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Iván Vélez

Cortés y Franco: sepulcros paralelos

A la espera de ver lo que ocurre con los restos mortales de Franco, existe un claro paralelismo con lo ocurrido con los de Cortés, cuya salvadora exhumación hubo de hacerse para evitar su conversión en cenizas.

Hernán Cortes, retratado por Paulo Giovio | Wikipedia

La iniciativa de exhumar a Francisco Franco de su tumba en la Basílica de la Santa Cruz del Valle los Caídos es, sin duda, la más comentada de cuantas ha emprendido o anunciado un presidente, Pedro Sánchez Pérez-Castejón, que acaba de cumplir sus primeros cien días de mandato. Cuarenta y tres años después de su fallecimiento en un hospital público construido durante su mandato, Franco ocupa un lugar central en el debate entre unos partidos que necesitan de elementos diferenciadores, toda vez que sus políticas, sujetas a férreas determinaciones, se asemejan enormemente. En tal contexto, nada mejor que usar a Franco como parteluz ideológico. Mientras se resuelve tan necrófilo como, al parecer, urgente asunto, la ocasión nos permite regresar a otras polémicas óseas. En este caso a la que tuvo a la osamenta de Hernán Cortés como protagonista.

Cortes falleció el 2 de diciembre de 1547, a los sesenta y dos años de edad, en Castilleja de la Cuesta. Allí recibió su primera inhumación, en el Monasterio de San Isidoro del Campo, vinculado a los Duques de Medina Sidonia. Años después, en 1566, los huesos de Cortés, en cumplimiento de sus postreros deseos, cruzaron el Atlántico y fueron enterrados en la Iglesia de san Francisco de Texcoco. Allí se reunió con su madre y sus hijos Catalina y Luis, ya sepultados en un templo perteneciente a la orden que siempre favoreció. Ya en el siglo siguiente, en 1629, al morir don Pedro Cortés, IV Marqués del Valle, lo que quedaba de Cortés fue llevado a la iglesia de los franciscanos de la Ciudad de México. Para el traslado se organizó un solemne funeral, tras el cual sus restos quedaron integrados en un conjunto funerario formado por "un lienzo representando al Conquistador, el escudo de sus armas, y donde se conservaba también el guión o estandarte que se decía había servido en sus empresas bajo un dosel acompañado de un lienzo con su figura". Sin embargo, la inquietud por el lugar donde debían ubicarse sus huesos no cesó ahí. El 8 de noviembre de 1794, aniversario del encuentro del conquistador con Moctezuma, fueron trasladados a la iglesia del Hospital de Jesús, institución fundada por el propio Cortés. Junto a sus reliquias se colocó un famoso e idealizado busto, salido de las manos de Manuel Tolsá, director de la Academia de San Carlos. La ceremonia se anunció con campanas por toda la ciudad y fue celebrada por el dominico fray José Servando de Mier Noriega y Guerra (1763-1827), quien se refirió al conquistador como la persona que había "destruido la idolatría, los sacrificios humanos sangrientos y traído y comunicado la luz del evangelio a los que moraban en las tinieblas de Egipto". Todo ello ocurrió un mes antes de que el 12 de diciembre de 1794, festividad de Guadalupe, el mismo fray Servando pronunciara el sermón en el cual afirmó que Santo Tomás Apóstol había cristianizado el continente en el siglo I. En su prédica, también aseguró que "la imagen de Guadalupe no está pintada sobre la tilma de Juan Diego sino sobre la capa de Santo Tomás Apóstol de este reino". La identificación entre Santo Tomás y Quetzalcóatl estaba servida.

Años más tarde, el 16 de septiembre de 1823, el Gobierno mexicano, ya soberano, propuso que se exhumaran los restos de Cortés y fueran llevados al quemadero de San Lázaro. Conocida la noticia, la noche anterior a la fecha en que se debía ejecutar ese mandato, Lucas Alamán (1792-1853), junto al capellán mayor del hospital, don Joaquín Canales, extrajo del mausoleo lo quedaba de aquel esqueleto y lo colocó bajo la tarima del altar de la iglesia. Un rumor, el de que había sido llevado a Italia, donde residían sus descendientes, disuadió a muchos de emprender su búsqueda. Con los ánimos públicos más calmados, en 1836, Alamán mandó abrir un nicho en el muro del lado del Evangelio, que se cerró sin referencia alguna. Oculto detrás de un tabique de ladrillo y un revoco de cal reposó Cortés durante más de un siglo. Siete años después, en 1843, Alamán entregó a la embajada de España una copia del Documento del año 1836, que detallaba el lugar preciso del último entierro del Marqués. Esta copia se mantuvo en secreto hasta su inesperada reaparición.

Enterrado finalmente, al igual que Franco, en un templo que él mismo mandó construir, Cortés ha sido considerado por muchos, entre ellos los mexicanos Alamán, Vasconcelos y Miralles, el padre de la patria mexicana. La analogía con Franco, al que hoy se trata de extraer de su tumba, surge si entendemos que de la transformación de su régimen, gracias a la no por casualidad llamada Transición, surgió la actual democracia coronada, sólo posible tras la creación de unas condiciones materiales y económicas impulsadas durante el periodo en que gobernó.

Pese a todo, el interés sobre la localización de los restos persistió. En 1906 González Obregón publicó un ensayo, Los restos de Hernán Cortés. Disertación histórica y documentada, en el que comentó una noticia aparecida en The Mexican Herald que informaba de una reunión celebrada en Madrid entre el ministro de Relaciones y el ministro de México. En ella se abordó la posibilidad de trasladar a Cortés a España. Es de suponer que el planteamiento de dicho movimiento se realizaba con el conocimiento, restringido a círculos discretos, del lugar en el que se hallaban los huesos del conquistador. González Obregón, sin embargo, optaba por dejar los a Cortés en tierras mexicanas.

El siguiente hito óseo nos lleva al año 1946 y a los círculos republicanos españoles exiliados en México, pues fue en ese ambiente en el que los huesos de Cortés afloraron. El 28 de noviembre de 1946, Prensa Gráfica dio noticia de cómo el subsecretario de la Presidencia del Consejo de Ministros, José de Benito, sustrajo los documentos de la caja fuerte en que se conservaban, siendo neutralizado antes de salir con ellos en dirección a Europa. La búsqueda del nicho en el que reposaba Cortés fue finalmente favorecida por Fernando Baeza, quien no reveló de qué modo llegó a sus manos una copia de los papeles que condujeron a la localización de los restos. La cuestión no quedó ahí, pues ese mismo día Indalecio Prieto publicó en Novedades un encendido elogio de Cortés, apoyado en las tesis de Salvador de Madariaga. El artículo se cerró con la reproducción de un patriótico discurso de Prieto, libre de toda mácula negrolegendaria, pronunciado el 16 de diciembre de 1940. En cuanto a Cortés, el líder socialista lo consideraba tan español como mexicano, por lo que pedía su glorificación.

Conocida la ubicación del nicho, una comisión hispanomexicana los extrajo y los reinhumó en el muro el 9 de julio de 1947, tras una sobria placa de bronce con su escudo de armas y una lacónica inscripción: "Hernán Cortés 1485-1547".

Hasta aquí las vicisitudes de unos restos hoy casi olvidados y apenas visitados, los de Hernán Cortés.

Comenzado en 1940 e inaugurado el 1 de abril de 1959, año de la puesta en marcha del Plan de Estabilización que supuso un giro a la economía española, el complejo del Valle de los Caídos, según el Decreto Ley de 23 de agosto de 1957, debía responder a unos propósitos de "unidad y hermandad entre los españoles". Ello explica que allí se reunieran restos de compatriotas caídos en los dos bandos de la Guerra Civil. Muerto el Generalísimo, la decisión de enterrar a Franco en el suelo de la basílica la tomó el Gobierno de Carlos Arias Navarro y la ratificó el rey Juan Carlos I, que debía su corona al finado. Sepultado bajo una pesada losa, Franco y su régimen volvieron a cobrar máxima actualidad durante el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, impulsor de la Ley de Memoria Histórica que sirve ahora como resorte para la exhumación de la que dicen ser momia.

A la espera de ver lo que ocurre con los restos mortales de Franco, existe un claro paralelismo con lo ocurrido con los de Cortés, cuya salvadora exhumación hubo de hacerse para evitar su conversión en cenizas. El actual México, insistimos en nuestras tesis, es el resultado de la transformación del Virreinato de la Nueva España, a cuya cristalización contribuyó el de Medellín con la conquista, pero también con la implantación de las instituciones y cánones hispanos. Enterrado finalmente, al igual que Franco, en un templo que él mismo mandó construir, Cortés ha sido considerado por muchos, entre ellos los mexicanos Alamán, Vasconcelos y Miralles, el padre de la patria mexicana. La analogía con Franco, al que hoy se trata de extraer de su tumba, surge si entendemos que de la transformación de su régimen, gracias a la no por casualidad llamada Transición, surgió la actual democracia coronada, sólo posible tras la creación de unas condiciones materiales y económicas impulsadas durante el periodo en que gobernó. Por decirlo con las palabras que hace una década pronunció Gustavo Bueno, la dictadura de Franco, con todos sus horrores y errores, "hizo el mismo trabajo sucio que los sóviets en Rusia con su revolución".

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