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La Ilustración Liberal

El retorno de una economía deprimente

La concesión del Premio Nobel de Economía a Paul Krugman fue una mala noticia; no porque contribuyera a hundir más la credibilidad de ese galardón a la hora de diferenciar entre buenas y malas teorías económicas, sino porque posibilitó que se empleara el inmerecido prestigio que aún posee para justificar políticas calamitosas contra la crisis. En ningún momento fue un premio al avance de la economía como ciencia, sino relacionado con la política y la propaganda.

Reflexiones que no deberían haber gozado de predicamento más allá de la grey ya convencida sobre las bondades del keynesianismo se han convertido en diagnósticos y recetas con el marchamo de válidas. Poco importa que tres premios Nobel de años anteriores hayan mostrado abiertamente su disensión con las ideas de Krugman: haber sido agraciado con el galardón en año de crisis –aun cuando sea por aportaciones que nada tienen que ver con el campo monetario– parece otorgar una credibilidad reforzada.

Obviamente, parte de esas reflexiones que gozan de una especial notoriedad son las que toman el formato de un libro, especialmente si se trata de un libro sobre la crisis. Hace unos meses se publicó en nuestro país El retorno de la economía de la depresión y la crisis actual, la obra con que Krugman pretende que lleguen al hombre de la calle sus dos propuestas fundamentales: más gasto público y más regulación.

En realidad, el libro sólo se ocupa de forma muy accesoria sobre la crisis actual, ya que se trata de un trabajo escrito a finales de los 90 sobre las recesiones internacionales acaecidas durante esa década; se le han añadido un par de capítulos (50 páginas sobre 200) para actualizarlo con los últimos acontecimientos. Lo único salvable, por tanto, es la panorámica histórica que ofrece: un recopilatorio accesible de la cadena de crisis mundiales que se produjeron desde el desmembramiento de la Unión Soviética (Iberoamérica, Japón y Asia). Su lectura no permitirá al lector acceder a la verdadera causa de esas crisis, pero, gracias a una narración bastante clara y comprensible (pese a la pésima traducción), tendrá resumidos algunos datos básicos: aprenderá de manera muy sesgada e incompleta algo de lo que pasó –al modo en que se lo contarían los telediarios: omitiendo lo esencial y destacando lo auxiliar–, pero sabrá por qué pasó.

Al fin y al cabo, cualquier lectura de la historia con las gafas keynesianas está destinada a confundir causas con efectos, o a no prestar atención a los factores determinantes de un ciclo económico. En el caso de Krugman, la tesis es simple: la desregulación financiera permite que los agentes económicos asuman riesgos extraordinarios para obtener elevadas rentabilidades, pero este comportamiento les hace sucumbir ante el menor pánico económico (fundado o infundado) que se les presente. Dado que en un mercado libre esos pánicos se realimentan por el comportamiento gregario de los inversores, la inestabilidad del capitalismo obliga al Estado a intervenir para reactivar la actividad y devolver la confianza. ¿Cómo? Con políticas monetarias o fiscales expansivas (bajando tipos de interés o incrementando el gasto público).

Las crisis, en este sentido, no son períodos inevitables durante los que se deben purgar las malas inversiones previas (por ejemplo, en España, la burbuja inmobiliaria y todo el entramado empresarial que sobre ella se construyó debe liquidarse y redirigirse a otros usos), sino pánicos irracionales del mercado evitables mediante una buena regulación; la misión del Estado, por tanto, es restaurar la confianza mediante elevadas inversiones públicas para que la economía continúe creciendo desde el mismo punto en que se produjo el frenazo.

Por tanto, la política óptima para prevenir las crisis consiste en hiperregular todo el sector financiero ("Todo aquello que deba ser rescatado durante una crisis [sic] porque desempeña un papel esencial en el mecanismo financiero debe estar sujeto a regulación cuando no hay crisis, para evitar así que incurra en unos riesgos excesivos"), y la óptima para facilitar las recuperaciones pasa por recurrir al dispendio público ("Dejemos que el gobierno pida prestado el dinero y utilice los fondos para financiar proyectos de inversión pública –si es posible, en objetivos buenos, pero ésta es una consideración secundaria").

El inconveniente de estas prescripciones es que se basan en modelos del todo irreales y sin verosimilitud alguna. Krugman intenta explicar cómo salir de las crisis comparando la situación económica de una economía capitalista con la de una cooperativa de canguros; sólo hay un problema: en el modelo de cooperativas de canguros que expone es imposible que haya crisis económicas, porque ni siquiera existe el concepto de inversión. ¿Y qué es una crisis económica sino una acumulación de malas inversiones?

Sin una buena teoría es imposible comprender las complejas y diversas relaciones económicas que se registran durante una crisis. Y Krugman carece de ella; de hecho, a día de hoy la única teoría con fuerza explicativa suficiente para dar cuenta de los ciclos económicos es la desarrollada por la Escuela Austriaca (esto es, Ludwig von Mises, Friedrich Hayek y, desde España, Jesús Huerta de Soto), pero aquél la desprecia, sin comprenderla, tachándola de "teoría de la resaca".

La Escuela Austriaca explica que las crisis son fruto de auges previos artificialmente inducidos por una expansión crediticia acometida por un sistema bancario privilegiado por el Estado, especialmente a través de la institución del Banco Central. Las recetas contra la crisis son precisamente las opuestas a las de Krugman: facilitar el ajuste liberalizando los mercados (para eliminar rigideces) y reduciendo el tamaño del sector público (para generar ahorro con el que financiar el ajuste).

Pese a la irrelevancia de las teorías de Krugman para entender cómo funcionan o dejan de funcionar las economías modernas, el Nobel no vacila en elevarlas a la categoría de instrumento analístico esencial para comprender las crisis y prescribir los remedios adecuados. Tampoco le detiene que las políticas que ese absurdo modelo recomienda para superar las recesiones –bajar impuestos sin reducir el gasto público o aumentar el gasto público sin hacer lo propio con la recaudación– hayan fracasado siempre y en todo lugar. El propio Krugman se hace eco de dos sonoros fiascos que parecen echar por tierra su entusiasmo despilfarrador: la rebaja fiscal de Bush a principios de 2008 y el enorme paquete de gasto público japonés durante la crisis nipona de los 90. Ninguna de esas dos medidas keynesianas sirvió para nada –salvo para agravar aun más la situación–, pero Krugman busca una rápida justificación a por qué no funcionaron: Bush no incurrió en un déficit lo suficientemente "ambicioso" ("El estímulo era escaso, y solamente representaba el 1% del PNB. El siguiente plan debería ser mucho más ambicioso; por ejemplo del 4% del PNB"), y Japón no gastó lo suficientemente rápido ("Hay motivos para creer que estimular la economía por medio del gasto público funcionaría mejor en Estados Unidos de lo que en Japón a condición de que se haga cuanto antes"). Ni la teoría ni la práctica acompañan al Nobel, pero el sectarismo ideológico sí le sirve para promocionar sus palabras.

Y es que, al final, a Krugman sólo le queda ideología. Por eso estoy de acuerdo con él cuando señala que "los únicos obstáculos estructurales importantes para la prosperidad del mundo son las doctrinas obsoletas que pueblan la cabeza de los hombres". La doctrina keynesiana que ha cegado a Krugman tiene un amplio arraigo histórico y siempre ha engendrado lo mismo: pobreza y servidumbre para los pueblos que la han padecido. Esperemos que las ideas de este Nobel obsoleto no se conviertan hoy en un obstáculo para la prosperidad del mundo.

Paul Krugman, El retorno de la economía de la depresión y la crisis actual, Crítica, Barcelona, 2009, 204 páginas.