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Jesús Laínz

Disparando al modernismo

En el fondo de nuestro modernista tintero acecha un buen puñado de depravaciones sexuales, alcohólicas… e incluso poéticas.

No vayan ustedes a creer que, por blandir plumas y no espadas, los juntaletras son gente pacífica. Ya en el siglo XVI Cristóbal de Castillejo arrojó agresivos versos a Boscán y Garcilaso por sus gustos italianizantes y su nuevo lenguaje lleno de rodeos y sutilezas. Y mucho más conocidas son las inmortales estocadas que se dedicarían un siglo más tarde Quevedo y Góngora por similares disputas palabreras.

Diz que cólica tenéis
pues por la boca purgáis;
satírico diz que estáis;
a todos nos dais matraca;
descubierto habéis la caca
con las cacas que cantáis.

Como las cosas humanas suelen ser siempre las mismas, trescientos años después de estas amables rimas de Quevedo volvieron a desenvainarse las plumas para disputar sobre palabras retorcidas. Pues los autores más hostigados de toda la historia de las letras hispánicas probablemente fueron aquellos que, con el título, en principio despectivo, de modernistas y bajo el cetro de Rubén Darío, estuvieron de moda en los años finales del siglo XIX y primeros del XX, con la gran catástrofe del 98 como epicentro. Ya desde la aparición de los primeros versos darianos en la década de los 80, comenzó a manifestarse el singular rechazo que, por varios motivos, provocó la nueva corriente poética entre lectores, críticos, escritores y académicos. Unos los criticaron por revolucionarios y disolventes; aquéllos, por reaccionarios y aristocráticos; ésos, por antipatrióticos y frívolos; éstos, por impíos y pecadores; otros, por sodomitas; y todos ellos, por cursis.

Algunas voces eclesiásticas clamaron contra la poesía modernista, en especial la de su comandante Darío, por considerarla groseramente carnal y venenosamente pagana. El agustino fray Martín Blanco, por ejemplo, calificó el modernismo como "el enfermizo engendro de media docena de desocupados, plaga peor que la langosta, más mortal que la peste bubónica y más latosa que los organillos callejeros", y a sus practicantes como "pobres neurasténicos, encasillados en su ninfomanía, perdiéndose en el horizonte gris de los neologismos extravagantes y las pseudosensaciones pecaminosas".

En el extremo contrario, los profesionales de la revolución rechazaron a quienes percibieron como unos señoritos individualistas y elitistas, nostágicos de siglos pasados, recluidos en su torre de marfil, desentendidos de los problemas de las clases populares y carentes de compromiso político. Síntoma muy significativo es el de que mientras que las críticas provenientes de la derecha se desinflaron al poco tiempo, las de la izquierda siguen sorprendentemente vigentes, sobre todo en la otra orilla del charco, indigenismos incluidos, naturalmente.

Los ataques serios y las ridiculizaciones festivas llenaron la prensa de ambas orillas del Atlántico, si bien fue España el país que se destacó en la lid, en parte por considerar al modernismo un subproducto intelectual de las antiguas colonias y en parte porque la sombra del 98 era demasiado densa como para aceptar que los escritores se dedicaran a artificios poéticos en vez de a arrimar el hombro en la regeneración de la patria decaída. Así lo explicó Ortega en 1906:

Singular espectáculo el que ofrecen estos poetas de los últimos diez años. Durante ellos un río de amargura ha roto el cauce al pasar por España y ha inundado nuestra tierra (…) ¿Qué han hecho entretanto? Cantar a Arlequín y a Pierrot, recortar lunitas de cartón sobre un cielo de tul, derretirse ante la perenne sonatina y la tenaz mandolinata; en suma, reimitar lo peor de la tramoya romántica.

Y así lo había proclamado Unamuno cinco años antes:

La literatura no puede ser en parte alguna, y menos que en otra parte en España, labor de mera contemplación artística. El encerrarse el literato en su torre de marfil a rezar letanías a la Belleza es hoy un crimen. Nuestro primer deber es el de educar al pueblo.

No pudo estar más en desacuerdo el modernista Benavente, a quien irritaba la intervención de los escritores en asuntos políticos:

Y venga a molernos a toda hora con sus recetas reconstituyentes de todos los organismos sociales. ¡Y si cada uno hablara de lo que entiende y se ocupara en lo que le atañe! (…) Hay una nueva hornada de escritores jóvenes que ha llegado a creerse de buena fe, ¡la fe los salve!, que en cada uno de sus escritos, palabras y gestos hay virtud para salvar no sólo a España, sino al mundo y planetas de alrededor.

Al fin y al cabo el modernismo fue una simple corriente estética en el campo de la poesía, mientras que la obra de la mayoría de los noventayochistas, poco versificadores por lo general, se caracterizó por su trasfondo profundamente político. La revista modernista Helios, fundada en 1903 por Juan Ramón Jiménez, se definió así en su manifiesto fundacional:

Humildosa, pero inevitable –así las flores en primavera–, surgió en nuestro grupo juvenil –si flaco en número, fuerte en amistad– el pensamiento de una publicación joven como nosotros, y entusiasta de todo lo que dice hermosura, hállese dondequiera y cante en la lengua que quisiera. Y henos aquí, paladines de nuestra muy amada Belleza, prontos a reñir cien batallas de verbo y de espíritu. ¡Guárdanos tú, la Dilectísima, por quien osamos entrar en lid!

Su sucesora Renacimiento se presentó en 1907 con estas palabras:

Porque tú, a veces, pasas indiferente por un sendero, ante una flor, bajo una estrella, junto a una fuente; porque oyes y no escuchas una voz, una música, una risa, una lágrima, hemos querido, a golpes de prosa y verso líricos, abrirte los ojos y el corazón. Somos los poetas, los privilegiados, los que sabemos el secreto de las palabras y de los corazones.

Los ataques de los profesionales de la pluma fueron abundantes y variados en los años iniciales del siglo XX. El poeta vallisoletano Emilio Ferrari, por ejemplo, dedicó su discurso de ingreso en la Academia (La poesía en la crisis literaria actual, 30 de abril de 1905) a acusar al modernismo de extravagancia, de insoportabilidad, de verbalismo huero y de balbuceo senil. El recién nobelizado José Echegaray le respondió abundando en el rechazo a la que denominó literatura degenerada. Pereda calificó a los modernistas como "enanos del arte" que, dada su incapacidad, se hacen notar "a fuerza de contorsiones y extravagancias". Más o menos lo mismo que señaló Unamuno, a quien los modernistas le recordaban a ésos que, a falta de valía, se dejan melena para parecer originales y "dejar turulato al hortera". Antonio Machado, por su parte, dejó claro en su famoso Retrato que, aun adorando la hermosura, "no amo los afeites de la actual cosmética, ni soy un ave de ésas del nuevo gay-trinar". Y Maeztu confesó con singular contundencia el disgusto que le provocaban tanto los modernistas como quienes empleaban demasiadas energías en atacarles:

Observo que desde hace algún tiempo se ha recrudecido el odio inexplicable que inspira a ciertos escritores la tontería modernista. Allá se las hayan con esos modernófobos los jóvenes de los lirios y los nenúfares, las clepsidras y las walpurgis. Eso no va conmigo. Modernistas de esta clase y antimodernistas de la otra me inspiran las mismas ganas de hacer mis necesidades.

Baroja consideró el modernismo y sus antecedentes franceses una neurosis, y suya es la muy repetida anécdota de las plumas: a Darío se le ocurrió ponderar a Baroja, haciendo referencia a su oficio secundario en la panadería de su familia, diciendo: "Sus novelas tienen mucha miga: se nota que es panadero". El cascarrabias guipuzcoano respondió afirmando: "Rubén Darío tiene buena pluma: se nota que es indio".

Entre tantas plumas, Unamuno no pudo dejar de traerlas a colación con un punto de menosprecio a la condición mestiza del nicaragüense. Así relataría él mismo un episodio del que se arrepentiría amargamente tras la muerte de aquél:

Con esta lengua que el Demonio nos ha dado a los hombres de letras, dije una vez a un compañero de pluma [Valle-Inclán] que a Rubén se le veían las plumas –las del indio– por debajo del sombrero; y el que me oyó, ni corto ni perezoso, esparció la especie, que llegó a oídos de Darío.

El propio Valle-Inclán dirigiría posteriormente a Unamuno estas duras palabras sobre la cuestión:

Ustedes no han nacido para entenderse porque Rubén y usted son antípodas. Verá usted: Rubén tiene todos los defectos de la carne: es glotón, es bebedor, es mujeriego, es holgazán. Pero posee todas las virtudes del espíritu: es bueno, es generoso, es sencillo, es humilde. En cambio usted almacena todas las virtudes de la carne: es usted frugal, abstemio, casto e infatigable, y tiene usted todos los vicios del espíritu: es usted soberbio, ególatra, avaro, rencoroso. Por eso cuando Rubén se muera y se le pudra la carne, que es lo que tiene de malo, le quedará el espíritu, que es lo que tiene de bueno. ¡Y se salvará! Pero usted, cuando se muera y se le pudra la carne, que es lo que tiene de bueno, le quedará el espíritu, que es lo que tiene de malo, ¡y se condenará!

Pero la oposición unamuniana a Darío no provenía de las plumas del sombrero, sino de la de escribir. El vizcaíno manifestó en varias ocasiones el desagrado que le causaban los versos de aquél, "demasiado gaseosos", según respondió en una ocasión a Darío por haber definido éste los suyos como "demasiado sólidos". Además, sobre el nicaragüense y sus seguidores pendía la acusación de afrancesados, lo que, aparte de sinónimo de decadentes, no era poca cosa en una España con el patriotismo en carne viva por el reciente 98. El propio Darío había fijado sobre sí la diana al escribir que "el modernismo no es otra cosa que el verso y la prosa castellanos pasados por el fino tamiz del buen verso y de la buena prosa franceses". Efectivamente, sus modelos, según confesión, fueron Hugo, Baudelaire, Leconte de Lisle, Gautier y, por encima de todos, Verlaine, "el más grande de los poetas de este siglo". Y, como explicara metafóricamente en el prólogo de sus Prosas profanas, "mi esposa es de mi tierra; mi querida, de París".

No es extraño, pues, el desagrado de un Unamuno que había declarado no sentir "la menor atracción hacia París" y que "en general, me penetra poco lo francés". Ni que Clarín, el más influyente crítico de su época, acusara a Darío de "galicismo mental" y los tomara, tanto a él como a otros modernistas, por "sinsontes vestidos con plumaje pseudoparisién".

Aprovechemos al decadente, bisexual, violador y borracho Verlaine para echar aquí el freno. Pero no se vayan todavía, pues en el fondo de nuestro modernista tintero acecha un buen puñado de depravaciones sexuales, alcohólicas… e incluso poéticas.

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