, como no lo quiere ETA en el País Vasco. Lo que pasa es que ETA pone bombas en las vías, o las pondrá cuando toque, y Pérez Carod habla con Zapatero. El AVE, en este caso TAV (Tren de Alta Velocidad), porque el Gobierno local no quiere Alta Velocidad Española y AVC no suena del todo bien, se ha ido retrasando.

Pero claro, es una infraestructura con dos puntas, y una está en Madrid. Va a unir Barcelona con Madrid, pero eso no acaba de convencer a Pujol ni a sus sucesores. Será cuando ellos quieran, y el tren pasará por debajo de la ciudad, aunque se hunda la Sagrada Familia como se hundió el Carmelo; y no será porque no se les haya advertido. Pasará por la ciudad por aquello del tres per cent, tan discutido en el Parlament. La manifestación y el discurso victimista que lo respalda resultan repugnantes.

Esa gente, Pujol, Maragall y compañía, ha venido destrozando la ciudad y el país. Con lentitud, calculando cada paso para que, en un momento u otro, fuese dado con el permiso de los sucesivos Gobiernos centrales. El Titanic que había descripto Félix de Azúa ya está hundido. Barcelona sigue pareciendo hermosa: para eso han hecho la campaña Barcelona, ponte guapa, en la que se adecentaron todas las fachadas pero no se rehabilitaron los interiores de los edificios; diversos cánceres la carcomen por dentro, desde la aluminosis heredada de las alcaldías franquistas de Porcioles y Socias, en las que Pasqual Maragall ya era alto funcionario municipal, hasta la carcoma en las vigas del madera del Ensanche que nadie ha cambiado, aunque con el dinero del ridículo Forum hubiese sido posible: claro que no se hubiera hecho la macrooperación inmobiliaria de Diagonal Mar, de la que unos cuantos se beneficiaron y que justificó, a ojos de las autoridades, la festiva inversión.

Más que nunca, Barcelona es fachada. Es lo que democráticamente, es decir, con más o menos un cincuenta por ciento de abstención cuando se convoca a las urnas, incluso para el famoso Estatut, se le ha ido permitiendo hacer a la clase política. "Para que triunfe el mal, basta con que los hombres de bien no hagan nada", escribió Edmund Burke hace unos dos siglos y medio, y la sentencia se sigue cumpliendo con regularidad suiza. Nos hemos dejado hacer todo lo que el señor Celestino Corbacho, alcalde de Hospitalet y presidente de la Diputación de Barcelona, ha llamado con el mayor desparpajo "reforma identitaria". Él, que nació en Valverde de Leganés, Badajoz, sabrá bien a qué se refiere; y si no, que se lo pregunte al president de Iznájar, Josep Montilla: los dos están integrats o son replicantes. Y es que la reforma identitaria no es nada nuevo, funciona exactamente igual que la Santa Inquisición: si usted se convierte, no sólo no pasa nada, sino que, en su nueva condición, puede llegar incluso a Gran Inquisidor, los ejemplos sobran y los conversos han sido siempre los peores.

La reforma identitaria se inició con la revolución de la escuela pública catalana, a cuya instauración contribuí cuando era progre sometiendo a mis dos hijas a sus mandatos pedagógicos. Pensábamos en una escuela renovada, con grandes contenidos, profundo respeto por las creencias personales de cada uno, es decir, aconfesional, con una libertad de espíritu comparable a la de la escuela tradicional francesa, y los montes parieron un ratoncito catalanoparlante y castellanofóbico, dispuesto a imitar al flautista de Hamelin y llevarse a todos los niños a hundirse en el río de la lengua única: con buen criterio y respeto por el cuento clásico, el pujolismo llamó a eso "inmersión lingüística". Claro que no pudieron con el castellano del hogar, del mío, pero sí con el de otros hogares, voluntariamente travestidos. Lo más curioso de todo ese proceso era la identidad de los maestros encargados de llevar a cabo tal reforma: como se sabe, el de los maestros de escuela nunca ha sido un gremio bien pagado, ni en España ni en ninguna otra parte del mundo, de modo que el magisterio fue una salida profesional para muchos hijos de inmigrantes en Cataluña, andaluces, extremeños y murcianos sobre todo, de modo que venían de familias castellanoparlantes y se hicieron cargo de su renovada personalidad con el mismo entusiasmo que Montilla o Corbacho, pero por mucho menos dinero.

De ahí a imponer el catalán en el comercio, a reclamar selecciones catalanas hasta de canicas, a forzar a la Justicia a expresarse en la lengua vernácula y, en suma, a perseguir el castellano, en la Administración y las instituciones primero, y en la medida de lo posible en la calle, después, había sólo un paso. En el medio, pasaron otras cosas que cuesta creer. Por ejemplo, la fina y discreta selección de inmigrantes: los Gobiernos de Pujol y, después, los del Tripartito han mostrado una marcada preferencia por los inmigrantes que no procedieran de Hispanoamérica y, por tanto, no tuviesen como lengua materna el español. Dieron, pues, ventajas confesionales notorias, y nadie sabe hoy cuántas mezquitas hay en Barcelona, en espera de la grande, la que financiará el rey saudí en cuanto se decida el lugar, cosa complicada a la vista de los precios a los que ha llegado el suelo en la ciudad.

Desde luego, lo que nunca pretendieron los nacionalistas con la inmersión fue una sociedad bilingüe: eso ya existía en la práctica, con o sin franquismo. El bilingüismo fue la excusa ideal para empezar a construir una sociedad monolingüe catalana.

Se les dejó hacer y entraron, ya no sólo en las casas, sino en las cabezas de los ciudadanos. No necesitaban crear una neolengua orwelliana: el catalán era instrumental. Hoy por hoy, el catalanismo se da por sentado en toda la clase política local. Si los demás no lo dan por sentado en el PP, es este partido el que hace todos los esfuerzos posibles por demostrar que no es en absoluto anticatalán, expresándose incluso en la lengua institucional en el Parlament: del PP se esperaba una defensa seria de la cooficialidad del castellano. El profesor Manuel Cruz, con la fina percepción que lo caracteriza, en un memorable artículo titulado "Peronismo a la catalana" y publicado en El País, observó que el catalanismo funciona permeándolo todo, del mismo modo en que funciona el peronismo en la Argentina: invadiendo el conjunto de la vida social, liquidando todas las demás opciones y funcionando como un partido único transversal que ha llevado a que en las elecciones se escoja entre un peronista y otro peronista, sin más alternativa. En la transversalidad está la clave.

No me marché de Barcelona por razones políticas. Después del fracaso del partido político a cuya fundación contribuí, Ciutadans de Catalunya/Ciudadanos de Cataluña, que fue abducido por los dirigentes surgidos del primer congreso, bajo la benévola mirada de alguno de sus promotores, no quedaba gran cosa por hacer en ese terreno. ("Como admirador de prodigios, me maravillan esos fenómenos entrópicos en los que el colapso se produce con tan extraordinaria velocidad. Mérito de Ciutadans y en gran parte de su presidente, Albert Rivera, y de quienes volvieron a votarlo, claro. Y también de su mentor Francesc de Carreras. El jefecillo de la tribu y el anciano médico brujo unieron sus fuerzas y produjeron un colapso extremadamente veloz, digno de figurar en el Libro Guinness de los récords, en el apartado 'estropicios por soberbia y autoritarismo de patio de vecinos', bajo el epígrafe 'Los dioses ciegan a quienes quieren perder'", escribió con entera precisión Lázaro Covadlo en El Mundoedición Catalunya– el pasado 15 de noviembre, bajo el título "El colapso de Ciutadans"). Salvo seguir escribiendo en medios no recomendables. Y eso se podía hacer desde allí. Me marché por razones muy personales, de familia y amor, y con el mismo amor de siempre por esa Barcelona habitada por los productos de la Tyrrell, Pujol & Co, factoría de replicants, tanto como por una mayoría de personas normales, cordiales, afectuosas y convivibles, con las que estoy connaturalizado, como decía Joaquín Costa, pero que se dejan llevar porque la lucha ha resultado ser demasiado desigual y el lavado de cerebro es sumamente eficaz.

Madrid es un lugar del todo diferente de aquél.

En Madrid, la identidad individual es más poderosa que la colectiva. Nadie me impone un modo de ser desde la radio, la televisión y la publicidad callejera. Por eso mismo es más inhóspita, más dura y más verdadera. El síndrome Guggenheim, que podría ser llamado con toda justicia síndrome Barcelona o síndrome Titanic, aún no domina sobre otras enfermedades, pese a la megalomanía de Tita Cervera, contagiada seguramente por los Thyssen, esa familia que nunca obedeció al Estado y que, en cambio, consiguió siempre que el Estado le obedeciera, aun con un ocupante tan duro como Adolf Hitler.

Una de las más grandes tragedias de Cataluña es el predominio de lo colectivo, de la identidad colectiva, sobre lo individual, sobre la identidad individual. No ha sido así por espontánea decisión de los ciudadanos, sino por bien articulado plan de la autoridad constituida, ese nacionalismo que ha sido digno sucesor del franquismo: Boadella explica muy bien en Adiós Cataluña cómo fue el proceso de sustitución de un poder por otro y, lo que es más importante, quiénes pasaron del uno al otro sin siquiera cambiarse de camisa. Lo que me ahorra exponerlo aquí. Tengo la convicción, por otra parte, de que quienes rechazan la idea de España, y hasta la misma palabra España, por identificarlas con el franquismo, no hacen otra cosa que rechazar el predominio de lo colectivo sobre lo individual, propio del régimen de Franco y del actual régimen nacionalista catalán. Pero ni España como idea comunitaria ni Cataluña como zona de gobierno autónomo implican en realidad una identidad colectiva capaz de borrar lo individual: ¡más quisieran! No obstante, en Cataluña se actúa como si así fuera: transversalidad peronista/nacionalista. Hace muchos años, perdí Buenos Aires por lo mismo: imposibilidad de vivir en colectivo.

Es cierto que en el reino del "como si" es posible continuar una vida particular, seguir leyendo y escribiendo y publicando, siempre y cuando uno no se meta con el régimen, como si éste no existiera. No tiene sentido votar cuando hay que elegir entre un nacionalista y otro nacionalista, en una zona donde se han borrado las nociones de izquierda y derecha y todo está orientado a convencernos de que no ser nacionalista es de derechas. Claro que si no coincidir con el victimismo, el odio a España como suma de todos los males posibles, el etnicismo lingüístico, el jacobinismo regional, es de derechas, cualquiera con dos dedos de frente se detendrá a considerar las razones de las derechas y, tarde o temprano, las aceptará. En la intimidad, porque no hay vida pública practicable fuera del nacionalismo.

Si no fuera por los motivos personales que me han traído a vivir en Madrid, me pregunto, ¿continuaría en Barcelona? Sí, sin duda, y en la misma batalla, que con el tiempo iría tomando nuevas formas. Pero ¿y si Cataluña termina en la secesión? Porque no es imposible que eso ocurra. La manifestación que discurre mientras escribo este artículo (ya tengo datos: 200.000 personas con la mayor generosidad, pero eso no importa, porque la gente que no está allí no está en ningún lugar político reconocible y los únicos que cuentan, pocos o muchos, son ellos) lo reclama: la nación, el derecho a decidir (algún ingeniero social ha comprendido que la palabra autodeterminación no colaba). Pueden conseguirlo, por muchos argumentos que se esgriman en contra. Y, en ese caso, habría que irse. A España. ¡Qué absurdo!

Mi padre, que murió hace cerca de veinte años en Buenos Aires, que había nacido en Palas de Rey (hoy "de Rei") y a quien jamás se le ocurrió anteponer la condición de gallego a la de español, no entendería lo que está pasando. Seguramente, con ser un hombre de derechas, no hubiese comprendido la política lingüística de Fraga en la Xunta, tan parecida a la de Pujol y de tan parecidas consecuencias: alimentar al BNG, como la otra alimentó a ERC, que son la verdadera vanguardia independentista. ETA les hace el trabajo sucio a todos. La finalidad práctica de ETA no es únicamente la independencia del País Vasco con anexión de Navarra y aledaños, sino la liquidación de España tal como la conocemos.

¿Por qué me resultaría impracticable vivir en una Cataluña independiente? Tal vez parezca contradictorio, pero la verdad es que en Barcelona aprendí a ser español. Estuve lo bastante cerca y lo bastante lejos de Galicia como para poder vivirla con la adecuada frecuencia y mantener los vínculos familiares. Estuve lo bastante cerca y lo bastante lejos de Madrid como para no engañarme respecto de las relaciones reales entre Barcelona y la capital de España. Hace veinticinco años, cuando se publicó mi primer libro, en Madrid, Jaime Salinas, a la sazón director de Alfaguara y, por tanto, mi editor, me organizó una comida de prensa y, como homenaje personal, eligió un restaurante catalán. Todo fluía con normalidad, pero se estaba incubando el huevo de la serpiente.

Supongo que a muchos vascos y gallegos también les resultaría muy difícil vivir en países independientes, vivir en lugares que, por decisión ajena, han dejado de ser propios, vivir rodeados por una mayoría social que no quiere ser española. Pero tienen el problema planteado, les guste o no, y corren el riesgo de caer en el desastre por omisión.

Entretanto, Madrid, que no tiene mar.