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La Ilustración Liberal

1808: el patriotismo liberal español

La Guerra de la Independencia, iniciada en 1808, dio pie al surgimiento de un movimiento, el patriotismo liberal, que caracterizó el alzamiento contra el invasor como una revolución política para acabar con la tiranía a través de un régimen de libertad. Aquel patriotismo se enmarca en los movimientos patrióticos del siglo XVIII e inicios del XIX, caracterizados por ser levantamientos y protestas contra el despotismo, es decir, reivindicaciones de libertad. Los revolucionarios norteamericanos de 1776, los voluntarios irlandeses de 1778, los patriotas neerlandeses de 1785 o los flamencos y franceses de 1789, entre otros, tuvieron en común la defensa de una "constitución", la garantía de su libertad, frente a la arbitrariedad del poder[1].

El propósito de este trabajo es mostrar las características del patriotismo liberal que surgió con el levantamiento de 1808, así como el vínculo que le unía con la resurrección del republicanismo clásico, que tuvo lugar en el siglo XVIII en Inglaterra y Norteamérica y que pasó luego a la Europa continental. Por último, a modo de coda, se hará referencia a la evolución del patriotismo liberal en el XIX, y lo que ha quedado de él.

Esto no es Esparta, es Inglaterra

El patriotismo tiene su origen en el concepto político de patria que surgió en la Antigüedad. La patria no era, en este sentido, solamente el lugar en el que se había nacido, sino las leyes que lo convertían en un país de hombres libres. Esa patria merecía defensa y sacrificio individual. De esta manera, el patriotismo, el "amor a la patria", constituía una virtud política: un comportamiento guiado por valores cívicos, los de la patria que aseguraba la libertad. Las obras de los griegos Homero, Tirteo, Tucídides, Platón o Aristóteles hacían referencia a ello, así como las de los romanos Cicerón, Horacio, Ovidio o Séneca. El humanismo cívico en el Renacimiento recuperó aquel patriotismo, o republicanismo, idealizando los modelos políticos de la Antigüedad, especialmente el caso de Roma. De esta manera, las repúblicas griegas y romana mostraban la unión entre la libertad y la virtud, así como entre la tiranía y la corrupción, tal y como expuso Maquiavelo en Discursos sobre la primera década de Tito Livio (1531). El pensamiento del siglo XVIII, preocupado por la deriva tiránica de las monarquías, resucitó el republicanismo, o patriotismo, del humanismo cívico renacentista[2].

En la configuración del republicanismo desempeñó un papel decisivo el caso inglés. La pugna entre los whigs, que dominaron la vida política del XVIII hasta 1760, y los tories tuvo como consecuencia un trascendental debate sobre la libertad. El patriotismo inglés se forjó en la oposición al Gobierno del whig Walpole, en el primer tercio del siglo XVIII. Ante las maniobras de aquel primer ministro para asentar su poder, los tories y una parte de los whigs se unieron con el objetivo de que las reformas gubernamentales no acabaran con la Constitución histórica. El periódico The Craftsman, de oposición, defendió entonces que ante la tiranía y la corrupción no debía haber partidos, sino exclusivamente "patriotas". Entre los críticos de Walpole se encontraban John Toland, Matthew Tindal y Daniel Defoe, que sostenía que la verdadera división del país no era entre partidos, sino entre detractores y defensores de la Constitución.

Fue el conservador Bolingbroke el que mejor argumentó la protesta patriótica. Consideraba que Walpole estaba destruyendo la "antigua Constitución" que asentó la Revolución Gloriosa de 1688, aquélla que había establecido una Monarquía mixta y equilibrada. Bolingbroke acusaba a Walpole de desvirtuar el régimen mediante el empleo sistemático de la corrupción, que subordinaba el Parlamento a la Corona y menoscababa la libertad electoral. En su obra The Idea of a Patriot King (1738) decía que lo patriótico era que el Rey y los partidos buscaran el bien general a través del respeto al marco legal e institucional que aseguraba las libertades. El patriotismo expuesto por Bolingbroke consistía, por tanto, en retomar los valores políticos y morales para recuperar la Constitución, hacer imposible el despotismo y resucitar la libertad inglesa.

Era esa forma que en Inglaterra se daba a la libertad lo que resaltaba Montesquieu en El espíritu de las leyes (1748). Sin leyes no había libertad, y sin ésta era imposible la virtud. Montesquieu señalaba que la política y la moral no coincidían, a pesar de lo cual era precisa la convivencia entre la ordenación social y las normas éticas de la comunidad[3]. Unas normas que no podían ser impuestas por el poder político, pues la virtud sólo era posible en libertad. De aquí se inferían tres puntos, que son característicos también del pensamiento del XVIII: la laicización de la moral, la felicidad como fin del hombre y su logro a través de una libertad asegurada por una buena articulación institucional.

A partir de esos tres puntos, Montesquieu establecía tres tipos de gobierno: republicano, monárquico y despótico. Su preocupación, como la de muchos otros pensadores del XVIII, era la pérdida de la libertad a manos del príncipe o de un ministro. La influencia de Montesquieu en este aspecto es muy perceptible. Su definición del despotismo está en la base del patriotismo. La oposición que surgió en las monarquías europeas creía ver en sus gobernantes a hombres que, como había escrito Montesquieu, actuaban con arbitrariedad, al margen de las leyes, fundando su régimen en el temor y la corrupción, sin guiarse por norma ética alguna.

El despotismo, decía Montesquieu, era una atentando contra la naturaleza humana, y empobrecía material y moralmente al hombre, le convertía en un esclavo. El patriotismo era, en consecuencia, la contraposición al despotismo, pues suponía la búsqueda de la felicidad a través de la libertad, para la cual era necesaria la existencia de una virtud política; esto es, del amor a la libertad, a la igualdad. La libertad, y por tanto la felicidad individual y social, se encontraba en un régimen moderado, equilibrado, para el cual era preciso, como ya se dijo, la extensión y conservación de una ética individual, política y social, de una virtud. Sin unos principios éticos que presidieran la vida individual y comunitaria, como ha escrito Carmen Iglesias, la convivencia política sería imposible.

Nosotros, el pueblo de EEUU

La exaltación de la virtud cívica y la búsqueda del bien general que sostuvo Bolingbroke estuvo, en cierta medida, en los planteamientos de los norteamericanos cuando los Gobiernos de Inglaterra, con el apoyo del rey Jorge III, trataron de establecer impuestos sin que las asambleas coloniales los aprobaran. En este caso, la influencia de John Locke, Montesquieu y Rousseau, muy visible en la obra de Thomas Jefferson, derivó en que el patriotismo fraguado en Norteamérica estuviera marcado por tres elementos: la necesidad de la virtud política para conservar la libertad, la concepción radical de los derechos naturales y la soberanía del pueblo.

Los norteamericanos revitalizaron el republicanismo del Renacimiento con una imagen utópica de una república romana habitada por sencillos granjeros-ciudadanos que disfrutaban de la libertad animados por virtudes arcádicas[4]. El republicanismo generado en las colonias inglesas no se refería por tanto sólo a la forma de gobierno, sino que contenía una dimensión moral. Las virtudes se hallaban en su mayor pureza en aquellos granjeros-ciudadanos norteamericanos, los colonos, celosos de sus derechos y de su libertad, que al defender su modo de vida sostenían las libertades de la comunidad. Frente a una Inglaterra corrupta en la moral privada y en la práctica política, el patriotismo de los republicanos norteamericanos se presentó como la recuperación de los valores y principios que ya en la Antigüedad habían hecho posible la libertad.

Los más radicales de entre los independentistas americanos tomaron el nombre de patriotas, término que asumieron como propio los franceses que se alzaron contra la monarquía borbónica, que definían como despótica y corrupta. El mismo Montesquieu había señalado años antes que los reyes de Francia habían roto la "vieja constitución" al prescindir de los cuerpos intermedios, de las instituciones representativas. Esa idea de restablecimiento de la libertad perdida estaba en la Revolución Francesa; ahora bien, sobre un nuevo marco legal e institucional que impidiera el regreso de la tiranía. No obstante, aquel patriotismo de 1789 se convirtió en patriotismo revolucionario, en expresión de François Furet, es decir, en un patriotismo vinculado a una revolución permanente, violenta, totalitaria[5], cuando la definición de los principios que constituían la República, y por tanto Francia, quedaron en manos de los jacobinos.

Patriotismo revolucionario: los jacobinos

El jacobinismo se apropió del republicanismo partiendo, en 1789, de posiciones templadas. Saint-Just, uno de los más destacados jacobinos, pasó de defender la Constitución de 1791, en su obra Esprit de la Révolution (1791), a justificar la dictadura y la guerra. El pensamiento de los jacobinos fue esencialmente político y moral. Robespierre se hacía llamar El Incorruptible porque la virtud, según él, guiaba su vida privada y dirigía sus decisiones políticas. No obstante, la degradación de los principios republicanos, del patriotismo, llevada a cabo por los jacobinos fue enorme: no sólo pretendieron una religión alternativa, sino iniciar una nueva era.

El historiador Crane Brinton aseguraba que el jacobinismo se sostenía en conceptos primariamente teológicos, como pecado, herejía, arrepentimiento o regeneración[6]. Esto convirtió a los jacobinos en trasmisores de una fe cuya apostasía justificaba las ejecuciones y detenciones, es decir, el Terror. La interpretación de las ideas roussonianas permitió a los jacobinos convertirse en dictadores que decidían qué derechos, incluido el de la vida, tenían los ciudadanos. Se trataba de la religión del Estado, que intentaba penetrar en la vida de los ciudadanos, en su conciencia. Era una religión civil que tenía el objetivo de conducir a los hombres a la virtud, lo que suponía subsumir su interés privado en el colectivo, el cual estaba definido por los que controlaban el Estado. El liberalismo inglés y el republicanismo norteamericano defendían el iusnaturalismo racionalista, es decir, los derechos naturales del hombre y su reconocimiento por parte del poder, y esto justificaba la existencia de instrumentos para impedir la arbitrariedad de los Gobiernos: el constitucionalismo, el imperio de la ley, las elecciones libres, el gobierno representativo. En cambio, el jacobinismo y su patriotismo revolucionario consideraban, siguiendo a Rousseau, que el hombre perdía sus derechos al pertenecer a una sociedad, y que era el poder político el que concedía los derechos al individuo. La dictadura estaba servida.

Robespierre ilustraba esta consecuencia con esta sentencia de Rousseau: "El pueblo quiere siempre el bien, pero no siempre lo ve"; sentencia que es el principio de toda dictadura totalitaria. Se perdieron de vista los derechos naturales del hombre y el principio de consentimiento propio de todo gobierno representativo. Robespierre y los suyos se convirtieron en los únicos intérpretes de la voluntad general, y el patriotismo pasó a ser la defensa de los valores con que los jacobinos habían definido la República. Se apropiaron del patriotismo identificando el bien de la patria con el cumplimiento de los principios jacobinos. El carácter defensivo del sentimiento patriótico se reforzó con la guerra, a cuyo impulso dedicaron gran parte de sus esfuerzos, con evidente éxito. La mejor forma de defender la Revolución, es decir, Francia, era extender los principios revolucionarios a través de la guerra. Por eso los jacobinos propagaban eslóganes como "La patria está en peligro" y "Guerra a los reyes y paz a las naciones", o hablaban de "la nación en armas".

La "democracia totalitaria", en expresión de Jacob Leib Talmon, que impusieron los jacobinos fue una auténtica dictadura, en la que un grupo de visionarios trató de construir, utilizando el Estado, una sociedad completamente homogénea. Solamente en los grupos más radicales europeos, totalitarios, el jacobinismo siguió siendo defendible aun después de conocer las cifras sangrientas del Terror[7]. Con todo, el poder propagandístico de los jacobinos y de los enemigos del liberalismo fue tal que se convirtió en sinónimo de republicano, incluso de liberal.

Los reaccionarios españoles solían llamar "jacobinos" a los patriotas liberales. De esta manera utilizaban el temor que la República jacobina había generado para denostar a los liberales, resucitaban la propaganda de la Guerra de la Convención (1793-1795) y les servía para justificar un lenguaje violento contra sus compatriotas que amaban la libertad, anuncio de la represión que se inició en 1814. Los liberales, empero, no construyeron el patriotismo sobre principios jacobinos, aunque utilizaran alguno de sus eslóganes, sino que repitieron el humanismo cívico restaurado en el pensamiento del XVIII, y pretendieron dar forma a un patriotismo propio, original, que a fuerza de español pudiera extenderse mejor entre la sociedad.

A la española

El patriotismo en España no surgió en 1808, evidentemente. Al igual que en el resto de Europa, algunos ilustrados españoles sostuvieron los principios del republicanismo[8]. No obstante, este movimiento ilustrado pujante durante el reinado de Carlos III sufrió el despotismo de Carlos IV y de su valido Godoy. A pesar de esto, el legado de aquellos ilustrados, a cuya luz apareció el grupo de jóvenes liberales, se mostró en 1808. Cuando las provincias se levantaron contra el invasor francés, con unanimidad en motivos y aspiraciones, surgió el bando patriota. Los españoles de provincias respondieron de manera parecida cuando conocieron los sucesos madrileños del 2 y el 3 de mayo, las abdicaciones de Bayona y las órdenes francesas dadas por el general Murat, duque de Berg. La quietud de las autoridades españolas, preocupadas por el orden, siguiendo instrucciones de Fernando VII, irritó a la población. Los alzamientos que se produjeron en toda España tuvieron como objetivo el sacudirse la dependencia francesa tanto como el librarse del peso muerto que entonces eran las autoridades autóctonas, lo que consiguieron a través de la formación de Juntas. El único requisito que exigía el pueblo, soberano en ese momento, para pertenecer a esos gobiernos nuevos era el de ser "patriota".

¿Qué querían decir con "patriota"? Aquellos hombres se referían no solamente al amor a la patria, a la tierra de los padres con todo su contenido cultural, sino a la defensa de las leyes propias, ésas que hacían a la nación independiente y, por tanto, libre. El comportamiento patriótico suponía el sacrificio personal para la consecución de los objetivos colectivos; un sacrificio que sólo era posible por una serie de virtudes cívicas: el amor a la libertad, el deseo de justicia, la solidaridad, la honradez, la integridad. El concepto político de patria, el patriotismo, por tanto, contenía un planteamiento ideológico y una carga moral.

El planteamiento ideológico fue lo que dividió al bando patriota. Los conservadores, o realistas, consideraban que las leyes que hacían de España un país libre e independiente eran sus Leyes Fundamentales, que establecían una Monarquía equilibrada, limitada pero reformable en sentido inglés. Por otro lado, los liberales quisieron aprovechar la guerra contra el invasor para hacer que la revolución que había comenzado en mayo de 1808, culminando con la formación de un Gobierno nacional en septiembre de ese año –la Junta Central–, concluyera por asentar la libertad en leyes nuevas, en una Constitución elaborada por los representantes de la soberanía nacional. Solamente a partir de 1810 apareció otro tipo de patriota, el reaccionario, que a diferencia del conservador y el liberal veía en la guerra un rechazo a la Ilustración y al liberalismo y defendía la monarquía absoluta[9].

No obstante, a la incesante labor de los liberales para propagar el vínculo entre la guerra y la revolución, entendida ésta como la construcción de un régimen constitucional que asegurara la libertad, se sumó su influencia en la Junta Central. El resultado fue que el proceso político se encaminó hacia la reunión de Cortes nacionales, no estamentales, para elaborar una Constitución, no para revisar las Leyes Fundamentales. En esta tarea de ganarse a la opinión pública para crear y asentar el nuevo régimen, los liberales propagaron un tipo de patriotismo adaptado a la sociedad española. No habría liquidación social ni religiosa, sino un historicismo liberal, una explicación de la decadencia, la exaltación de las virtudes republicanas aplicadas a la personalidad del español y a las necesidades de la guerra, y una exaltación de los principios del gobierno representativo.

La decadencia de España

El republicanismo norteamericano del XVIII, llevado por la influencia del neoclasicismo y el peso de una visión muy particular del fin de la República romana, hablaba de la decadencia de Gran Bretaña. La corrupción de las costumbre privadas, decía, conducía a la degeneración de los usos políticos y, en consecuencia, a violar el conjunto de leyes que constituían la patria como un lugar de libertad para el individuo. Tras años de pleitos para restablecer la tradición parlamentaria inglesa, los colonos acabaron definiendo al rey Jorge III como a un tirano, y a los Gobiernos ingleses como despóticos. Sin respeto a la ley no es posible la libertad, y sin ésta, como había escrito Montesquieu siguiendo el pensamiento clásico, no había patria. No le quedaba más solución al patriotismo que la independencia para lograr la felicidad del hombre en libertad.

De un modo similar, el patriota liberal de 1808 consideraba que España estaba en decadencia desde que Carlos V y Felipe II impusieron el absolutismo. Aquellos reyes rompieron la "tradición liberal" de una Monarquía limitada por las Cortes y la Ley. Habían sido trescientos años de despotismo que habían degenerado política y moralmente a la nación, convirtiendo al español en un ser "empobrecido y opreso", según escribía Martínez de la Rosa en 1810. De la corrupción de la política y la falta de libertad, de la traición a las leyes consentidas por la nación, procedía la decadencia. Y al igual que la República romana, la caída española se había producido en el punto culminante de la degeneración política y moral: el reinado de Carlos IV. Blanco White lo expresaba perfectamente en el Semanario Patriótico (06-VII-1809):

"Vino en pos la suma debilidad unida al despotismo sumo, y de uno en otro rey descendió la nación española como de un abismo a otro abismo hasta el profundo de la degradación y la miseria".

Los patriotas liberales interpretaban la historia española como la lucha entre la tiranía y la libertad. De esta manera, frente a los que sostenían los engranajes del despotismo estaban aquellos que habían unido el amor a la patria y el amor a la libertad. Manuel José Quintana fue el primero que rescató personajes de la historia para dar una visión liberal a sus vidas y propósitos, como fueron el comunero Juan de Padilla, Guzmán el Bueno o Pelayo, muy propicios estos dos últimos para ejemplarizar la resistencia frente al "bárbaro", que en 1808 era el francés. Los patriotas liberales, en aquel contexto de guerra contra el invasor, construyeron el panteón de los luchadores por la libertad nacional, propagándolo a través de medios cultos –como la prensa y los folletos– y más populares –como la poesía y el teatro–.

El despotismo de Carlos IV y Godoy había traído la desgracia y la degradación. En ese momento de crisis política completa, Napoleón impuso otro despotismo en el nombre de su hermano José, sin consentimiento de la nación y violando la ley. La arbitrariedad del poder eliminaba la libertad, y sin ésta, dirían Flórez Estrada, Martínez de la Rosa y Agustín de Argüelles, no había patria. Los liberales creyeron preciso sacar a España de la decadencia generada por los dos despotismos a través de un régimen de libertad.

Españoles virtuosos

La guerra convertida en revolución por los liberales requería virtud. El patriotismo era defensivo, y la situación bélica lo propiciaba. Si la virtud política consistía en poseer como guía un conjunto de normas éticas, de valores morales que motivaban al patriota al sacrificio, a la entrega, a la solidaridad, no había mejor conciencia nacional que la virtud para el combate por la independencia. Porque luchar por la independencia era hacerlo por la libertad, según repetían los liberales.

La virtud explicaba la resistencia al invasor, el aguante de zaragozanos, gerundenses y valencianos, el reagrupamiento de los ejércitos de voluntarios después de cada derrota, la no rendición del Gobierno nacional, los esfuerzos por mantener Cádiz. Era una empresa común en la que no había privilegios, porque el patriotismo era el amor a la libertad, el amor a la igualdad, sin distinciones jurídicas, como señalaba el alavés Valentín de Foronda. Por esta razón, los liberales se opusieron a la representación estamental en las Cortes, algo que sí apoyó Jovellanos, pero sin una crítica despiadada de la aristocracia. Se limitaron a identificar los valores morales populares con los típicamente españoles y, en sentido roussoniano, a vincular la moral más pura con el pueblo.

Y como si de granjeros-ciudadanos norteamericanos se tratara, los liberales españoles hablaban del pueblo como la parte "más sana de la sociedad", en palabras de Martínez de la Rosa. El pueblo, ese sujeto político en el que cabían los que no pertenecían a los estamentos privilegiados, se distinguía por su laboriosidad, su observancia de la moral, su lealtad al Rey y su fe en la religión de sus padres. Era la virtud del patriota, alejado de toda corrupción porque el despotismo le era ajeno, siendo capaz de luchar por la libertad de su patria, que era la suya propia.

Si el despotismo había hundido el país, los españoles aún guardaban, decía Flórez Estrada, el amor a la patria, a la tierra y a la libertad por la que eran capaces de luchar, y, según escribió en Introducción para la historia de la revolución de España (1810), "ningún poder es capaz de resistir los esfuerzos de un pueblo cuando le anima el sentimiento de su libertad".

Hacer patriotas

Quintana insistió desde las páginas del Semanario Patriótico en que la recompensa a las virtudes era la independencia, la libertad. Pero el patriotismo requería alimentación y propagación, había que educar al pueblo en el amor a la libertad y a la igualdad. El resultado fue que los liberales dominaron la propaganda bélica con claridad hasta 1810, cuando se reunieron las Cortes en Cádiz, y la controversia política entre los dos bandos patriotas –liberales y serviles– cambió el mensaje. Ya no se trataba solamente de denostar al invasor y reforzar el sentimiento e identidad española, sino de ganarse a la opinión pública para conducir el proceso político en la España libre.

La Constitución de 1812 era la culminación de las virtudes patrióticas, la ley que aseguraba; de ahí que Argüelles dijera: "Españoles, ya tenéis patria". Esta afirmación ha llevado a alguno a decir que el texto gaditano creó la nación española, cuando fue justamente al revés: la nación se dio la Constitución, pasando así de nación de vasallos a nación de ciudadanos. Pero el texto también era un símbolo, el de la supremacía de la nación, que daba sentido a la guerra contra el invasor y que superaba la mera pretensión de restaurar el régimen anterior a 1808. Este aspecto simbólico lo trató de fortalecer el catalán Antonio de Capmany, que propuso que las plazas mayores de todos los pueblos se denominaran "Plaza de la Constitución".

Un régimen liberal no se sostenía, decían aquellos patriotas, con la simple aprobación de un texto constitucional. Era obligado generar un amor a la libertad que evitara regresiones, que detuviera las amenazas absolutistas. Los liberales se propusieron difundir el patriotismo liberal a través de las publicaciones periódicas, los folletos y el teatro, principalmente. Era preciso, escribía Blanco White en 1809, una "educación patriótica", esto es, inculcar a los españoles el amor a las leyes protectoras de la libertad. Aparecieron periódicos de muy buena factura y alto nivel, como el Semanario Patriótico de Quintana, o el gaditano El Conciso –muy popular–; El Tribuno del Pueblo, de Flórez Estrada; el gallego El Patriota Compostelano; la Aurora Patriótica de Mallorca, que dirigió Antillón, o los más radicales El Robespierre Español y La Abeja Española, de Gallardo.

Su empeño en propagar el patriotismo liberal les llevó a defender la libertad de imprenta hasta el punto de ser, tras el reconocimiento de la soberanía nacional, el primer tema de las Cortes en 1810. De igual modo, trabajaron por la restauración del teatro, que se vio interrumpido ese año por el cerco francés a Cádiz, con el propósito de contribuir a la exaltación patriótica. Junto a la prensa y al teatro, los liberales idearon un sistema de instrucción pública, cuya articulación encargaron a Manuel José Quintana. Consistía, entonces, en una auténtica inmersión en los valores del patriotismo liberal como arma para evitar tiranías y favorecer el progreso de los individuos. La educación, había escrito Montesquieu, era imprescindible para el arraigo de la libertad.

Del patriotismo a la superioridad moral

No tuvieron mucho éxito los liberales en la educación patriótica del pueblo; tampoco tiempo. Un mitificado rey Fernando dio un golpe de estado el 14 de mayo de 1814, deshizo lo aprobado por las Cortes, engañó a los conservadores y ordenó perseguir, encarcelar y matar a los liberales. No menos de 14.000 españoles sufrieron la represión fernandina. Era la historia de otro tirano, pero la revolución no había pasado en balde, y muy pronto, aunque sin éxito hasta 1820, se iniciaron los pronunciamientos contra el Rey. Fernando de Borbón se apoyó en los reaccionarios, que poseían una enorme fuerza propagandística, desarrollada desde 1811.

El golpe de 1814 y el episodio del Trienio Constitucional, donde se dieron cita casi los mismos protagonistas liberales de 1808, obstaculizó el desarrollo de un patriotismo liberal que generara la elaboración de un nacionalismo también de raíz liberal. En primer lugar, los reaccionarios tuvieron una gran fuerza y se apropiaron para su propaganda del carácter popular que tuvo la guerra contra Napoleón. La reacción vinculó lo español no con el amor a la libertad, sino con el amor a la tradición, entendida como resistencia al liberalismo y a sus implicaciones políticas. En segundo lugar, el enfrentamiento entre la libertad y la reacción en la primera mitad del siglo XIX dio lugar a que los más radicales se arrogaran la herencia de la Constitución de 1812. El patriotismo liberal se convirtió en un arma de partido, lo que cambió su contenido y desvirtuó su sentido. La apropiación y tergiversación que reaccionarios y radicales llevaron a cabo impidió que el patriotismo doceañista fuera la base sólida e indiscutible del nacionalismo liberal.

El progresismo trasformó el elemento cívico del patriotismo liberal en superioridad moral. Ya no se trataba tanto de buscar la libertad de la patria a través de la virtud republicana como de hacer gala de poseer en exclusiva los valores morales y el amor a la justicia y a la libertad para denostar al adversario. Progresistas como Salustiano de Olózaga, Ángel Fernández de los Ríos o Manuel Ruiz Zorrilla se presentaban como los representantes de la moralidad frente a los moderados y conservadores, a los que mostraban como auténticos paladines de la corrupción y del gobierno contrario al pueblo. Los progresistas derivaban del pueblo la parte más pura de la moral, por lo que ellos eran, como virtuosos, los únicos y verdaderos representantes del pueblo. Si la política debía guiarse por la moralidad, y está se hallaba de forma más pura en el pueblo, eran los auténticos portavoces de éste los que debían gobernar. El resultado era que los progresistas se arrogaban el derecho exclusivo a gobernar.

El progresismo quedaba, entonces, en una superioridad moral derivada de su carácter popular, ejercido en monopolio, que era aumentado por una fuerte dosis de victimismo: nunca se les había dejado gobernar. La visión dualista de la historia y la división de la política en buenos y malos, retrógrados y progresistas, justificaba sus decisiones políticas y su actitud, eximiéndoles de responsabilidad alguna. Los progresistas, y por extensión el pueblo, eran víctimas de los que con sus costumbres públicas y privadas había llevado España a la decadencia –como a la República romana–. La regeneración pasaba, en consecuencia, por el gobierno de los virtuosos, es decir, de los progresistas, cuya moralidad y amor a la libertad y a la justicia devolverían a España al lugar que merecía.

La conversión del patriotismo liberal en superioridad moral hizo que la propaganda progresista convirtiera a sus líderes en auténticos santos laicos, como en el caso del general Espartero. La idealización de sus héroes partidistas se llevó a cabo a través de la prensa, la literatura política, la obras generales y particulares de historia o las litografías. Eran seres dotados de las virtudes republicanas, populares, que hacían de ellos personas extraordinarias. Sin embargo, su suerte había sido siempre negativa por causa ajena. Eran mártires de la libertad. El abuso de esta propaganda metía en el mismo saco a personajes muy distintos, a algunos que sí merecían dicho tratamiento junto a otros cuyas altas virtudes eran pura invención.

El sentido de Estado propio del patriotismo liberal –es decir, guiar el comportamiento y discurso en aras a la consolidación y desarrollo del régimen de libertad– quedó en mero revolucionarismo para hacerse con el Estado. El objetivo del patriota liberal era conservar y avanzar el régimen evitando a la nación las perturbaciones que, según la interpretación clásica de la República romana, degradaban la vida económica, social y política. Todos los liberales del XIX coincidían en que las revoluciones eran un mal remedio, sólo tolerable cuando los males que causara fueran menores que los que haría desaparecer. Era aquello que expresó Cánovas: "Un hombre honesto sólo participa en su vida en una revolución, y eso porque no sabe lo que es". No obstante, el carácter taumatúrgico que los progresistas dieron a la revolución la convertía en el paso imprescindible para hacer política. El progresismo eliminaba así el sentido de Estado del patriotismo liberal, y lo sustituía por el revolucionarismo.

La superioridad moral y la necesidad de la revolución fueron heredadas por el republicanismo y el socialismo españoles. Cuanto más a la izquierda del espectro político se situara, mayor era la apropiación en exclusiva de la virtud cívica. Los republicanos presentaron la República como el régimen de la moralidad y el gobierno del pueblo, frente a la Monarquía corrupta y tiránica. La santificación de sus héroes, verdaderos adalides del republicanismo cívico, estuvo, y está, presente en el republicanismo, que ha creado toda una mitología y santoral en torno a su historia y protagonistas, como es el caso de la república de 1931. Lo mismo ha ocurrido con los socialistas, que han presentado a Pablo Iglesias como al mesías virtuoso, víctima del régimen tiránico, y que en los inicios de la Transición utilizaban el eslogan "Cien años de honradez". El socialista era el hombre moral, honrado, representante de la virtud popular, esos valores naturales, primarios, campechanos, naturales que eran los únicos que podían hacer que funcionara la democracia.

Y si el franquismo se apropió de la patria y de su concepto, vinculando el patriotismo con el apoyo al dictador, la oposición al régimen y, por extensión, la sociedad española exiliaron de su lenguaje tales conceptos. Pasados veinte años de la muerte del dictador se resucitaron dichos términos, al hilo de la aparición en la escena política de la idea del patriotismo constitucional, una expresión acuñada por Dolf Sterneberger y popularizada por Jürgen Habermas. El lema tuvo cierto éxito en la izquierda porque se remitía únicamente a las reglas del juego democrático. No obstante, la expresión ha desaparecido porque el concepto de nación española se ha puesto en cuestión y, en consecuencia, la fuerza política y social, hasta simbólica, de la Constitución de 1978. A esto es preciso añadir el ascenso de otros patriotismos, no precisamente liberales, sino ligados a nacionalismos etnolingüísticos y excluyentes, donde cuenta más el amor a la tierra que a la libertad. Incluso ha aparecido el "republicanismo cívico", reciclado por Philip Pettit, que tuvo su momento cimero al comienzo de la legislatura de 2004. Aun así, y de forma paralela a la desaparición del "patriotismo constitucional", el auge del liberalismo en los últimos años y su presencia creciente en la sociedad civil y en la política apuntan hacia la recuperación de aquel patriotismo que ligaba la nación española y la libertad y que echó a andar en 1808.

Bibliografía

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