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Pedro Schwartz

En democracia, nadie es soberano

El poder absoluto de la mayoría y la primacía del sentimiento nacional no son compatibles con las formas de vida templadas de la democracia.

El poder absoluto de la mayoría y la primacía del sentimiento nacional no son compatibles con las formas de vida templadas de la democracia.

El constitucionalista Francesc de Carreras escribió en el diario La Vanguardia de Barcelona, el 3 de febrero, un luminoso artículo titulado "¿Es Ibarretxe un demócrata?". Debería ser de lectura obligada para quienes, apelando a la soberanía popular y al derecho de autodeterminación, justifican la destrucción del orden constitucional que ha servido de base para la convivencia de los españoles durante los últimos veinticinco años. Es parte de la esencia de una democracia liberal el que la soberanía no esté nunca en unas solas manos. Si la soberanía no se comparte entre distintos poderes del Estado, corren grave peligro las libertades personales.

Bien sé que el artículo 1.2 de la Constitución española dice que "la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado". Me permito disentir respetuosamente de esa fórmula, que encuentro en contradicción con las instituciones establecidas en el resto del texto constitucional. ¿Quién es ese "pueblo"? Esas palabras crean la falsa impresión de que una parte de la sociedad, el pueblo, puede definir sin apelación lo que es justo y bueno. De ahí a decir que el pueblo vasco o el catalán o el gallego pueden autodeterminarse como Estado-nación no hay más que un paso, que muchos están dispuestos a dar sin atender a las repercusiones en la convivencia social.

La democracia liberal, en la tradición de la Gran Bretaña y sobre todo de EE.UU, no se basa en la soberanía popular. Los ciudadanos desempeñan en el momento de las elecciones un papel censor, mas no ejercen directamente el poder, excepto en algunos casos, como en los juicios por jurado. El referéndum preceptivo, usado en Suiza y en diversos Estados de la Unión americana, no es ejercido por el pueblo sino por una parte de los ciudadanos, y su tenor puede ser derogado posteriormente por las cámaras y los tribunales.

Allí el poder se encuentra dividido, más o menos perfectamente, entre Legislativo, Ejecutivo y Judicial, y además está separado entre la Administración central y las jurisdicciones locales. Nadie sostiene que la mitad más uno de los votantes o de los representantes populares pueda actuar a voluntad, como una asamblea de sans-coulottes en la Francia revolucionaria.

Fue Karl Popper quien con más acierto supo definir, en La sociedad abierta y sus enemigos (1945), el verdadero papel del pueblo en una democracia:

No es posible caracterizar la democracia como la regla de la mayoría, aunque la institución de las elecciones generales tenga suma importancia, pues una mayoría podría gobernar tiránicamente. En una democracia los poderes de los gobernantes tienen que ser limitados; en una democracia, es posible destituir a los gobernantes, es decir, el gobierno, sin derramamiento de sangre.

El profesor Carreras señala algo evidente: el ejercicio de la presunta soberanía popular puede resultar perjudicial. Por eso –añade con atinadas palabras que no me resisto a citar– los Estados democráticos se han ido dotando de instrumentos diversos para el control de ese poder popular: "elecciones periódicas, división de poderes, inviolabilidad de los derechos fundamentales, principio de seguridad jurídica, responsabilidad de los poderes públicos, garantías procesales...". Todas estas instituciones reparten la soberanía de tal forma que nadie tenga el exclusivo monopolio de la misma, lo que no obsta para que ese reparto se organice de manera que los ciudadanos tengan modos de decidir eficazmente sobre cuestiones generales que a todos atañen.

En especial, la inviolabilidad de los derechos fundamentales equivale al derecho de veto de un solo individuo frente a decisiones mayoritarias o cuasi unánimes de invadir su esfera personal, torturándole para obtener una confesión o imponiéndole unas creencias religiosas. Los derechos humanos son la excepción más clara e inmediata a la idea de la soberanía popular irrestricta.

Hayek observó, en La constitución de la libertad (1960):

La soberanía popular es el concepto fundamental del demócrata doctrinario. Esto significa que para él el gobierno de la mayoría es ilimitado e ilimitable. El ideal de democracia, cuyo intento original era el de impedir todo poder arbitrario, se ha convertido así en la justificación de un nuevo poder arbitrario.

El erróneo concepto de que, en democracia, el pueblo es soberano absoluto es una morbosa herencia de los revolucionarios franceses, recibida directamente de Luis XIV, el rey al que los catalanes levantados en armas contra Felipe IV quisieron entregar Cataluña. De ese concepto deducen los demócratas plebiscitarios de hoy que el pueblo, constituido en nación, puede establecer las normas que apetezca y conculcarlas cuando le venga en gana. Para ellos, la nación como entidad metafísica puede pasar por encima de los derechos de las minorías, reclamar territorios irredentos, imponer el uso de una lengua vernácula, proclamar su independencia con ríos de sangre, sin preguntarse si los individuos son ya razonablemente libres y prósperos en la situación existente ni si los cambios impuestos encienden la mecha de la discordia.

El poder absoluto de la mayoría y la primacía indiscutible del sentimiento nacional no son compatibles con las formas de vida templadas de la democracia.

NOTA: Este artículo se publicó en el suplemento "Ideas" de Libertad Digital el 22 de febrero de 2005.

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