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La Ilustración Liberal

Qué significa Israel para mí

Para mí, Israel es piedra bíblica y cenizas de la Shoah. Pero es, ante todo, la alegría y las risas mezcladas de mis amigas askenazis y sefarditas de mi juventud en Francia, los olores de comida especiada argelina, las carnicerías kasher del barrio del Marais, las suaves modulaciones de los sonidos eslavos, las sobremesas de fiestas con las canciones lánguidas en yiddish, y el humor soterrado que deja traspasar siglos de vagabundeo y resistencia.

Israel, antes que una delimitación geográfica, fue para mí una fraternidad.

Hermandad compartida con aquellos amigos judíos laicos de mi juventud en París.

No se hablaba tanto de Israel como de la diáspora. Corrían los finales de los sesenta. Aquellas familias judías nunca dejaron de sentirse francesas. Ni por un instante. Y fueron esos judíos ateos de Francia los que me condujeron hacia Israel. Israel no fue tierra prometida para ellos, pero sí promesa de ciudadanía. En este sentido, como afirma muy precisamente Pierre-André Taguieff, se puede hablar de judaísmo o judaísmos.

Primero fueron los judíos, después fue Israel.

Primero fue la literatura judía, después fue la literatura israeli.

Primero fue la voz cercana a mí de los rescatados de los campos de exterminio, después fue Yad Vashem.

Primero fue la foto de Eichmann, luego la conciencia del Mossad en su juicio, en Jerusalén.

Primero fue la atracción ficticia del colectivismo bondadoso del tardo-comunismo, después fue la experiencia pasajera y altruista en los kibbutzim.

Finalmente, sólo en 1972 Israel empezó a existir para mí.

Fue, claro está, después del Septiembre Negro en Múnich.

Israel, antes de ser un país, fue, para mí, un territorio rocoso, impreciso, onírico, poblado de piedras gloriosas y milenarias, levantadas por el hombre de un tiempo bíblico, inalcanzable y ajeno a mi educación. Israel fue durante muchos años paisaje de belleza pétrea en espera de ser algún día resucitado por arqueólogos muy sabios; tierra de piedras, fundamentalmente: piedras de un misterio codificado en unas tablas, piedras de leyendas sin años, guijarros sagrados entre la desbordante vegetación de las orillas del lago Tiberiades, pedrusco del desierto donde las pisadas de los nómadas no dejaron huella alguna, peñasco elevado de la fortaleza de Massada que lleva al Mar Muerto, piedras imperfectas que dejan paso al huerto de Getsemaní, paredes de sillares sudados por tantas manos en el Muro de las Lamentaciones, piedras talladas para templos que fueron arrasados, estelas para una gloria pasajera entre tumbas y lápidas.

Agujeros excavados en una roca. Fósiles enrocados.

Eso fue Israel durante muchos años para mí: paisaje mineral y sol hiriente, reflectante, sobre las piedras. Piedras del calvario, piedras del primer Verbo, piedra de la creación del mundo, piedra de lapidación.

En cualquier caso, piedras indiferentes al culto que hoy les rinden los hombres. Sólo historia petrificada.

Pero rápidamente comprendí que la inercia de las piedras era la esencia misma de la vida y del bullicio de las noches cálidas de Jerusalén. Una vez franqueada la Puerta de Damasco.

Mi único viaje a Israel fue en agosto de 2007. Penetraba en un país cuya geografía política veía habitualmente en la prensa. Pero que no por ello me resultaba más cercano. La lectura del viaje que hizo Chateaubriand hasta Jerusalén me predispuso a contemplar una tierra que seguiría siendo una ensoñación bella, bíblica y literaria. Y fue así, pero no totalmente. Ese resto de ensueño literario quedó ligeramente modificado por una presencia militar transparente, obsesionadamente presente. Y las gentes hospitalarias que se mueven por las ciudades modernas viven en constante pie de guerra. Y percibí el peligro, la sospecha en los autobuses urbanos. Y la inevitable paranoia.

Supe entonces que había otras catacumbas menos antiguas, de piedra y cemento mezclados, las de los refugios antiaéreos.

A la idea literaria se impuso la observación cotidiana de un país asediado.

La luz densa y ocre de finales de agosto se expandía sobre las piedras de Jerusalén. Pero esa benéfica percepción de calor cesó y la visión quedó súbitamente oscurecida, se hizo onírica, cuando penetré por los pasadizos y callejuelas del barrio cristiano. Y me sorprendí subiendo el camino abrupto de la Vía Dolorosa, buscando en las piedras bíblicas el rostro de Lázaro en el entorno del Santo Sepulcro.

Lázaro: el redivivo. Como aquellos rescatados del exterminio nazi. Y me acordé de Jean Cayrol y de un ensayo suyo, esencial, que él tituló Lazare parmi nous.

Lázaro entre nosotros.

Entre los vivos, después de muerto.

¿Cómo vivir, tras una inesperada resurrección?

Sí, se imponía ante mí, la opresión corpórea, asfixiante, de una geografía expuesta a viejas quimeras de destrucción definitiva.

Quien se haya paseado por las zigzagueantes callejuelas del barrio cristiano no puede haber obviado que, entre piedras ennegrecidas de belleza roída, penden sin disimulo los cables de unas cámaras de seguridad que parecen haberse adherido a la mugre misma de la piedra desgastada. Tras una primera sensación de desorden caótico, estrafalario, se impuso la insoslayable percepción del vértigo del control. Del ojo que lo controla todo. La transparencia del Mossad.

Israel es para mí la metáfora de lo inacabado. Pero esta percepción no implica fragilidad sino más bien todo lo contrario: estar en Israel es como estar metido dentro de la fortaleza telúrica indestructible.

La simultaneidad de varias comunidades religiosas peleándose por mantener inalterable su milimétrica porción de tierra sagrada da buena fe del poder inalienable de las piedras.

La lógica aseveración de Bismack según la cual lo único constante en la Historia es la geografía no se cumple en Israel.

Poco a poco Israel fue tomando cuerpo con los libros, con multitudes de libros, pero sólo algunos se quedan grabados. Por ejemplo, me marcaron especialmente las impresiones del joven Arthur Koestler, que vivió entre 1926 y 1929 en esa tierra sin nombre. En su autobiografía anotaría años después:

Tierra Santa ejerce una intensa atracción sobre los excéntricos, los profetas, los maniáticos y los reformadores.

El joven Koestler se vio él mismo afectado por un tipo de depresión espiritual que denominó, para sus adentros, "tristeza de Jerusalén".

La tristeza de Jerusalén es una enfermedad local, suscitada por el efecto conjunto de la trágica belleza y la atmósfera inhumana de la ciudad.

Y en 1929, hastiado de su trabajo en la Kvutsa Heftsebá, una especie de colonia colectiva que él mismo definió como lo más parecido a "un monasterio socialista", renunció a una vida de indigencia heroica y pasó directamente del Monte de los Olivos a Montparnasse.

La más maravillosa de las conmociones fue el cambio de paisaje del desierto de Judea a los Jardines del Luxemburgo, de la Ciudad Santa a la Sodoma del Sena.

Sí, hay tiempo detenido en la vieja Israel. El propio Koestler tradujo, con una imagen muy simple, esa lentitud insoportable:

Yo no tenía suficiente paciencia para ver crecer los tomates.

Posiblemente Israel conserve aún el don de la paciencia. Pues convertir parte del desierto en vergel sólo puede hacerse observando cómo crecen las hortalizas, milímetro a milímetro.

Tengo de Israel el recuerdo de un país extraño, que apenas busco comprender. Fui sencillamente raptada por su calidez. Eso es todo.

Y me duele leer diariamente en la prensa española, y también en la francesa, una reiterada argumentación judeofóbica que, como escribe Pierre-André Taguieff, forma parte de

un discurso emparejado con una nueva versión –poscomunista– de la fobia a los estadunidenses.

Ahora, en febrero de 2011, en una incierta encrucijada internacional, Israel espera. Y yo releo la prosa sensual, moderna y trepidante de vida amorosa de la escritora israelí Tsruyá Shalev. Lectura muy recomendable para los no prejuiciosos.

Número 47

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