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La Ilustración Liberal

Sugerencias de Borges para la historia

En uno de sus libros menos glosados, El "Martín Fierro", Jorge Luis Borges escribió dos párrafos que ponen en cuestión la historia de la literatura y la historia misma.

Hurgando en los antecedentes del célebre poema gauchesco de José Hernández, trata Borges de los predecesores más notables de este autor: Bartolomé Hidalgo, Estanislao del Campo, Hilario Ascasubi y Antonio Lussich, este último autor de estrofas imitadas por Hernández: el poema de Lussich Los tres gauchos (orientales, añade Borges) apareció en Buenos Aires en junio de 1872, el día 14. El 20 del mismo mes Hernández le escribió agradeciéndole el envío del libro. El Martín Fierro se publicó en diciembre de ese año. Fue Lugones, en El payador, quien señaló la filiación en 1911.

Marca Borges diferencias entre ellos: "Bartolomé Hidalgo pertenece a la historia de la literatura; Ascasubi, a la literatura y aun a la poesía". Y más abajo, en el mismo primer capítulo de su obrita, añade: "Lussich prefigura a Hernández, pero si Hernández no hubiese escrito el Martín Fierro, inspirado por él, la obra de Lussich sería del todo insignificante y apenas merecería una pasajera mención en las historias de la literatura uruguaya. Anotemos, antes de pasar al tema capital de nuestro libro, esta paradoja, que parece jugar mágicamente con el tiempo: Lussich crea a Hernández, siquiera de un modo parcial, y es creado por él. Menos asombrosamente, podría decirse que los diálogos de Lussich son un borrador ocasional, pero indiscutible, de la obra definitiva de Hernández".

Lugones, que pertenece tanto a la historia de la literatura como a la literatura, es decir, que, amén de haber escrito una obra meritoria, la más alta en la poesía modernista argentina y una de las más importantes como historiador, en El payador, que en principio no fue un libro, sino una serie de conferencias dictadas por el poeta nacional ante las más altas autoridades del Estado, entendieran o no de qué se estaba hablando, quiso establecer la génesis de la épica gaucha. Y, como todo historiador, empezó a narrar conociendo el final: siempre se narra desde el final, y más en este caso, en el cual, de no haber llegado Hernández, no habría ni siquiera género.

El poeta nacional Lugones inventó el poema nacional al declararlo tal, y lo hizo épico. Como el propio Borges señalaría más tarde, de no haberse fijado el Martín Fierro como libro nacional, otro hubiese sido el destino de la literatura y de la historia argentinas; por ejemplo, eligiendo el Facundo o Don Segundo Sombra, con méritos más que sobrados para ocupar ese pedestal. Sobre todo, el primero.

Sospecho que la queja de Borges, que tenía clarísima la oposición entre civilización y barbarie, tenía que ver con la elección de una epopeya bárbara, cuyo protagonista, a diferencia de otros héroes fundacionales, estaba enfrentado al Estado: no se trataba de que fuese buen vasallo para mal señor, sino de que se negaba al señor. Borges, contra la imagen dominante, fue mucho más hombre de orden que Lugones: el primero, pasado un cierto y muy leve ardor juvenil por una abstracta revolución de la que se alejó rápidamente, acabó diciendo que no comprendía lo que pretendían de él, si nunca había sido antisemita, ni fascista, ni comunista, ni peronista; el segundo tuvo siempre ardores intensos, desde el anarquismo de los primeros tiempos hasta el fascismo militarista del final, cuando anunció llegada "la hora de la espada"; en ambos momentos, y en los intermedios, con abundante teoría.

Hernández acabó por rendirse ante la sabiduría atrevida de Mitre: le dedicó un ejemplar de la primera edición del Martín Fierro, como relata Borges, con una dedicatoria en la que se leía: "Señor General Don Bartolomé Mitre. Hacen 25 años que formo en las filas de sus adversarios políticos. Pocos argentinos pueden decir lo mismo; pero pocos, también, se atreverían como yo, a saltar por sobre ese recuerdo, para pedirle al ilustrado Escritor, que conceda un pequeño espacio en su Biblioteca a este modesto libro. Le pido que lo acepte como testimonio de respeto de su compatriota. El Autor".

Hernández creó al gaucho y Mitre, el pasado argentino.

Pero no es de Hernández de quien pretendo hablar aquí, sino de Borges y de su modo de crearse una preteridad a la vez que armaba su posteridad. Lo que dice sobre Lussich a propósito del Martín Fierro es perfectamente aplicable a los dos maestros que él se atribuía: Rafael Cansinos Assens y Macedonio Fernández. Sin Borges, apenas merecerían "una pasajera mención" en las historias de las literaturas española y argentina.

Cansinos tiene interés historiográfico por sus memorias, escritas con gracia pero sin alcanzar nunca un nivel que a Borges le pareciera valioso. Al margen de ello, habría que estudiar seriamente su modo de vivir el judaísmo, sus relaciones con el senador Ángel Pulido y sus batallas contra el antisemitismo. Tal vez ésa sea la marca más profunda de su presencia en Borges, destacado filojudío y convencido antinazi (como casi todo el grupo de Sur, empezando por la propia Victoria Ocampo), si es que el proceso no fue a la inversa y el acercamiento de Borges a Cansinos no se debió, precisamente, a su condición de judío.

Macedonio Fernández es un caso de sobrevaloración que raya en lo patológico y que se inicia en el desmedido elogio de Borges a una obra dispersa, vanguardista, es cierto, pero sin una trascendencia que justifique su lugar al sol en la historia de la literatura argentina. Ese elogio llegó considerablemente tarde, y la mayoría de los argentinos de mi generación vivimos como una culpa el olvido de Macedonio. Recuerdo que un día, en mi adolescencia primera, le pregunté a mi padre quién era, a su juicio, el mayor poeta argentino, convencido de que iba a nombrar a Borges, a Lugones o a González Tuñón: en cambio, nombró a Macedonio Fernández, de quien yo jamás había oído hablar. No había ningún libro suyo en casa, de modo que me dediqué a pasear por las librerías de viejo de la calle Corrientes, cuyos libreros lo sabían todo acerca de todo lo que en el mundo se hubiese impreso. Comprobé que yo no era único en desconocer ese nombre. Después, en los años sesenta, que fueron los del boom de la literatura nacional en la Argentina, la Editorial Universitaria de Buenos Aires (Eudeba) y, posteriormente, cuando la dictadura de Onganía echó de allí a Boris Spivakov, el Centro Editor de América Latina, que él creó, empezaron a publicar a Macedonio. Y hasta apareció la revista cultural Macedonio, que restauró a consagrados y promovió a noveles con buen criterio.

Fue entonces, a mediados y finales de los sesenta, cuando, junto al marxismo y el psicoanálisis, creció la figura mítica y yo me puse a leer el Museo de la Novela de la Eterna y los Papeles de Recienvenido, amén de incontables antologías. En los setenta, Corregidor editó la Obra Completa en varios tomos. Y en España hay una edición del Museo, a cargo de Fernando Rodríguez Lafuente, publicada por Cátedra. No encontré nada que justificara la enorme celebridad ni que me resultara importante para mi actividad literaria.

Lugones cubrió a Hernández con el manto de su celebridad, y Borges hizo lo propio con Macedonio. De ese modo, el poeta nacional del primer tercio del siglo consagró el poema nacional, y el poeta nacional de la segunda mitad del siglo creó un escritor llamado Macedonio Fernández que ha alcanzado relevancia internacional y de cuya existencia nadie se hubiera enterado de no ser por el discípulo.

La historia, como las historias, se escribe siempre desde el final, decía más arriba. Nadie puede controlar su posteridad. Sócrates y los muchos bardos que fueron Homero son la primera prueba en ese sentido. El enorme talento y los desvaríos políticos de Lugones tendrían hoy un brillo mayor de no haber engendrado el poeta a un hijo homónimo que pasó a la historia como jefe de policía e introductor de la tortura con electricidad. Tengo para mí que fue esa desviación filial, y no el amor contrariado con Emilia Cadelago, lo que lo llevó al suicidio en 1938, convencido de que nadie lo iba a perdonar. Pero la posteridad, a veces, es más generosa de lo que Lugones suponía. Hace poco he releído algunos de los relatos de La guerra gaucha y comprendí lo que no había visto en la adolescencia: que hay un Lugones hernandiano, responsable de haber impuesto a los demás el Martín Fierro sólo por lo mucho que le había afectado a él, y acabé preguntándome si Hernández no existiría gracias a Lugones, tal y como, gracias a Hernández, existen Hidalgo, Ascasubi y Lussich. Recordé que la obra de Lugones había dado lugar a una película, igualmente llamada La guerra gaucha y dirigida por Lucas Demare, en la que el papel protagónico era el del capitán Miranda, encarnado por Francisco Petrone, precisamente, el gran Martín Fierro del teatro.

Borges quiso darse unos antepasados poco competitivos, entre otras cosas, porque detestaba la obviedad, pero al final creó dos poderosos fantasmas en los que los lectores creen encontrar valores que no existen, maravillas estéticas que están ausentes y grandes historias que distan de ser tales. El efecto de su índice apuntando a Cansinos y a Fernández no fue el mismo que en el caso de Hernández: Hidalgo, Ascasubi y Lussich, pese a las diferencias establecidas por Borges, pertenecen los tres a la historia de la literatura; en cambio, se siguen haciendo serias tentativas de incorporar a los otros a la literatura. Y, como el pasado está en permanente transformación, es probable que al menos Macedonio Fernández –Cansinos es más difícil de vender– permanezca durante mucho tiempo como el precursor de Borges.

Más que nunca se hace evidente en este caso que la historia no es una sucesión de acontecimientos, sino un relato, y un relato que se modifica cada vez que se repite.