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La Ilustración Liberal

La sociedad abierta y sus nuevos enemigos

Diez años son muchos y no son nada. Es un largo recorrido si estamos hablando de editar y mantener una revista en España, máxime si es de pensamiento y no sobrevive de las subvenciones públicas. Más aún si no se casa con el poder, lo detente quien lo detente. Yo tengo la suerte de no ser editor, pero mi experiencia al frente de think-tanks me permite imaginarme el esfuerzo que ha debido de costar el sacar adelante La Ilustración Liberal de una manera tan honrosa.

Pero, al mismo tiempo, diez años no son nada cuando uno mira el camino que todavía queda por recorrer. Entre nosotros, las instituciones culturales han estado, por lo general, dominadas por el pensamiento de izquierdas, lo que, unido a un cierto complejo histórico de la derecha, ha llevado a que España sea una zona libre de ideas en el ámbito conservador o conservador-liberal, como se prefiera. Es más, cuando ha surgido algún que otro gurú en las filas de la derecha política, se ha afanado en construir un pensamiento tan absurdo como inútil bajo la etiqueta del conservadurismo progresista o amable.

Afortunadamente, la España de comienzos del siglo XXI no es ya la de hace dos o tres décadas, y creo no equivocarme si digo que en la España actual existe por primera vez un movimiento conservador relativamente articulado que vive y se expresa al margen de los partidos políticos, pero que es de naturaleza política. Un buen ejemplo es esta revista, pero no sólo. También está el periódico on line Libertad Digital, o su cadena de televisión digital. Y junto a ellos, otras muchas y variadas iniciativas.

Esta variopinta red ha permitido no sólo retar la cultura o cultureta dominante, sino marcar los límites de lo que es y no es aceptable en, digámoslo así, el centro-derecha español. Dicho de otra manera, no sólo ha sido el azote del socialismo y el izquierdismo español, sino el dique de contención de esa corriente acomplejada que únicamente aspira en la derecha a ser la versión conservadora del PSOE y sus aliados.

Sólo por eso ya merecería un reconocimiento histórico. Desgraciadamente, no vivimos hoy en día en momentos de celebración. El progresismo se ha instalado en el poder y en una sociedad confundida, perezosa y débil que, en ausencia de auténticos líderes, opta por huir de sus responsabilidades. Es nuestra obligación moral combatir este estado amoral y atónico en el que nos encontramos.

Tres son nuestros principales enemigos. En primer lugar, la crisis económica mundial ha resucitado a todos aquellos descontentos con la caída del Muro y el triunfo del capitalismo, perdidos durante años en los vericuetos del cambio climático y el conservacionismo. Con un sistema financiero en crisis, se han apresurado a anunciar la muerte del capitalismo y la necesidad de recrear un sistema en el que prime el intervencionismo estatal, la injerencia gubernamental, la regulación extensiva y el control intensivo.

En realidad, lo que plantean al filo de la crisis es algo mucho más grande y profundo: es una sociedad en la que las instituciones públicas hurten al individuo su responsabilidad y, por tanto, su libertad. Ese es el transfondo social, ético y político de sus propuestas económicas. Y por eso hay que enfrentarse a ellas. No es sólo que sus recetas para salir de la crisis la agudicen, que lo harán; no es sólo que el gasto acabe siendo deuda y no estímulo: es que, por querer eliminar el riesgo, están dispuestos a poner fin a la iniciativa privada. De ahí que el discurso de la responsabilidad del individuo, la defensa de la libertad de asumir riesgos y equivocarse, sea una bandera que tiene que estar arropada por una auténtica ofensiva intelectual.

En segundo lugar, y en otro plano, se encuentran aquellos gobiernos que, descontentos con la distribución de poder en el mundo desde finales de 1989, aspiran a un nuevo ordenamiento que les sea más favorable. Nada nuevo bajo el sol, puesto que eso ha sido la esencia de la historia internacional; pero lo grave en este caso es que esas potencias o naciones revisionistas tienen algo en común: son regímenes autoritarios y no democráticos. Estamos hablando esencialmente de Rusia y de China, aunque también les siguen, a gran distancia, los populismos bananeros de Chávez, Evo y compañía.

Cada cual por sus razones particulares, quieren retar el orden democrático que salió triunfante de los años de la Guerra Fría; cada cual presenta un modelo social y político distinto, aunque esencialmente anti-liberal. Así, la Rusia de Putin fundamenta su poder en una especie de mafiocracia que entiende la política como la compra-venta de favores y que no para en barras a la hora de eliminar los obstáculos que se crucen en su camino. China –sus dirigentes, por supuesto– está convencida de que puede asegurar su crecimiento y prosperidad sin relajar un ápice el férreo control político del Partido Comunista, que, aunque ya no sea comunista, sigue aferrado brutalmente al poder. Estaríamos hablando de un capitalismo de estado, en el que la libertad queda limitada al mercado y éste se encuentra dirigido generosamente por las autoridades políticas. En cuanto al llamado "socialismo del siglo XXI", acuñado en la Venezuela de Hugo Boss Chávez, no hay que darle más vueltas: es lo mismo que el socialismo de los siglos XX y XIX: pobreza, corrupción y decadencia. Y si logra tener seguidores se debe en parte a que el dinero del petróleo oculta de momento sus terribles consecuencias. Y porque todavía queda suelto mucho anti-americano que está dispuesto a comprar la tontería de turno si con ello se siente más a gusto y cree que hace daño a los Estados Unidos.

El reto que plantean estos regímenes es que, en un mundo occidental donde ha desaparecido la ideología de la libertad, en lugar de juzgarlos por lo que son, regímenes totalitarios y antidemocráticos, se los quiere ver, entender y hasta justificar como el producto y la expresión del normal juego del poder, de la geopolítica o la geoestrategia. Pro no lo es, y sería un grave error por parte de los conservadores y liberales de buena fe caer en esa concesión. Se podrán o no podrán cambiar con los instrumentos que tenemos, pero una cosa es clara: no son como nosotros, ni queremos acabar pareciéndonos a ellos. De ahí que sea imprescindible mantener viva la llamada "agenda de la libertad", el horizonte de transformación democrática universal y, por supuesto, el diálogo y la ayuda a los disidentes de estos regímenes, pues sin ellos no habrá cambio posible. En el caso de España, por razones que todos conocemos bien y que no es necesario recordar, el caso cubano es paradigmático. Mientras que el socialismo en el gobierno y el izquierdismo en la calle apoyan la dictadura, nosotros tenemos que defender a los disidentes. Y es nuestro deber denunciar el abandono por parte de nuestras autoridades tanto de las personas que encarnan el deseo de cambio como, por tanto, del cambio real.

Por último, está el grupo de fuerzas revolucionarias que pretenden poner fin al sistema actual, y que van desde Al Qaeda hasta los ayatolás que sojuzgan Irán. Lo que tienen en común es que su fuerza se basa en la fe en un Islam integrista y fundamentalista, que debería servir de ordenamiento de todo cuanto acontezca en nuestras sociedades.

Ciertamente, debe ser distinto enfrentarse a la amenaza terrorista que a las ansias nucleares de los ayatolás iraníes, pero desde el punto de vista intelectual hay que tener una cuestión bien clara: el problema último no es el terrorismo, al fin y al cabo no más que un método de destrucción, sino la ideología que lo inspira: la yihad, y la filosofía general sobre la que se basa: el fundamentalismo. De hecho, es sobre este punto donde debemos poner el énfasis, pues es donde la izquierda, prisionera del multiculturalismo, es más corrosiva y dañina.

Paradójico pero cierto: entre la izquierda y las fuerzas del Islam radical se está tejiendo una nueva alianza que durará lo que quieran los islamistas, pero que mina nuestras costumbres, nuestra educación, nuestra moral y, en suma, nuestra identidad y forma de ser. Y eso debemos combatirlo con todas nuestras fuerzas.

Yo no me defino como liberal en sentido estricto, porque creo que la libertad del individuo no sólo está limitada por la de los demás, sino por un orden natural superior. Los miembros de una secta que deciden voluntariamente suicidarse, no por dar su consentimiento dejan de cometer un acto reprobable. Y no todo aquello sobre lo que se ponen de acuerdo los individuos tiene por qué ser aceptable o virtuoso. Yo creo en el Bien y en el Mal con mayúsculas, y ambos están por encima de las convenciones sociales, me temo.

Es verdad que se puede actuar social y políticamente con un componente ético que no repose explícitamente ni en la religión ni en la fe, pero es sobre ellas sobre lo que aquél se basará, pues la ética sigue diferenciando entre lo que está bien y lo que está mal. Pero hay más: desde un punto de vista estratégico –nada que ver con la moral, pues– me es imposible imaginar cómo se puede una sociedad enfrentar a una amenaza como la yihadista, esencialmente religiosa y basada en la fe, si no es con sus mismas armas intelectuales. Su fe les dice a los terroristas suicidas que son superiores a nosotros; mis convicciones me dicen que están equivocados. Y si escarbamos, ¿sobre qué cimientos se erigen mis convicciones?

Sé que no está de moda en España hablar de religión y política, pero el reto de nuestra sociedad abierta, a la que admiro y defiendo, no es económico, político o institucional, es finalmente de valores, es civilizacional. Y, hoy por hoy, no hay civilización sin religión, sin creencias. Una cosa es el ámbito de las creencias personales, sin duda, y otra muy distinta una sociedad donde se persiguen sistemáticamente las creencias que han forjado nuestras señas de identidad durante siglos. Los europeos, por no creer en Dios, hemos caído en creer en cualquier cosa, desde Al Gore a la protección de las especies más raras, la crítica a los alimentos transgénicos o la necesidad de preservar el cine español. Cada cual es libre de elegir su locura. El problema es que eso no nos va a salvar del envite de nuestros enemigos, cuyas creencias son mucho más fuertes que las nuestras, y más relevantes.

Sé que los liberales de pro no estarán de acuerdo conmigo, pero el discurso de re-moralización social no sólo es imprescindible, sino que es vital para nuestra dignidad como personas y nuestra supervivencia como sociedad liberal, democrática y abierta.