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Una aventurilla filosófica

Conviven la mirada escéptica de la filosofía y la literatura españolas con los saberes dogmáticos, nunca cuestionables por dogmáticos sino por su dudosa veracidad.

Conviven la mirada escéptica de la filosofía y la literatura españolas con los saberes dogmáticos, nunca cuestionables por dogmáticos sino por su dudosa veracidad.
Azorín. | Azorin

La filosofía es un saber raro. Le contaré, improbable lector, mi último fracaso con este curioso saber que tanto desprecian los políticos y las elites culturales de un país sin idea de nación y con un un Estado lamentable, pues que ni siquiera existe, como en los sistemas genuinamente federales, un Gobierno que tenga unos poderes exclusivos e indelegables. Sánchez, sí, puede delegar todo lo que quiera con tal de mantenerse en el poder. Una locura. Es el esperpento español. Así las cosas, no sé qué es peor si dedicarse a la política o a la filosofía. Mientras resuelvo el enigma, les cuento mi pequeña experiencia sobre el intento de escribir un ensayito de historia de la filosofía contemporánea española.

Vaya por delante que siempre he estado avisado sobre lo mal vistas que, en todos los tiempos, han estado las personas que se dedican a la filosofía. Quien la cultiva en la juventud, según decía Platón, es tratado con curiosidad, pero quien lo hace en la madurez, por decirlo suavemente, es visto con desdén. Yo he caído en los dos defectos. Pero nunca he dejado de tomar muy en serio las palabras que Platón, en su diálogo Gorgias, pone en boca de Calicles, quien se dirige a Sócrates con esta irónica plática: "La filosofía tiene cierto encanto si se cultiva en la juventud y con mesura, pero que es indigna de un hombre maduro". El desprecio de la filosofía por parte de Calicles es, paradójicamente, filosófica, sobre todo si se tiene en cuenta su razonamiento final: "Los filósofos no saben nada de las leyes del Estado, no se desenvuelven en el trato de gentes y no tienen experiencia por los placeres y deseos humanos. ¡En una palabra, carecen de lo más propio de los hombres!" (484d). Y en la página siguiente repite Calicles: "Mira, Sócrates, cuando veo a un hombre entrado en años metido en filosofía y sin cejar en ella, me parece que habría que pegarle un par de tortas" (485d).

A pesar de todo, me arriesgo a ser abofeteado por usted, amable lector, aunque sólo sea abandonando la lectura de este texto, que no tiene otra pretensión que contarles mi abortada aventurilla. Me encargó un editor una especie de historia breve de la filosofía española contemporánea. Se trataba de entender la contribución del pensamiento filosófico en lengua española a la filosofía que es por su esencia universal, pero reconozco no haber cumplido con la sugerencia de mi editor. Lo intenté, pero fracasé. Pero, en ese camino, creo haber aprendido que la filosofía en lengua española no es sino una parte de la filosofía universal. A veces nuestra filosofía es mejor y, por supuesto, otras muchas no es casi nada comparada con las contribuciones de filósofos de otras latitudes e idiomas a ese saber que los griegos llamaron filosofía. Y, sin embargo, yo he escrito unas cuantas páginas que pueden leerse como aproximaciones —nunca hay una sola aproximación— y tentativas para escribir un libro sobre el canon de la filosofía española para una historia universal de la filosofía.

Al principio tuve una hermosa intuición sobre el escepticismo hispánico. Ese asunto podría ser una buena guía para adentrarse en nuestra historia filosófica. Emborroné unas cuantas páginas sobre algunos libros de filosofía española profundamente escépticos. Quizá ni siquiera eran libros de filosofía. Las abandoné. Pasado un tiempo, volví sobre ellas, pero no pude acabar de releerlas. Su prosa era insoportable. Fueron descartadas. Me asaltaron nuevas dudas: autores, temas, doctrinas, circunstancias, estilos, didácticas, críticas… Los substantivos, los adjetivos, los verbos me preocupaban tanto como los ritmos de las oraciones. La unidad de la cosa debería ser antes de estilo que de tema. Un lío. Estaba atascado. No sabía por dónde tirar. Mis propias indecisiones eran mi cárcel. Vuelta a empezar. No me valían las muchas intuiciones ni las experiencias sobre el asunto elegido. Estaba cada vez más perdido. Recurrí a buenos amigos, profesores de la materia y filósofos, les pregunté cómo construir un mínimo canon para hacerse cargo de la filosofía española del siglo XX. También pedí auxilio magníficos escritores, cultos y sabios. A todos les solicitaba una breve selección de sus libros preferidos de filosofía española del siglo XX. Deberían ser obras amenas y no rollos mazorrales incomprensibles para un ciudadano medio.

Esperé los listados con impaciencia. Sospeché que mi selección sería mala, imprecisa y precaria, entre otros motivos, porque ellos escriben mucho mejor que yo. Aunque me lo propusiera, jamás alcanzaría a escribir versos y novelas como las suyas; tampoco lograría alcanzar la altura de sus ensayos, para escritores que han hecho de este género un medio, un entrenamiento constante, para conseguir una representación genial el día del estreno, como un fin en sí mismo, pues que sin el ensayo y la preparación técnica constante raramente se consigue algo bueno. Mientras esperaba la ayuda de mis amigos, también yo traté de hacer mi selección, pero al poco renuncié a mi tarea. Me sentí abrumado con los numerosos y buenos libros que hay sobre la cosa. Entonces, por qué me he metido en este lío, se preguntará usted; pues ni yo mismo lo sé… Quizá me dejé llevar por el primer impulso para escribir sobre filosofía española contemporánea. Nada enseñaría este libro de modo dogmático, aunque nada tengo en contra de los dogmas, sobre todo si son buenos y verdaderos. Más bien, estaría tentado a dejarme llevar por cierta actitud escéptica y ecléctica… ¡Enseñar filosofía es para mí demasiada tarea! Mis aspiraciones son más modestas. Trataría de contar unas cuantas aventuras relacionadas con mi profesión. Aventuras filosóficas. Algo parecido a lo que escribo ahora. Recogería unos cuantos relatos sobre mi experiencia filosófica, en realidad, sobre mis amplias limitaciones para enseñar filosofía. Me interesa el filosofar, pero, la "filosofía" no tanto.

En resolución, repito, he fracasado. Y, sin embargo, debo confesar públicamente que, cuando mi editor me hizo el encargo de escribir algo parecido a una historia mínima de nuestra filosofía contemporánea, me dio un subidón, como dicen los jóvenes, de entusiasmo. Me relamía de gusto pensando en las lecturas y relecturas que debería hacer de nuestros numerosos y grandes autores. Pronto el gusto cedió al vértigo. Eso sentí al detenerme a pensar todos los grandes autores que existen, desde la generación de escritores de 1868, si se quiere desde la Restauración, pasando por las Generaciones del 98, el 14, el 36 y las de postguerra civil, el franquismo y la democracia, en fin, hasta hoy. Citar a todos ellos ya es una tarea casi imposible. Del vértigo que me produjo el encargo, dicho en corto, pasé al temor. Pronto comenzaron las desazones para rebajar las alegrías de la empresa sugerida por mi amigo y editor. Qué autores seleccionar, cómo hacerles discutir entre ellos y, sobre todo, qué asunto común, aparte de la lengua, compartían todos ellos que pudiera interesar al lector de nuestro tiempo… Estuve a punto de abandonar antes de comenzar. Sentí pánico. Sólo veía dificultades por todas partes para sacar adelante el proyecto. Recapacité no sin pasar por congojas amargas. Sigo empeñado en la cosa, pero creo que estoy lejos de de hallar el tono y el fondo para escribir sobre las filosofías de nuestros buenos y grandes filósofos. Cínico sería, sin embargo, no confesar públicamente algunos de mis gozos en este proceso. Primero, me siento vivo durante la investigación. Segundo, definitivamente, creo que es más importante filosofar que la filosofía, o sea, pensar es una tarea infinita sin final. Pensar es antes energeia que ergon. Tercero, cada vez más, respeto a los escritores de historias de la Filosofía, especialmente a los que tratan de compaginar la vida del filósofo con sus filosofías. Cuarto, he vuelto a leer en libros que contienen mucha filosofía española, hay tanta y tan buena, por ejemplo, la relectura de Azorín, ese pequeño gran filósofo para todos los tiempos, nos libera de nuestras zozobras políticas y nos enseña el camino de la duda, de la sabiduría escéptica.

En 1922, el filósofo Azorín se quejaba amargamente sobre la incultura histórica de los políticos españoles. La historia de España era para ellos cosa desconocida. Y no leían en esa época, entre otros motivos, porque no había buenos manuales de historia política y de historia literaria, tampoco había obras de historia religiosa de España. Para los españoles de aquella época la historia, la tradición, las letras, el pensamiento religioso, lo inmaterial, lo impalpable, el espíritu, en una palabra, no era nada. Por esos andurriales se iría fatalmente a la más horrenda barbarie. El goce instantáneo y brutal sustituirá a la delicadeza y la perfección interior. La meditación ante el destino humano será una inmensa locura. Sin libros el pensamiento mismo, concluye Azorín, llegaría a ser abolido por el placer bestial… Esa carencia de buenos manuales de historia, que habría llevado a millones de seres humanos a valorar más a un multimillonario que a un Vicente de Paul, o un Fray Luis de León, habría sido en parte solucionada, según una nota añadida en 1958 por el propio Azorín a su texto de 1922: "Sí, ya hay manuales de historia, sí han cambiado mucho las cosas, sí, se estudia la historia". Existen ya muchos manuales de historia. Tantos que asistimos a un nuevo peligro: la superposición de libro a las cosas. Azorín nos ponía sobre la pista de un problema que, décadas más tarde, planteó con solvencia filosófica Gabriel Zaid: los Demasiados libros nos impiden desarrollar una cauta y prudente armonía entre el libro y el hombre. El exceso de libros no sólo estarían ocultando a las cosas, a la realidad, sino también a los propios hombres que los escriben. Es menester procurar una convivencia agradable entre los escritores y sus libros, entre los filósofos-escritores y sus historias de la Filosofía.

Pero, seguramente, donde más he aprendido en este intento de escribir un breviario de filosofía española contemporánea es a la hora de elegir el canon de esa filosofía. Sí, ese canon existe, aunque yo no lo pueda, o mejor dicho, no quiera justificarlo con abstracciones. Hay un canon filosófico de corte hispánico, más aún quien prescindiera de él no entendería el resto de las filosofías europeas y americanas. Ese canon está ahí delante de nosotros. Y siempre, aunque cueste verlo, está vinculado, de un modo u otro, al escepticismo que no es casi nunca, en España y en la América española, negación, sino una genuina forma de sabiduría. Convive la mirada escéptica de la filosofía y la literatura españolas, a pesar de los tradicionalistas y los modernos de boquilla, con los saberes dogmáticos, nunca cuestionables por dogmáticos sino por su dudosa veracidad. El escepticismo vitalista convive, sí, con el universal intelectualismo. Y es que padres del asunto tenemos para tomar y dejar. Baste citar a dos: Cervantes y Gracián. Pocos filósofos en el siglo veinte y en el actual pueden liberarse de esas influencias.

Y, finalmente, en esta búsqueda de asideros para escribir una historia de la filosofía española contemperánea, creo haber hallado un asunto capital para escribir sobre las continuidades y rupturas de la filosofía española. Me parece inviable una historia de esa materia sin tratar algunas disputas entre maestros y discípulos. Y, a veces, ni siquiera existe la discusión sino simple y llanamente la manipulación de un seguidor de las doctrinas del maestro. En todo caso, estudiar a los maestros a través de sus discípulos es un privilegio, un gozo, sólo al alcance de las personas que son capaces de identificar al genuino discípulo de cualquier descuartizador de filósofos. Esa aptitud, por desgracia, está poco desarrollada a lo largo de la historia de la educación contemporánea… A veces la cosa es fácil, pero otras muchas es muy complicado. Y, sin embargo, nunca dejaremos de poner en cuestión que Platón no siempre sigue a Sócrates ni que Aristóteles sea fiel a Platón. La cuestión del magisterio, la continuidad y la ruptura en la historia de la filosofía es tan fascinante como, a veces, difícil de resolver. Un ejemplo de esa fascinación, seguida, de un rechazo es la relación entre uno de los grandes filósofos de la España del siglo XX, Eugenio d´Ors, y el profesor de filosofía, José Luis López Aranguren. Pero eso lo dejamos para una próximas entrega.

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