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La Ilustración Liberal

El origen de la riqueza y la permanencia de la pobreza

Es sorprendente y escandaloso, se suele afirmar, que ya dentro del siglo XXI una gran parte de la población mundial viva en condiciones de pobreza, es decir, que muchos seres humanos no tengan acceso a los bienes básicos que aseguren su subsistencia: alimentos, vestidos y vivienda. Aunque existen diferentes criterios, siempre relativos, a la hora de definir la pobreza, las cifras que se suelen manejar son realmente demoledoras. El último informe del Banco Mundial calcula que casi 1.200 millones de personas viven actualmente con una renta máxima de un dólar diario, lo que supone que cerca de la cuarta parte de la humanidad se encuentra en una situación de extrema pobreza, sin poder cubrir siquiera sus necesidades nutritivas. El mismo informe estima que, si pobreza es tener hambre, carecer de cobijo y ropa, estar enfermo y no ser atendido, y ser iletrado y no recibir formación, el 46 por ciento de la población mundial padecería estas condiciones ya que 2.800 millones de personas viven con menos de dos dólares diarios. Dos recientes estudios, el informe anual de la FAO y otro elaborado por la ONG Acción contra el Hambre, calculan que unos 800 millones de personas sufren desnutrición, lo que representaría el 13 por ciento de la población mundial.

En cualquier caso, las cifras son sin duda escandalosas, pero no deberían producir sorpresa si se analizan desde otro punto de vista. Se tendría que abandonar la posición en que nos encontramos los habitantes de los países ricos y contemplar, a vista de pájaro, la historia del hombre por alcanzar una renta suficiente que le asegure no morir de hambre o de frío. Entonces lo sorprendente, o al menos lo excepcional y novedoso, es que la mayoría de la población mundial lo haya conseguido en una plazo de tiempo relativamente corto.

En efecto, desde que el hombre apareció en su forma actual, hará medio millón de años, prácticamente todo su esfuerzo y su tiempo lo ha dedicado a procurarse alimentos, vestidos y un refugio donde vivir, y sólo muy recientemente, hace apenas cien o doscientos años, y en pocos países al principio, una parte de la población empezó a salir al fin de la extrema pobreza y miseria en la que el hombre ha vivido durante 5.000 siglos.

La novedad no es por tanto que exista ahora pobreza -que todavía perdure, habría que decir mejor-, sino que la mayoría de los habitantes del planeta dediquen hoy una parte de sus ingresos a alimentarse, a vestirse y a tener acceso a una vivienda digna, y que puedan luego disponer de unos recursos restantes para gastar en bienes y servicios de uso exclusivamente humanos, como ocio, cultura o viajes. Excluyendo a una minoría insignificante de privilegiados que siempre ha existido, la gran conquista de la historia económica del hombre es que la riqueza así entendida haya alcanzado en muy poco tiempo a la mayoría de la población mundial.

En este largo recorrido se han producido dos acontecimientos decisivos. El primero fue la Revolución del Neolítico, cuando hace unos 10.000 años el hombre aprendió a cultivar la tierra y a domesticar los animales, pasando de ser recolector y cazador a agricultor y ganadero. Se dio entonces un paso gigantesco hacia el objetivo de producir los alimentos y los otros bienes que aseguraran la subsistencia. La productividad del trabajo de las nuevas sociedades agrarias creció espectacularmente, se crearon las primeras concentraciones urbanas y la población mundial aumentó significativamente.

Pero, a pesar de este avance, el conjunto de la sociedad, salvo contadísimas excepciones, siguió viviendo por debajo del nivel de subsistencia. El indicador que mejor resume esta situación es la escasa esperanza de vida que el hombre ha padecido durante el 98 por ciento de su historia. Carlo M. Cipolla asegura que en todas las sociedades agrícolas que han existido durante los últimos 12.000 o 10.000 años, los índices de mortalidad llegaban en ocasiones al 300 e incluso al 500 por mil y estos períodos no solían coincidir con guerras, sino con epidemias y plagas. En tiempos normales, de cada 1.000 niños nacidos, solían morir de 200 a 400 antes de transcurrido un año y otros muchos fallecían antes de los siete años. La esperanza de vida al nacer presentaba un promedio de entre 20 y 35 años, y pocos de los que llegaban a cumplir los cinco años tenían muchas probabilidades de sobrepasar los 50. Sólo gracias a que las tasas de natalidad eran también elevadísimas, la población mundial pudo pasar de los cinco o diez millones de habitantes que había en vísperas de la revolución agrícola, a los 700 millones estimados de 1750, cuando comienza la industrialización.

Esta miseria crónica de la humanidad empieza a desaparecer con la llegada del segundo gran acontecimiento de la historia económica del hombre, la Revolución Industrial. La libertad de comercio, de inversión y de contratación, el capitalismo, en una palabra, ha creado en dos siglos muchísima más riqueza que en todo el resto de la historia humana y esta riqueza ha alcanzado a la mayoría de la población mundial. Si a principios del siglo XIX había unos 100 millones de personas que vivían dignamente (el 10 por ciento de la población mundial, que ya es mucho suponer), actualmente entre 3.000 y 4.000 millones tienen cubiertas todas sus necesidades básicas.

Es más, el plazo de tiempo en que una determinada sociedad o nación ha conseguido pasar de la extrema pobreza a disfrutar de una renta suficiente suele ser mucho más reducido que los dos siglos de historia total del capitalismo. La famosa hambruna que Irlanda sufrió en el siglo XIX redujo su población casi la mitad y hace cincuenta años era todavía tan pobre como hoy es un país africano, pero tiene ahora una renta per capita superior a la de Alemania. España era hasta los años sesenta una sociedad más agraria que industrial en razón de la población ocupada en estos sectores, y la gran mayoría de sus habitantes gastaba toda su renta en alimentación, vestidos y vivienda, lo que quiere decir que estaban cerca o no llegaban al límite de la subsistencia. Hoy en día, dedican a estas partidas apenas el 50 por ciento de sus recursos (el 21 por ciento a la alimentación, según la Encuesta de Presupuesto Familiar del INE) y, cubiertas estas necesidades ineludibles, son libres a la hora de gastar el resto.

En este sentido, la economía de mercado ha sido la única capaz de liberar al hombre de la esclavitud que representa la lucha permanente por la supervivencia, una situación que se produce todavía en muchas zonas del planeta, pero que, y esto es lo que se suele olvidar, estaba totalmente extendida hace 200 años. El camino hacia la libertad tiene seguramente un recorrido infinito, pero no existe ninguna duda de que el primer paso es liberarse de la miseria, ya que el mayor sometimiento es el que imponen las necesidades materiales más primarias.

Desde este punto de vista, es sorprendente que el sistema económico que esto ha conseguido haya sido el más atacado durante los últimos cien años. Según opinión, muy compartida, de Norberto Bobbio, el carácter distintivo de la izquierda es el igualitarismo y la mejora de las clases más desfavorecidas, y se da por supuesto que la libertad económica es la principal traba para alcanzar estos loables objetivos. Por ello, toda ideología izquierdista tiene un hondo sentimiento anticapitalista y se mueve entre un disimulado recelo por la libre competencia y un radical rechazo de este sistema. Después del estrepitoso fracaso del socialismo real, la izquierda sigue afirmando que el marxismo es una buena teoría que ha sido mal aplicada y se niega a reconocer que el grado de miseria y de muerte conseguido por los enemigos de la libertad económica es la inevitable consecuencia de su propia aberración teórica. En realidad, lo que mejor confirma la preocupación de los marxistas por la pobreza es que nadie ha conseguido aumentarla tanto como ellos.

Su primer dogma fue que el desarrollo capitalista traería un inevitable empobrecimiento de los trabajadores, es decir, haría más ricos a los ricos y todavía más pobres a los pobres, pero cuando la realidad ha terminando refutando esta predicción, se insiste en nuevos disparates que todavía siguen teniendo gran aceptación. Se asegura que el crecimiento económico capitalista conlleva un aumento de las desigualdades entre las rentas dentro de un país, y cuando también los hechos desmienten esta afirmación, se incide en que la pobreza del Tercer Mundo es consecuencia de la riqueza que disfrutan otros países. Como los despropósitos suelen ir encadenados, el más reciente, que a buen seguro no será el último, es que la llamada globalización favorece a los países desarrollados y perjudica a los pobres.

Vayamos por partes. Si fuera verdad, como la izquierda afirma desde hace siglo y medio, que las diferencias aumentan a la par que el desarrollo económico, la brecha tendría que ser ahora abismal, casi infinita, algo que no confirma la visión más superficial. La realidad es precisamente la contraria y otra observación de sentido común bastaría para demostrarlo. En cualquier época anterior, en el siglo XVII o en la Edad Media, por ejemplo, sí que había una diferencia infinita entre las rentas patrimoniales, casi nunca de trabajo, que disfrutaban unos pocos y los ingresos negativos del resto, que no alcanzaban ni siquiera el nivel de subsistencia. Era en realidad la diferencia entre la vida opulenta y la condena a muerte.

No serían necesarios análisis más profundos para confirmar esta obviedad, pero existen numerosos estudios. Se trata de saber si el desarrollo económico mejora la distribución de las rentas personales, si se produce, dicho con otras palabras, una convergencia real dentro de un determinado país, o si, por el contrario, la desigualdad es mayor aunque los pobres lo sean cada vez menos, ya que los ricos mejoran su situación en mucha mayor proporción y rapidez.

A la hora de abordar este tema es necesario aclarar algunas cuestiones metodológicas que suelen desvirtuar las conclusiones, tanto si se analizan las desigualdades individuales dentro de un país, como si se hace entre regiones o países. La primera es que los estudios comparan las rentas personales, la renta per capita, que los individuos obtienen en un año determinado, y se analizan posteriormente las tendencias. El análisis sería mucho más preciso si se comparara la distribución de las rentas que reciben los individuos a lo largo de toda su vida o, al menos, las ganancias acumuladas cuando cumplen edades similares.

Tal vez, la aplicación de este método no modificaría mucho lo que hoy sabemos sobre cómo se distribuía la riqueza en las sociedades precapitalistas, donde los ricos nacían ricos y los pobres estaban condenados de por vida, transmitiéndose además estas inmutables condiciones en sucesivas generaciones. Pero la economía de mercado genera una gran movilidad social y muchos de los que un año constituyen el segmento de población que una estadística reconoce como pobres (inmigrantes recientes, parados de larga duración, jóvenes, etc.), dejarán de serlo años después.

Otra cuestión metodológica que ensombrece algunos análisis relativos a las desigualdades entre países o regiones del mundo es que, como en el citado estudio del Banco Mundial, las rentas se calculen en dólares constantes y no en paridad de poder adquisitivo (PPA), que expresa mejor el nivel de vida real. No existirían entonces las distorsiones que acarrean los tipos de cambio de las diferentes monedas y, sobre todo, el nivel de precios de los bienes y servicios. Sin hacer esta corrección, una persona que gana cuatro dólares al día (unos 1.500 dólares de renta anual) no es considerada pobre por el Banco Mundial, y tal vez no lo sea en Nicaragua o en Sierra Leona, pero seguro que lo es en EE UU, donde la renta per capita media es superior a 30.000 dólares. Este criterio puede producir también distorsiones en sentido contrario.

El ejemplo más claro de que el concepto de pobreza puede ser muy relativo lo ofrece la definición que sobre él hacen algunos estudios, como el patrocinado por Cáritas. Se define la pobreza como una situación en la que la renta obtenida no supera la mitad de la renta media nacional, llegándose entonces a la disparatada conclusión de que en España hay unos 8,5 millones de pobres, ya que es ésta la cantidad de personas que ganan menos de 1,2 millones de pesetas al año, sin tener en cuenta sus condiciones personales o familiares. Pero el mayor dislate de este tipo de estudios es que si, por ejemplo, la renta real (poder adquisitivo) de todos los habitantes crece por igual, supongamos que de forma significativa, no habiendo por tanto cambios en la distribución de la riqueza, seguirá habiendo el mismo número de pobres, pues el listón de referencia, la renta media, se mantendrá igual de alejada para el segmento más desfavorecido.

También las conclusiones pueden quedar empañadas si sólo se utilizan criterios puramente económicos, la renta per capita fundamentalmente, sin tener una visión multidimensional del desarrollo. El premio Nobel Amartya Sen no sólo denuncia esta limitación, sino que demuestra que otras dimensiones, como la libertad, la democracia o la educación, pueden ser causas, más que efectos, de la mejora económica. Además de su famosa constatación de que en ningún país libre y democrático se ha producido una hambruna, sus tesis permiten comprobar que, por ejemplo, Sri Lanka, con la mitad de renta per capita que Brasil, tiene una tasa de alfabetización más alta que éste y, como una mayor educación reduce la expansión demográfica, la economía del país asiático mejora más rápidamente y supera a Brasil en esperanza de vida y en mortalidad infantil.

Otra dificultad es no disponer de una información estadística con series históricas suficientemente dilatadas y homogéneas para constatar que efectivamente se produce una convergencia de las rentas internas a la par que el desarrollo. Es éste un tema clave, ya que en periodos más cortos se pueden producir divergencias de rentas que suelen coincidir con fases recesivas. Existe polémica sobre si en una primera etapa del desarrollo capitalista se abrió el abanico de ingresos, y si esto sucede también en sectores nuevos con una fuerte y rápida expansión, como el que ahora vive el de las nuevas tecnologías. Pero ya pocos economistas ponen en duda que a largo plazo el desarrollo capitalista conlleva una disminución de las desigualdades.

Otro premio Nobel, Robert Lucas, ha dibujado un escenario histórico del capitalismo cuyos grandes trazos son los siguientes: en un primer momento, los pocos países que iniciaron la revolución industrial crecieron muy rápidamente y las desigualdades aumentaron; posteriormente, a medida que más países se integraron en el grupo de cabeza, el crecimiento se ralentizó y se empezó a producir una cierta convergencia, tanto interna como entre las naciones; por último, la economía global de las regiones desarrolladas ha vuelto a acelerarse, mientras la convergencia ha avanzado en sus dos vertientes. Para zanjar este tema, bastará con citar un exhaustivo informe realizado por UNCTAD sobre Comercio y Desarrollo que, en el capítulo titulado Desigualdad de ingresos y desarrollo, analiza 108 países y establece una relación inversa entre ambas variables, es decir, a más desarrollo menos desigualdad, confirmando que África y América Latina padecen las mayores diferencias de ingresos.

Pero si ya apenas se discute que el desarrollo capitalista conlleva una distribución más justa de los recursos individuales en el interior de los países, y menos aún se pone en duda que la libertad económica ha supuesto una espectacular mejora del nivel de vida de los trabajadores, lo que sí sigue teniendo una gran aceptación, y muchos lo asumen como un dogma de fe incuestionable, es que las desigualdades internacionales crecen porque la espectacular expansión económica de unos países supone el creciente subdesarrollo de otros. O sea, que unos se enriquecen porque otros se empobrecen. Esta falacia ha resurgido recientemente con más fuerza a propósito de la llamada globalización. Sus enemigos sostienen que este fenómeno favorece únicamente a los países capitalistas desarrollados y perjudica a los más pobres o, lo que es lo mismo, que aumenta la pobreza y consecuentemente la desigualdad. Parece como si los desvaríos izquierdistas tuvieran que reproducirse necesariamente en cadena: cuando la evidencia empírica acaba con uno, nace inmediatamente el siguiente.

Los que establecen una relación causa-efecto entre el aumento de la riqueza de unos países y la mayor pobreza de otros suelen arrastrar dos falacias anteriores, una teórica y otra histórica. La primera es considerar que la riqueza generada por la actividad económica es una cantidad fija, una tarta, que se reparte entre los agentes que en ella intervienen con resultado cero, es decir, que lo que unos ganan es igual a lo que otros pierden, o que unos se quedan con los trozos pequeños de la tarta porque otros han cogido los más grandes. El beneficio del empresario sería la suma de las plusvalías que extrae a sus obreros, la ganancia del comerciante procedería del precio abusivo que pagan los consumidores y, en definitiva, unos se enriquecerían porque otros se empobrecen. Muy al contrario, en todos los sistemas, y en el capitalismo más que en ningún otro, los factores de producción (capital y trabajo) y los rendimientos de ambos no son fijos ni estáticos, sino que se van creando y multiplicando gracias a la capacidad humana de descubrir permanentemente nuevos medios para generar riqueza. Por ello, la confluencia de dos o más agentes en cualquier operación (productiva, comercial, financiera o laboral) tiene normalmente resultados beneficiosos para todos los que en ella intervienen, y más riqueza se generará cuanta más competencia y libertad exista.

La segunda falacia es suponer que la división actual entre países ricos y pobres arranca o es heredera de la explotación colonialista que finalizó en los años sesenta o setenta, y que perdura bajo otras formas de explotación económica. Resulta sorprendente que, a pesar de los numerosos y concluyentes estudios que refutan el pretendido intercambio económico desigual de los países colonizados hacia sus metrópolis, se siga insistiendo en este error. Casi todos los estudios concluyen que la realidad ha sido precisamente la contraria: han sido los países imperialistas los perjudicados, mientras que las colonias se han visto económicamente favorecidas por su relación con las metrópolis.

Rondo Cameron asegura que las razones del imperialismo económico son variadas y complejas, pero califica de falacias las esgrimidas por los marxistas que siguen tan en boga y que se centran en que las potencias recurrieron al imperialismo para invertir su capital excedente, vender su exceso de producción y esquilmar las materias primas, lo que condujo a un empobrecimiento de las colonias y al enriquecimiento de las metrópolis. Los análisis empíricos demuestran lo contrario.

El atraso crónico de España se ha debido en gran parte a la intervención monopolista de la Corona que limitó el libre comercio de ultramar y nuestro país sólo es capaz de iniciar una relativa expansión industrial cuando se desprende de sus posesiones en el XIX. Y precisamente la colonia que más tiempo estuvo sometida, Cuba, llegó a tener una renta per capita muy superior a la de la metrópolis. Cuando en 1959 comienza la revolución, la renta per capita cubana era el doble que la española y hoy es de 1.540 dólares, menos de la décima parte que la nuestra.

Las consecuencias económicas para Portugal de su imperio han sido igualmente nefastas, y este país ha tenido su mayor expansión a partir de mediados de los setenta, cuando se independizan sus colonias. Holanda inicia un espectacular desarrollo comercial cuando es colonia española y se retrasa económicamente al convertirse en el siglo XVIII en potencia colonial. En Inglaterra comienza la revolución industrial cuando precisamente se desprende de su colonia más rica, los Estados Unidos. Pero los casos mejor estudiados son lógicamente los acaecidos en la segunda mitad del siglo XX y muy especialmente los de Alemania, Italia y Japón, los países perdedores de la II Guerra Mundial y los más devastados por tanto, que consiguen a pesar de ello una recuperación económica mucho más intensa que los vencedores, Francia y el Reino Unido, gracias precisamente a que pierden sus colonias. El atraso relativo de Francia en los años cincuenta se explica igualmente por el lastre que le supuso mantener las colonias de Indochina y Argelia.

Centrados ya en las fuertes desigualdades que existen entre una regiones y otras del planeta, es necesario desmontar otra falsa opinión. No es cierto, como se suele decir, que las regiones más pobres hayan empeorado sus condiciones absolutas, aunque sí su pobreza relativa con relación al desarrollo medio mundial. Sin embargo, es verdad que en periodos coyunturales la situación económica de algunas zonas puede llegar a empeorar, como ha sucedido durante la década pasada en el Africa subsahariana y en Latinoamérica. Según el informe del Banco Mundial, durante los años noventa, que fueron especialmente negativos para estas regiones, el porcentaje de habitantes que viven en condiciones de extrema pobreza se ha mantenido prácticamente invariable, mientras que su número ha crecido pero en menor proporción a como lo ha hecho la población. Donde sí se ha producido un terrorífico retroceso es en la Europa del Este, donde la población que vive en condiciones de extrema pobreza ha pasado de 1,1 millones en 1987 a 24 en 1998.

Ahora bien, si contemplamos periodos más largos, se puede apreciar una cierta mejora de las condiciones de vida, aunque insignificante en comparación a cómo se han desarrollado los países industrializados. En las zonas más empobrecidas de Africa la tasa de mortalidad infantil es en la actualidad de 150 por 1.000 nacimientos y la esperanza de vida se sitúa en 53 años, 25 menos que en las naciones opulentas pero el doble de la que existía en Europa hace 200 años. Este avance es real a lo largo de todo el siglo XX, pero posiblemente algo engañoso si contemplamos las últimas décadas, ya que la mejora se ha centrado sobre todo en la sanidad y, consecuentemente, en el aumento de la población, pero poco o nada en la renta disponible. De hecho, el informe del Banco Mundial asegura que en el Africa subsahariana el consumo por habitante ha caído un 1 por ciento anual durante las dos últimas décadas.

En América Latina la mejora económica durante el siglo XX es más clara a pesar de numerosos altibajos. Según un reciente estudio realizado por la revista Time, que tiene el valor de calcular la renta en paridad de poder adquisitivo, a principios de siglo la renta media de toda Latinoamérica era aproximadamente el 15 por ciento de la de Estados Unidos y hoy representa el 18 por ciento. El atraso es todavía brutal y la convergencia ha sido mínima, pero teniendo presente el espectacular desarrollo norteamericano durante todo el siglo, posiblemente el más intenso del planeta, la mejora es evidente.

A grandes trazos, la historia económica del planeta durante los dos últimos siglos es que el capitalismo, y la consecuente eliminación de la pobreza hasta entonces crónica de la humanidad, comienza su andadura en la segunda mitad del siglo XVIII en Inglaterra gracias a la Revolución Industrial, y se va extendiendo rápidamente a los países del Norte, tanto los europeos como los americanos, durante el siguiente siglo. Los países europeos del Sur se suben mucho más tarde al tren de la industrialización; unos, como Italia, en la posguerra, y otros, como España y Portugal, ya en los años sesenta y setenta. Irlanda es un caso atípico de un país septentrional que consigue una tardía, aunque espectacular, expansión. Y también recientemente varios países asiáticos están alcanzando rentas por habitante cercanas a las de los países desarrollados, como Taiwan, Singapur, Malasia y Corea del Sur. Este último país era hace 30 años más pobre que Marruecos y hoy tiene una renta diez veces superior a la de esta nación norteafricana, y un nivel similar a Portugal.

El resto de las regiones del mundo se mantienen, por el contrario, con economías agrarias y con niveles de vida cercanos a la mera subsistencia, es decir, sólo algo mejor de como vivían todos los habitantes de la Tierra hace 200 o 300 años. Como muy gráficamente lo ha expresado Gabriel Tortella, lo que ha ocurrido en el mundo durante los dos últimos siglos es algo parecido a una carrera donde unos corren mucho y otros muy poco. Por ello, la ventaja del grupo de cabeza sobre el resto es cada vez mayor, lo que en términos económicos se traduce en una creciente desigualdad.

Paul Bairoch ha calculado la diferencia de rentas per capita a mediados del siglo XVIII y estima que la de Europa occidental era sólo un 30 por ciento superior a la de la China y la India, la misma desigualdad que existe ahora entre España y Bélgica. En un artículo publicado a principios del año pasado en el Financial Times, Martín Wolf asegura que, al comenzar el siglo XIX, la diferencia entre los países más ricos y más pobres del mundo era ya de tres a uno; en 1900, de diez a uno y, en la actualidad, la desigualdad de rentas llega a ser de 60 a uno. La renta per capita media de todo el planeta es ahora de unos 6.000 dólares medida en PPA, pero la abismal brecha aparece al comprobar que el país más rico disfruta de unos ingresos de 29.000 dólares por persona, mientras los habitantes del más pobre viven con 500. La desigualdad sería algo menor si la comparación se estableciera entre la región formada por los países más desarrollados y las zonas más empobrecidas, pero las diferencias de rentas serían también escandalosas y, lo que es más importante, crecientes.

La izquierda mesiánica asegura que la tremenda desigualdad económica entre regiones del planeta se debe a la explotación económica que los países ricos ejercen o han ejercido sobre los pobres. Pero esta supuesta teoría de la explotación cae con sólo aplicar el sentido común: los países más pobres no pueden ser explotados porque sencillamente se mantienen al margen de las relaciones económicas internacionales, y los que han establecido algún lazo, ya sea comercial o por entradas de capitales, se globalizan, en suma, mejoran. Es más, la situación de las antiguas colonias ha empeorado desde que dejaron de ser explotadas por las llamadas potencias imperialistas.

La explosión demográfica en el África subsahariana ha supuesto que su población pasará de representar el 7 por ciento de la mundial en 1960 a más del 10 por ciento en la actualidad, y, a pesar de ello, el PIB de esta región es ahora el 1 por ciento de la economía mundial, la mitad que en 1960; el comercio exterior sólo representa el 1 por ciento, cuatro veces menos que hace 30 años, y las inversiones extranjeras se han reducido a la mitad. El resultado de todo ello es que la divergencia de África con los países desarrollados ha crecido fuertemente desde 1960, mientras que la de América Latina se ha estabilizado. El rosario de guerras interminables que desde los años sesenta asolan el continente africano, iniciadas muchas de ellas a raíz de la intervención salvadora de los países socialistas, no es ajeno a este deterioro económico.

Ahora bien, si la supuesta explotación internacional no explica la desigualdad, sino que más bien ha producido, una vez más, el efecto contrario de lo que supone la izquierda, la pregunta es obligada: ¿por qué ha crecido tanto la desigualdad? La contestación resultará menos complicada si la pregunta se formula de otra manera: ¿por qué unos países han corrido tanto en la carrera del desarrollo y otros tan poco o prácticamente nada?

Los historiadores económicos coinciden en señalar los requisitos necesarios para que un país inicie y avance por la senda del bienestar. Pero no se ponen de acuerdo a la hora de establecer el orden de los factores que son más determinantes para salir de la pobreza crónica. Unos destacan que es necesario realizar previamente, como hicieron los países del Norte de Europa en el siglo XVIII, una revolución agrícola que combine la producción cerealista y forrajera; otros se fijan en los recursos naturales y, especialmente, los energéticos, y ponen como ejemplo la importancia del carbón para la Revolución Industrial inglesa; los hay que consideran determinante el marco institucional y la existencia de un Estado de Derecho; algunos ven la educación y el capital humano como factores claves y también la iniciativa empresarial, sobre todo a la hora de aplicar los avances tecnológicos a los procesos productivos, pero todos coinciden en que la demografía es una variable determinante.

En efecto, el espectacular crecimiento de la población en los países subdesarrollados hace difícil romper el círculo vicioso de la pobreza. Lo más grave es que ha quedado roto el equilibrio natural entre desarrollo económico y demográfico. En las sociedades agrarias precapitalistas, la población crecía poco porque la alta tasa de natalidad se contrarrestaba con la también alta mortalidad, infantil sobre todo, y con las epidemias y hambrunas que periódicamente aparecían. La mejora del nivel de vida que trajo consigo la industrialización capitalista hizo que la mortalidad bajara drásticamente y creció consecuentemente la población.

Sin embargo, la explosión demográfica europea del siglo XIX alcanzó como mucho el 1 por ciento de crecimiento anual, mientras que los PIB de las economías más dinámicas, como las del Reino Unido y Alemania, aumentaban entre el 2 y el 3 por ciento de media anual. Es decir, población y economía guardaban un equilibrio, o, dicho de otra manera, la riqueza crecía lo suficiente para mejorar la vida de casi todos los habitantes y para soportar un crecimiento sin precedentes de la población. Incluso las sociedades agrarias precapitalistas mantenían, aunque de forma brutal, un cierto equilibrio: apenas aumentaba la población porque la falta de alimentos y de asistencia sanitaria provocaba un gran número de muertos.

Nada de esto sucede en las sociedades agrarias que todavía perduran, es decir, en las regiones más empobrecidas. La población africana crece al 4 por ciento desde el año 1960, lo que ha multiplicado casi por tres el número de habitantes en estos 40 años (la población europea sólo se dobló en todo el siglo XIX), mientras que su economía está desde entonces prácticamente estancada. Aunque sea duro reconocerlo, la intervención humanitaria externa es la culpable de que población y economía ya no acoplen sus ritmos. La labor de los organismos internacionales y de las ONGs ha resultado relativamente eficaz en la mejora de la sanidad (vacunaciones masivas para erradicar las enfermedades infecciosas y parasitarias, y ello a pesar del efecto devastador del SIDA) y, en consecuencia, la mortalidad ha bajado (la de África es ahora la mitad que la europea a principios del siglo XIX). Sin embargo, no es posible exportar el desarrollo económico.

A pesar de las dificultades, la historia económica de estos dos siglos demuestra que existe una clara y directa relación entre libertad económica, desarrollo y convergencia. Por ello, sólo la extensión de los principios de libertad de mercados a las regiones del mundo empobrecidas puede sacarlas de su situación, igual que sucedió anteriormente en las zonas ahora enriquecidas. La experiencia enseña también que es posible abandonar el pelotón de rezagados y unirse a los que van en cabeza, como recientemente han hecho algunos países del Sudeste asiático e Irlanda. La apertura comercial, la libertad de movimientos de capital, incluidas las inversiones directas (deslocalización de empresas), y los flujos migratorios de mano de obra, la globalización en una palabra, es el único camino posible y ya ensayado por los países que han conseguido salir de la pobreza.

Pero la historia del capitalismo demuestra también que, si se pretende trasladar los estándares laborales y sociales vigentes en los países industrializados a los menos desarrollados (trabas, por ejemplo, al dumping social o al trabajo infantil), se impide a éstos aprovechar sus ventajas comparativas en bajos salarios o en menores niveles de protección social. Las mejoras en estos campos deberán ser paulatinas y paralelas al desarrollo económico. En esta carrera no existen atajos y el país que intenta tomar uno vuelve al pelotón de cola. Para que la pobreza no permanezca más, se necesita, en pocas palabras, un capitalismo tan puro y duro como el que originó la riqueza.