La actual epidemia de coronavirus, además de un rastro de muerte del que todavía no conocemos el alcance, está sirviendo para hacer aflorar realidades a menudo ocultas bajo cierta hojarasca ideológica. El pretendido mundo global, sin fronteras, por el cual migran los seres humanos, ninguno de los cuales es ilegal, se ha revelado un conjunto de sociedades políticas con fronteras nítidas en que las fuerzas militares y policiales de cada Estado soberano establecen controles poblacionales. En definitiva, la epidemia está suponiendo un doloroso baño de realidad, que hace palidecer los contenidos de ciertas agendas y perspectivas tenidas como urgentes necesidades. En tan incierto contexto, ha surgido un movimiento de apoyo a los sanitarios españoles, que tratan de frenar el avance de un mal que se presentó como muy menor para no obstaculizar la callejera exhibición de determinados preceptos del feminismo de estricta y moderna observancia. Celebrados los fastos del 8-M, de los cuales fueron expelidas ciertas históricas de un movimiento al que ya no reconoce ni el cuerpo gestante que lo parió, el virus, ¡oh casualidad!, comenzó a crecer estadísticamente, para dar forma a una curva de cuyo punto de inflexión nada sabemos hasta la fecha.