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Pedro Fernández Barbadillo

¿Pero ha habido científicos en España? El caso de Leonardo Torres Quevedo

El cántabro fue uno de esos individuos que pueden aparecer en cualquier lista de genios.

EFE

El tópico establecido en el siglo XIX asegura que en España no ha habido nunca ciencia y que nuestros personajes más destacados sólo han sido brutos cortacabezas y beatos, con algún que otro pintor y escritor.

A comienzos de la Restauración (1876-1923), un miembro de la secta krausista afirmó que en España no había existido ciencia por culpa de la Inquisición y del catolicismo. Un jovencísimo Marcelino Menéndez Pelayo, con poco más de veinte años, replicó de tal manera, con un folleto titulado luego La ciencia española, que destrozó al krausista. El filósofo montañés se limitó a citar todo tipo de pensadores, científicos y profesores que hubo en los siglos XVI, XVII y XVIII.

Cuando Menéndez Pelayo escribió su texto, había terminado sus estudios de Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos su paisano Leonardo Torres Quevedo, que había nacido en Santa Cruz de Iguña en 1852. Torres es uno de esos científicos que pueden aparecer en cualquier lista de genios.

Hijo de otro ingeniero –titulados que en el siglo XIX eran la élite del conocimiento técnico–, ejerció su profesión en el sector ferroviario, pero la abandonó, según dijo, "para pensar en sus cosas". Se lo podía permitir, porque disponía de rentas familiares. Volvió a su pueblo natal, se casó con Luz Polanco Navarro (falleció en 1889) y se puso a pensar y a emborronar hojas.

El 'Spanish Aerocar' del Niágara

En todo documental sobre las cataratas del Niágara aparece un transbordador que lleva a los pasajeros sobre un enorme remolino. Se llama el Spanish Aerocar, lo construyó un hijo de Leonardo Torres-Quevedo –Gonzalo–, se inauguró en 1916 y ha cumplido un siglo sin un solo accidente. Cuando la memoria histórica en España destruye monumentos y manipula el pasado, una placa en el acceso recuerda a Torres Quevedo.

En su aislamiento, el ingeniero santanderino inventó el transbordador, que es el nombre que da su tipo de teleférico aéreo, pensado para el transporte de personas. Su patente fue tan avanzada para la tecnología y la mentalidad de la época que sólo se construyó el primero pasados veinte años.

Su diseño liberaba uno de los cables, lo hacía pasar por unas poleas y le colgaba del final un contrapeso, de modo que la tensión que soportaba el cable era siempre la misma sin importar el peso de la barquilla. Así, el sistema se autoequilibra.

Las primeras pruebas las hizo en su tierra en 1887. Lo patentó en Francia, Inglaterra, Suiza y EEUU. En 1890 lo presentó en Suiza, pero los adelantados suizos lo rechazaron. La aceptación a su invento llegó en 1907, cuando en San Sebastián Torres Quevedo construyó el tranvía aéreo del monte Ulía. Desapareció en 1912, cuando se inauguró el parque de atracciones del monte Igueldo, pero se había dado a conocer. Todos los teleféricos construidos desde entonces se basan en su patente de 1887. ¡Por una vez, España aceptó el invento de uno de sus hijos!

En la década de 1890 se dedicó a investigar las máquinas de calcular, a las que denominó "máquinas algebraicas". Presentó una memoria con sus investigaciones y proyectos en 1893 en la Real Academia de Ciencias de Madrid, que dejó pasmados a todos los ingenieros que la leyeron.

A partir de 1902 su campo de investigación consistió en los dirigibles, los artefactos que se esperaba sirviesen para el transporte de personas y mercancías por el aire. Cuando todos los demás se centraban en la propulsión, él lo hizo en la estabilidad. Introdujo una especie de viga en el interior del globo y también unos triángulos metálicos de los que colgaba, más segura, la barquilla.

El mando a distancia

En 1904, con la colaboración del Ejército español, en concreto del capitán Alfredo Kindelán, empezó a construir un dirigible. Pero el Estado se desinteresó y la patente se la compró la Casa Astra de París con efectos en todo el mundo, salvo España.

Torres Quevedo también inventó el concepto y la máquina de lo que llamamos mando a distancia y él denominó "telekino". Pretendía dirigir el vuelo de los dirigibles desde tierra sin piloto mediante ondas herzianas. Lo presentó en París y lo patentó en 1903. Hizo varias demostraciones, que consistían en dirigir a distancia barcas y triciclos, en San Sebastián, Bilbao y Madrid. Bilbao, entonces la capital de la industria pesada española, fue la sede de su empresa, Sociedad de Estudios y Obras de Ingeniería.

No es que en España no haya ni ciencia. El mayor obstáculo para la aparición de científicos e inventores es que el Estado, las empresas y las familias consideran que la ciencia no da ni dinero ni prestigio.

En 1910 viajó en la comitiva española que participó en Argentina en los actos del primer centenario de la independencia de esa república. Allí propuso la elaboración de un diccionario tecnológico de la lengua española. Como destaca su biógrafo Francisco González de Posada, esta obra se publicó en 1983.

El primer dirigible construido según su patente salió de la fábrica en 1911. Alcanzó los 80 kilómetros por hora; un modelo posterior llegó a los 100. Torres Quevedo diseñó más elementos complementarios (postes de amarre, cobertizos giratorios…). La desaparición de esta industria con los aviones a reacción convirtió sus inventos en papel mojado.

En 1914 publicó un ensayo sobre la ciencia de los autómatas, de la que inventó hasta el nombre. Aparte del telekino, inventó el ajedrecista, la primera máquina para jugar al ajedrez, y el aritmómetro electromecánico, la primera calculadora digital, que presentó al público en 1920, cuando se acercaba a los 70 años de edad.

Inventor, católico devoto, ingeniero, académico de la Lengua, doctor honoris causa por la Universidad de París, Leonardo Torres Quevedo falleció en Madrid en diciembre de 1936. De muerte natural. Aunque una de sus hijas fue detenida por las milicias.

El mismo Frente Popular que había comenzado en agosto de 1936 la depuración de los cuerpos de catedráticos de universidad y de instituto, que había quemado bibliotecas y se había incautado de la Residencia de Estudiantes, no le prestó atención. Un obituario apareció en el ABC de Sevilla ya en enero.

El mayor obstáculo para la ciencia

En conclusión, no es que en España no haya ni ciencia. El mayor obstáculo para la aparición de científicos e inventores es que el Estado, las empresas y las familias consideran que la ciencia no da ni dinero ni prestigio. Los primeros prefieren pagar patentes y las últimas prefieren que sus hijos saquen notarías en vez de vestirse con una bata blanca y jugar con microscopios.

Un amigo que contactó con un descendiente de uno de estos inventores lamentó que su antepasado hubiera desperdiciado el dinero que ganaba por sus patentes en "tonterías"; es decir, en seguir investigando, en vez de amontonarlo para vivir bien o para dejárselo a los hijos y nietos.

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