Colabora
Javier Orrico

La tarima vacía

Nuestro futuro lo decidirá la batalla entre los hombres-libro y los falsos expertos que aspiran a convertirlos en títeres de sus teorías e intereses.

Portada del libro 'La tarima vacía' | Editorial Alegoría

A partir de los años ochenta del pasado siglo ha tenido lugar en España, la de los "frutos tardíos", la última edición de una vieja batalla educativa: el enfrentamiento entre la llamada nueva pedagogía o educación del siglo XXI, que no es nueva en absoluto, y lo que la propia nueva pedagogía llama "enseñanza tradicional". Las connotaciones de los propios términos y el profundo esnobismo de las sociedades posmodernas ya nos ponen en la pista de qué es lo que se nos presenta como deseable, lo nuevo, y qué es lo que aparece nimbado de olor a rancio, superado y rechazable. Se trata también de un episodio, trascendental, sin duda, pero con muchos más frentes, de un choque cultural más amplio: el de las tradiciones pragmatistas anglosajonas, sobre todo la norteamericana, y la cultura de raíz humanista de las sociedades romanizadas.

No tendría que ser así, al menos en el caso de la educación; ni la realidad es tan esquemática como desde las filas novacionistas se ha querido presentar, pues ambas propuestas presentan aspectos valiosos y perfectamente conciliables. Pero, ¡ay!, tras de ellas quiso construirse un nuevo frente político por el cual todo el que no se alistara incondicionalmente en el bando innovador fue calificado de inmediato como retrógrado y antiguo. Lo paradójico es que los sectores que odian ferozmente todo lo relacionado con lo que llaman "el imperio" se alinearon desde el principio dogmáticamente con esa pedagogía de origen norteamericano (aunque en los USA hay de todo) y abjuraron de las viejas tradiciones del mundo románico.

A modo de resumen, la nueva pedagogía se fundamenta en que lo único valioso es el conocimiento adquirido por la experiencia propia y aplicado a lo más próximo. El alumno construye (de ahí que el constructivismo sea su fundamento psicopedagógico) su propio conocimiento, su ritmo ha de ser el que él mismo decida, sin obligaciones, y no se puede estandarizar, puesto que el conocimiento universal ya no existe, sino solo el de cada uno. Por tanto, el objetivo no es el conocimiento, la cultura, que ya no tienen valor general, sino las competencias, saber hacer cosas. Resulta sencillo inferir que, si el conocimiento no existe, la finalidad de la educación no puede ser otra que la adquisición de métodos, una práctica sin objetivo. De ahí el chocante lema de "aprender a aprender", el eje ideológico de la nueva pedagogía competencial que culmina la conversión triunfante de los medios en fines.

La limitación de esta teoría es obvia, pues la inmensísima mayoría del conocimiento no se puede sino heredar, sin experimentarlo (por una cuestión básica: no hay tiempo ni espacios para ello), ni se puede aplicar siempre a la pequeña realidad de nuestro entorno más inmediato. El gran avance de la civilización se hizo contra lo que la nueva pedagogía propone. Se hizo desde la transmisión de generación en generación, una transmisión ya no aritmética, sino geométrica en su apabullante crecimiento a partir de los sistemas de escolarización universales. Un crecimiento que pudo hacerse sobre la base de lo que nuestros antepasados habían ido legándonos. Y esa es la función de la enseñanza. La enseñanza llamada tradicional asume ese reto y, como consecuencia, incide también en eso tan añorado ahora, los valores, porque de lo contrario aún estaríamos haciendo sacrificios humanos. Resulta sonrojante tener que decir estas cosas, pero es la cultura, los conocimientos heredados, la que marca el paso de la barbarie a la civilización.

Las enseñanzas primaria y media, a pesar de sus claras diferencias, deberían, en conjunto, incorporar al alumno los principios esenciales de las ciencias y las humanidades: la mejor cultura general posible. Eso no excluye la investigación del alumno ni la comprobación de su veracidad aplicándola a lo que el propio alumno tiene más cerca. En la medida de lo posible. Y que le debería llevar, en efecto, a redactar, razonar y explicar lo que aprende. Y no sólo a través de la escritura, también oralmente. Pero el puro hacer no puede ser el fin, sino el medio para conseguir lo fundamental: un repertorio de conocimientos bien asentados que permita moverse por un mundo abrumado de información, en el que sólo los que sepan integrar todo lo nuevo gracias a lo que ya saben podrán sobrevivir.

Es el conflicto entre estas dos concepciones una de las cuestiones, entre otras, de las que trata este libro, porque incide muy directamente en el que sí es el eje esencial que ha guiado estas páginas: la función de los profesores. Centrémonos ahora en ella. En la primera de nuestras concepciones enfrentadas, la new pedagogy, el profesor es sólo un acompañante, un dinamizador, lo que al parecer los pedagogos sedicentemente progresistas tratan de lograr desde hace un siglo: que los docentes sean estrictos aplicadores de las teorías, supuestos y formularios que los psicólogos y pedagogos dicten en cada momento. Hoy hay que felicitarlos, porque ya lo han conseguido.

Una sociedad que no cree en sus profesores es una sociedad que no cree en sí misma y que está, por tanto, condenada a la servidumbre

En el segundo caso, el profesor es protagonista, y sabe que su obligación es despertar a sus alumnos al saber, y obtener de ellos lo mejor de sí mismos. Para empezar, no es cierto, en absoluto, que este modelo de profesor, que acepta y se sabe inserto en una tradición, responda a la imagen que se ha dado de él desde las filas pedagógicas: un mero tomador autoritario de lecciones memorizadas. Eso eran los malos maestros y profesores de una era ya olvidada, que, además, eran una minoría. Los buenos siempre fueron dinamizadores, por supuesto, pero eran además muy conscientes de su compromiso moral al servicio de la cultura, y del beneficio que hacían a sus alumnos obligándoles a acceder a ella, a acercarse a los conocimientos que los harían libres. Y nos hacían aplicar, y escribir, y experimentar, y salir a la naturaleza, y también aprender de memoria, y nos forjaban la voluntad con ejercicios y deberes, y nos enseñaban a superar dificultades, a examinarnos sin pánico, a conocernos en nuestras limitaciones, a exigirnos, a fracasar y levantarnos, a responder de nuestros actos y asumir un cerapio merecido sin necesidad de acudir al psicólogo o al terapeuta de mamá. Entre otras cosas, porque nuestras mamás no tenían terapeuta y estaban muy ocupadas sacándonos adelante y dándonos algún zapatillazo que otro. Y, por supuesto, aquellos profesores premiaban el trabajo bien hecho e impedían, con su autoridad, cualquier atisbo siquiera de acoso contra los mejores.

De lo que no hay duda es de que, en este momento, el profesor-tradición, el que me gusta llamar hombre-libro, como en el Farenheit 451 de Bradbury, ha sido anatematizado y expulsado de lo que se considera modelo para el futuro. Lo trágico es que, en el intento pedagógico de erradicarlo, se le está sustituyendo por el funcionario burócrata, adaptado a las exigencias puramente administrativas de un Estado al que la enseñanza sólo le interesa en su apariencia vendible como inversión, como logro político. Y ello lleva a la muerte de un oficio que exige, en efecto, profesar: implicación, creatividad, entusiasmo, estudio y actualización de los conocimientos, una dedicación que no termina nunca. Al contrario, lo que van a lograr es un tipo de profesor al que las ideas se le dan, sometido al control doctrinario de los comisarios pedagógicos, y que ni siquiera ha conocido ya otros modos de enseñar y acercarse a la cultura. Un perfil, desdichadamente, cada vez menos vocacional o de una vocación puesta al servicio de un dañino equívoco.

Por otra parte, no se puede pedir heroísmo a quienes bastante hacen con luchar cada día, dentro de sus aulas, para paliar las engreídas bobadas que se conciben fuera de ellas. Cada vez que cambia una ley, los pedagogos de la Administración, bien engrasados por los didactas de las facultades de Educación, acuden a los centros a recordarles a los profesores que, como funcionarios, no tienen otro remedio que acatar las instrucciones que reciben. Las ideas propias sólo son posibles si están de acuerdo con la corrección política y el paradigma establecido por los tecnócratas.

En suma, se trata de la confrontación entre un modelo ordenancista y destinado a someter a un absoluto control a los profesores, lo que por supuesto sirve a una sociedad similar, dirigida y colectivizada, donde todos hagan y piensen lo mismo, que es el verdadero objetivo. Y, del otro lado, un modelo fundamentado en la libertad, donde los profesores gocen de autonomía, de respeto y consideración, y no se les impongan modelos metodológicos ni de pensamiento. Sin que ello les exonere, sino todo lo contrario, de la obligación de obtener resultados y rendir cuentas.

Nuestro futuro lo decidirá esta batalla entre los hombres-libro y los falsos expertos que aspiran a convertirlos en títeres de sus teorías y, sobre todo, de sus intereses. Un país sin profesores excelentes, libres, autónomos y responsables, amantes de lo que enseñan, de lo que profesan, es un país condenado a ser un gran campo de concentración intelectual y vital, una gran fábrica de clones donde la domesticación de los individuos libres habrá alcanzado la victoria final.

Y es aquí donde aparece la segunda cuestión adyacente al debate sobre los profesores: la de relatar quiénes están detrás de cada una de estas concepciones. Y las circunstancias desequilibradas en que se ha venido produciendo la batalla. Por una parte, uno de los contendientes (psicólogos, pedagogos y sociólogos de la educación, sindicalistas, inspectores Logse y algunos profesores y maestros) ha contado con todo el apoyo de políticos y administraciones, tanto de la izquierda, por convicción e interés clientelar; como de la derecha, por ignorancia o cobardía. Mientras que, por la otra parte, los profesores de a pie fueron abandonados a su suerte administrativa y aplastados por leyes, normas, reglamentos y baremos para acallar su resistencia, cuando la hubo.

La estabilidad laboral, que fue su escudo, fue también su condena. Les hizo perder su capacidad crítica y no advertir dónde estaban sus adversarios. Se convirtieron, sin saberlo, en una clase muerta. Para culminar el proceso fueron, además, puestos bajo sospecha. La desconfianza sobre su trabajo se convirtió en un cáncer imparable. Alimentada, también, por un cierto resentimiento contra quienes, en efecto, habían conseguido acceder a una profesión envidiable. Pero un sistema educativo, una sociedad, no pueden funcionar si los encargados de llevarlo adelante no cuentan con el apoyo de aquellos a los que representan y para los que trabajan. No se puede acudir al sistema sanitario si uno no se fía de los médicos. No se puede mantener un sistema de enseñanza si no se cree en los profesionales que han de instruir y reforzar la educación de nuestros hijos. Es mejor cerrar ese sistema. Es más barato.

Hoy hay multitud de propuestas para recuperar la dignidad perdida, entre las que destaca la del MIR educativo. Sin embargo, de nada servirá prolongar los años de preparación si se hace sobre los errores ya contrastados. Son las teorías pedagógicas dominantes, el fundamento de la educación académica que se ha impuesto en el último cuarto de siglo, lo que hay que cambiar. Volver a hacer del conocimiento, el esfuerzo, el valor del talento y la instrucción exigente los objetivos principales de nuestro sistema y de la formación de sus profesionales. Volver a seleccionarlos con rigor y altísimos requisitos de formación, restituirles su protagonismo y su responsabilidad, exigirles dar cuenta de su tarea, y dejarlos trabajar. Una sociedad que no cree en sus profesores es una sociedad que no cree en sí misma y que está, por tanto, condenada a la servidumbre.

NOTA: Este texto es la introducción al libro del mismo título que acaba de publicar el autor con la editorial Alegoría.

Ver los comentarios Ocultar los comentarios

Portada

Suscríbete a nuestro boletín diario