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La Ilustración Liberal

O progres o nada

Érase una vez una civilización muy avanzada. Se basaba en un sistema filosófico consolidado, una confesión religiosa dominante entre otras coincidentes en lo fundamental, algunas incertidumbres respecto a su destino y bastantes logros en el terreno técnico. A pesar de todos estos avances permanecía anclada en su imperfecta y malograda sexualidad. Mientras esta última estuvo fatalmente vinculada a la reproducción de la especie, las cosas funcionaron mejor que peor, pero cuando en un momento dado de su historia, que coincidió con la segunda mitad del siglo XX, la ciencia consiguió de forma irreversible que sexualidad y reproducción pudieran funcionar por separado, dicha civilización se tambaleó: no se dieron cuenta de que al disociar la procreación del sexo (Julian Huxley dixit) éste sobrevivió como principio de diferenciación narcisista y no sólo como principio de placer. Se produjo una paradoja: por un lado se pretendía extinguir el deseo, y su consiguiente sufrimiento, con la inmediata satisfacción del mismo, pero por otro, el modelo económico de sociedad "érotico-publicitaria", que se había puesto en marcha a raíz de ese descubrimiento, no hacía sino empeñarse en aumentar dicho deseo. Para complicar más las cosas, el progreso de la ciencia y del materialismo había conseguido minar las religiones tradicionales y, como hace decir Houellebecq a uno de sus personajes, ninguna sociedad puede sobrevivir sin religión. Esa civilización dominante, sin ningún sistema filosófico que llevarse a la boca y a merced de ciertas confesiones religiosas no tan coincidentes en lo fundamental, se encaminaba a marchas forzadas a la extinción por una suerte de suicidio biológico. De resultas de este vacío, se produjo un vuelco hacia la ciencia y los tan alabados logros tecnológicos, logros que si bien habían causado en parte su perdición, contenían la clave de una última esperanza: la clonación y la aplicación rigurosa a la reproducción humana de la teoría de los quanta.


Michel Derjinzski y Bruno Clément

Este podría ser grosso modo, el sustento ideológico de las Particulas elementales, pero también hay un tegumento narrativo: Un científico sobresaliente, Michel Derjinzski (así se llamaba el primer jefe de la checa que nombró Lenin), trabaja con denuedo por solucionar los terribles problemas de la reproducción humana, seriamente amenazados por todo lo antes referido, concretamente en el campo de la clonación. Michel vive en medio de una absoluta falta de referencias afectivas y totalmente desprovisto de sentimientos, incluido el de la realidad, aunque es de una bondad arcangélica. Pero no está solo en el mundo, tiene un medio hermano mayor, Bruno Clément, mediocre profesor de instituto, verdadera pavesa humana, cuyas obsesiones sexuales -producto de una infancia especialmente traumática que se nos describe con toda su crudeza- le han abocado a una promiscuidad sexual de una sordidez casi celiniana, que pasa prácticamente desapercibida en la sociedad del ocio resultante del triunfo de los ideales, supuestamente liberadores, inaugurados por los sesentayochistas y sus precursores, la generación beat californiana, una de cuyas máximas sacerdotisas es la madre de ambos, Jane, una especie de tarada protojipiosa. Los dos hermanos, unidos por la desgracia común de su filiación materna, se convierten, ya en la edad adulta, en amigos, dentro de sus menguadas posibilidades afectivas. Tras una serie de desventuras amorosas, cuyas descripciones son una vuelta de tuerca a lo conseguido anteriormente por Céline o Bataille, y cuando el profesor cuarentón y barrigudo está a punto de conseguir una relativa felicidad, ésta se ve truncada por el destino y antes de enloquecer del todo decide recluirse en un psiquiátrico de por vida. Tampoco esta última le sonríe a su talentoso hermano quien, tras otra serie de desventuras amorosas (que le son impuestas pues él -repito- aunque bondadoso y recto, tiene serias dificultades no sólo para expresar sus sentimientos sino también para experimentarlos) se dedica por entero a la investigación en Inglaterra, donde desaparece misteriosamente no sin haber puesto a punto la salvación de la humanidad (seriamente amenazada, como ya se dijo, por el fracaso de los sistemas filosóficos y religiosos) a través de la ciencia. El final, todo hay que decirlo, es algo decepcionante por lo convencional, pues no era necesario apelar al futuro para pronosticar lo peor de éste, es decir, para evocar el presente.


"El fenómeno Houellebecq"

Con esta segunda novela -la primera es Ampliación del campo de batalla (Anagrama)- Michel Houellebecq consiguió en 1998 el premio Novembre que desde hace diez años se otorga el 1º de noviembre de cada año. Vale la pena detenerse un poco en este premio: El jurado y el presidente se turnan y, entre otros escritores, está compuesto por Julian Barnes, Bernard Frank, Philippe Sollers y Mario Vargas Llosa. Como ninguna buena acción queda sin castigo, a raíz del escándalo mediático que se ha producido con este libro, el mecenas que lo sostenía se ha retirado del premio, para desesperación del jurado que se ha visto obligado a buscar otro patrocinador para la edición de 1999. Lo que sí tiene la novela asegurada es la película pertinente que acabe de consagrarla, y por supuesto, la polémica. Incluso un camping alternativo, L'Espace du possible (El espacio de lo posible), puso un pleito a Houellebecq y a su editor, Flammarion, porque consideraba (hay que decir que con razón) ridiculizado el camping donde el hermano obeso y obseso, pasa sus vacaciones intentando ligar, con dudosos resultados. Como verán, Houellebceq no se muerde la lengua precisamente: "El Espacio de lo posible había sido creado en 1975 por un grupo de militantes del 68 (a decir verdad, ninguno había hecho nada en el 68; digamos que tenían el espíritu del 68)"; pero como muy bien declaró a raíz del juicio: "Me siento legítimamente autorizado a utilizar los nombres de marca cuantas veces quiero en cualquier circunstancia", añadiendo, con toda la razón del mundo, que "escribir se está convirtiendo en un ejercicio imposible". El tribunal condenó a la editorial a cambiar el nombre del camping, que se vio convertido en "El lugar del cambio". Se da la circunstancia de que la edición española conserva el nombre original, cosa que por supuesto los del camping o bien no saben, o bien no habían previsto al vender los derechos. De este modo, la traducción se convierte en un documento más valioso que el original. Sin embargo Philippe Sollers, que también está caricaturizado en la novela, defiende la transposición novelesca de la realidad, pues considera a esta última una de las condiciones del arte literario, ya que "la literatura es el espacio de lo posible (el subrayado es mío pero el juego de palabras es de Sollers), de todo lo posible". Afortunadamente el camping no logró su objetivo, que consistía en eliminar todos los ejemplares en los que se pudiera identificar su emplazamiento. Pero ya se había originado el escándalo y la polémica. La revista Perpendiculaire, en la que colaboraba Houellebecq desde hacía varios años, inició una verdadera caza de brujas contra él y otros colaboradores "desviados", acusándolos de nazis y lepenistas. La opinión de los intelectuales se vio dividida y desde entonces se derraman ríos de tinta respecto a lo que ya se conoce como "el fenómeno Houellebecq".


Iconoclastas contra el Mayo francés

Como es natural, a quienes más ha molestado la novela ha sido a críticos como Guy Scarpetta, que califica de "nuevos reaccionarios" a los escritores que como Houellebecq se atreven a tocar el sagrado mayo. A estos críticos progres se han sumado, tanto en Francia como en España, otros más jóvenes que ni siquiera saben por qué son progres ni lo que significó serlo en momentos felizmente ya superados (y para ellos envidiables) en los que la rebeldía y la intransigencia eran inexcusables. Quizás les convendría reflexionar sobre lo que se dice en las citas de Auguste Comte con las que Houellebecq abre algunos de los capítulos del libro: "En las épocas revolucionarias, los que se atribuyen con tan extraño orgullo el fácil mérito de haber incitado a sus contemporáneos a las pasiones anárquicas, no se dan cuenta de que su lamentable triunfo aparente se debe, sobre todo, a una disposición espontánea, determinada por el conjunto de la situación social correspondiente". (Curso de filosofía positiva, Lección 48) y "Cuando hay que modificar o renovar la doctrina fundamental, las generaciones sacrificadas en las que se opera la transformación siguen siendo esencialmente ajenas a ella, y a menudo directamente hostiles" (Llamamiento a los conservadores). En ellas está, a mi entender, la clave de lo que pretende explicarnos esta novela.

Es evidente que se ha levantado la veda y hay ahora en Francia una generación de novelistas, como Houellebecq, que están atreviéndose a revisar sin tapujos lo que se conoce como la "revolución de mayo del 68" -una de las últimas revoluciones burguesas triunfantes- cuyos antecedentes, como todo el mundo sabe, están en el movimiento que se originó en Estados Unidos, protagonizado por los hijos de la ira, la generación beat y sus descendientes ideológicos, los hippies californianos de los años sesenta y setenta, sustentados teórica y literariamente por elementos como Allan Watts, Paul Tillich, Carlos Castaneda (por citar a algunos de los que menciona Houellebecq en su novela) sin olvidarnos del inefable Marcuse. Todo ello al ritmo de una música de excelente calidad y mejores resultados comerciales.


Hundir la vida y destrozar los sentimientos

El cuestionable triunfo de esa "revolución floral", así como la situación social que le corresponde y la determina, están soberbiamente dramatizados por el autor de este libro. Los protagonistas del invento -dice Houellebecq- "tenían en cuenta los avances de la cibernética, de la psicolingüística y de las técnicas de desprogramación... Se trataba sobre todo de liberar al individuo, de liberar su potencial creativo profundo". Es decir: se trataba de hundir la vida al prójimo, de destrozar sus sentimientos y su cuerpo y de arrojar los restos al basurero de la Historia sin importarles las consecuencias. Pero, así como Flaubert se dedicó a ridiculizar a la clase media emergente durante la segunda mitad del siglo XIX francés: la pequeña burguesía (sus lugares comunes, su hipocresía y su obcecado adocenamiento), lo que Houellebecq ridiculiza a su vez (y esto es lo que más ha molestado a los progres) no son los antecedentes americanos del fenómeno social cuya malignidad describe y denuncia -y si me apuran ni siquiera sus derivaciones sesentayochescas- sino su recuelo, sus patéticos resabios. Con una lucidez que sólo puede dar el conocimiento directo y profundo de lo retratado, arremete contra la beatería posprogresista dominante en una sociedad que ha engullido y digerido con excelente provecho todos aquellos valores contestatarios y supuestamente subversivos, convirtiendo, como decía Azorín, la heterodoxia de ayer en la ortodoxia de hoy.


Añoranza elitista de la adversidad

Unas palabras más para intentar comprender la obcecada pervivencia de lo "progre", sustentada por unos valores ya tan poco subversivos, tan rutinarios. Es evidente que los "veteranos" del mayo del 68 han creado una complicidad y una mitología muy duradera y muy similar a la que describe el crítico Cyril Connolly respecto a los "escolares" de los colegios elitistas británicos. Él lo llamaba "el síndrome de la adolescencia permanente": las experiencias vividas por esos escolares fueron tan intensas que dominaron sus vidas impidiéndoles su desarrollo. George Orwell (por cierto, gran fustigador de la beatería socialista de su época, que no era una época cualquiera) lo atribuye a la regalada y afortunada vida de esos "rebeldes", que en el fondo añoraban los sobresaltos de la adversidad, lo que explicaría, según él, la incapacidad de "la enorme tribu llamada "la gente de derecha de las izquierdas", para comprender lo que significaban las purgas del régimen ruso y los horrores del primer plan quinquenal y que les resultara tan fácil perdonarlos". (Dentro de la ballena). Pues eso.