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Marcel Gascón Barberá

Agricultura orgánica en Sri Lanka

El fracaso del maximalismo ecologista nos recuerda que la realidad no se doblega a los designios de los intelectuales.

El fracaso del maximalismo ecologista nos recuerda que la realidad no se doblega a los designios de los intelectuales.
Cataratas St Clair, recolectores de té en Nuwara Eliya, Sri Lanka. | Alamy

El jueves por la mañana, cuando empezaba a escribir este artículo, Gotabaya Rajapaksa aún era, formalmente, presidente de Sri Lanka, aunque sus posibilidades de volver a ejercer el poder se antojan extremadamente remotas. Como sabrán algunos lectores, Rajapaksa tuvo que huir de Sri Lanka este miércoles después de que una multitud de manifestantes tomara el palacio presidencial durante las protestas callejeras por la dramática crisis económica que atraviesa el país.

La rebelión popular fue retransmitida en directo y dejó imágenes impactantes de esrilanqueses de a pie paseando relajados por los pasillos y habitaciones de la suntuosa residencia. Algunos aprovecharon la jornada improvisada de puertas abiertas para dormir la siesta en sus sofás. Otros optaron por hacer una hoguera en el patio en la que cocinaron un guiso de arroz. Mientras, la piscina de la mansión se llenaba de despreocupados bañistas aliviándose del calor pegajoso que seguramente haría ese día en Colombo.

Más allá de lo llamativo de las imágenes, la crisis que vive Sri Lanka no es consecuencia exclusiva de la corrupción y el desgobierno que caracteriza a lo que solemos llamar con suficiencia perezosa y generalizadora repúblicas bananeras. Pese a que los medios más comprometidos con la ortodoxia verde nos lo hurten en sus análisis, parece que una de las causas principales de la inflación desbocada y la escasez de alimentos y medicinas que han llevado a los esrilanqueses a rebelarse tiene que ver con el fundamentalismo ecologista, y con el celo evangelizador con el que sus profetas han ido extendiéndolo por el mundo.

Según explica Michael Shellenberger en Common Sense, el muy recomendable boletín de Bari Weiss, Sri Lanka había conseguido en las últimas décadas unos niveles inéditos de prosperidad gracias a la universalización entre sus productores agrícolas de fertilizantes asequibles y efectivos. Las ventajas que ofrecen los fertilizantes permitieron al país superar problemas crónicos de desabastecimiento, y desarrollar una clase media de propietarios prósperos que sostenían la economía y las finanzas nacionales con la producción agrícola y las exportaciones de productos como el caucho y el té.

"Pero lo que parecía un sueño para la mayoría de esrilanqueses ", escribe Shellenberger, "fue percibido como una pesadilla por los ecologistas en Occidente". Influidos por las teorías anti-crecimiento del biólogo catastrofista Paul Ehrlich, que denunciaba como insostenibles los progresos de la química y la técnica en agricultura, muchas organizaciones internacionales y pretendidos expertos occidentales empezaron a abogar por los cultivos orgánicos.

Bajo la presidencia del antecesor de Rajapaksa, Maithripala Sirisena, Sri Lanka se convirtió en país pionero en la promoción de los cultivos orgánicos, lo que le valió muchas alabanzas en Occidente y una posición destacada en los índices internacionales de sostenibilidad. La política ecologista adoptada por Sirisena llegó a su punto culminante con su sucesor en el cargo en 2021, cuando Rajapaksa prohibió el uso de fertilizantes en el país.

Toda atribución de causas debe ser tomada con precaución, pues depende en gran medida de los prejuicios y la agenda ideológica de quien la hace. Pero las cifras que aporta Shellenberger hacen muy difícil dudar de la validez de su análisis. Antes de la prohibición, y pese a los esfuerzos de las autoridades para promover la sustitución, un 90 por ciento de los agricultores en Sri Lanka utilizaban fertilizantes. Tras la prohibición, un 85 por ciento de los productores experimentó la pérdida de cosechas. Un tercio de los agricultores dejó de producir en 2021 al no poder utilizar fertilizantes.

Como consecuencia de la medida, la producción de arroz cayó un 20 por ciento y los precios aumentaron en un 50 por ciento en solo seis meses. Sri Lanka dejó de ser autosuficiente y se vio obligada a importar arroz. Las subidas dramáticas de precios afectaron también a otras hortalizas como los tomates y las zanahorias. Millones de personas empezaron a sufrir las consecuencias de esta crisis inducida en el sector agrícola.

"En la región de Rajanganaya, donde la mayoría de agricultores cultivan terrenos de dos acres y medio [aproximadamente una hectárea], las familias registraron una caída de sus cosechas de entre el 50 y el 60 por ciento", escribe Shellenberger sobre el impacto de la prohibición para los pequeños propietarios.

Igual de espectacular fue la caída de las exportaciones de té. Antes de la prohibición, la venta al extranjero de té generaba 1.300 millones de dólares al año a las arcas esrilanquesas, una cantidad que permitía sufragar el 71 por ciento de las importaciones de alimentos. Después de la prohibición, las exportaciones de té disminuyeron en un 18 por ciento entre noviembre de 2021 y febrero de 2022.

Este colapso supuso otro golpe para la balanza de pagos del país, que sufrió un golpe devastador durante la pandemia con la pérdida de entre 3.000 y 5.000 millones de dólares anuales que antes ingresaba del turismo. Como consecuencia de todo ello, Sri Lanka disparó una deuda externa que ya está teniendo problemas para pagar.

Es posible que Shellenberger —quien ya advirtió de los efectos nocivos del alarmismo climático en un libro traducido al español como No hay apocalipsis— ponga demasiado el foco en la cruzada contra los fertilizantes para explicar la crisis de Sri Lanka.

También puede ser que tengan razón —aunque su argumento recuerde a los partidarios de repetir hasta que salga el sangriento experimento del comunismo— los abogados de la agricultura orgánica que ven en la debacle esrilanquesa un problema de aplicación y no la prueba de que su modelo no funciona.

Pero el fracaso del maximalismo ecologista que muchos hemos descubierto gracias a los bañistas de la piscina del palacio presidencial en Colombo nos recuerda que la realidad no se doblega a los designios de los intelectuales, los académicos y los burócratas, aunque lleven el membrete de la ONU.

La arrogancia de los supuestos expertos, y su desprecio por la experiencia y el conocimiento de quienes trabajan directamente con lo que para ellos no es más que objeto de estudio, tienen efectos catastróficos que acabamos pagando todos.

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