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Iván Vélez

Desertores españoles

Pedro Corral hace añicos las aproximaciones mitificadoras a la última guerra civil.

Pedro Corral hace añicos las aproximaciones mitificadoras a la última guerra civil.
Almuzara

"Emboscados", "inasequibles", "automutilados", "heridas contagiosas", "manos de princesa". Ocho décadas después, algunos de estos términos o expresiones han perdido los precisos perfiles que tenían dentro del bélico contexto de la Guerra Civil. Como contraste, inmutable desde su origen latino, la palabra desertor sigue respondiendo al significado que tenía en el dieciochesco Diccionario de Autoridades. Desertor es "el Soldado que desampara y dexa su bandera".

El entrecomillado quinteto que encabeza este escrito forma parte de la terminología empleada en la exitosa obra Desertores. Los españoles que no quisieron la Guerra Civil (Almuzara, 2017), que firma Pedro Corral y que viene a ampliar su cotizado precedente: Desertores. La Guerra Civil que nadie quiere contar (Debate, 2006). Un libro que se interna en la retaguardia, campal, pero también psicológica, moral e ideológica, de una guerra marcada por las quijadas prietas y las exhortaciones grandilocuentes que sobreviven en la magnífica cartelística de la época. No en vano, la guerra se disputó en las trincheras, pero también, y de manera muy potente, en el terreno de la propaganda.

Desertores visita los frentes, pero lo hace para dar cuenta de la numerosa casuística ajena a lo heroico. La de aquellos individuos, estuporosos en los informes médicos, paralizados por el terror, pero también la de los que no acudieron o cambiaron de lugar, por diversos motivos, alrededor de las cambiantes fronteras internas dibujadas por los dos ejércitos españoles que se enfrentaron sobre su misma patria, allí donde se le da tierra a los muertos propios. Bandos que, nutridos en el inicio por voluntarios ideologizados por la lucha de clases, el impulso religioso o cualquier otro resorte, hubieron de ser fortalecidos por levas, incentivos económicos o nutritivos, o brutales amenazas para la vida de los futuros soldados o sus familiares, a veces sostenidos únicamente a la paga del hijo movilizado o coaccionados por el miedo a las represalias.

Marcado por el rigor y el equilibrio, pero también por la emoción que perdura en documentos y cartas de la época, el libro de Corral repasa todas las modalidades de deserción dentro de una España que recordaba con nitidez, como Emilia Pardo Bazán ya denunció en su día, quiénes habían aportado carne a los cañones que se dispararon en Cuba, Filipinas o el norte de África. En aras de tal rigor, el autor ofrece unos datos que cuestionan las visiones más épicas, y a menudo maniqueas, de la contienda. Las cifras que aporta Corral ofrecen un panorama muy distinto al que habitualmente se presenta: una España radicalmente dividida en dos partes enfrentadas de un modo feroz e irreconciliable. Frente a tan cainita visión, a la que renunció el PCE en 1956, y que, no obstante, fue retomada por Rodríguez Zapatero tras la aprobación de la Ley de Memoria Histórica, hoy plenamente vigente, Corral sostiene que los voluntarios que tomaron las armas fueron 120.000 mozos por la parte gubernamental, mientras por la sublevada lo fueron 100.000 hombres. Tan magras cifras de combatientes impulsados por sus ideales obligaron a recurrir al alistamiento forzoso como medida para nutrir de oleadas de soldados, en muy desigual grado de implicación, a ambos ejércitos. Gracias a este recurso la República movilizó 26 reemplazos, los comprendidos entre 1915 y 1941, mientras el bando franquista hizo lo propio con 15, los que iban de 1927 a 1941. Como en toda guerra civil, también hubo una dimensión internacional, la de los brigadistas por el lado de la República y la de los 180.000 soldados de las tropas italianas y marroquíes que apoyaron a Franco.

En definitiva, del análisis de Corral se deduce que de los, en teoría, 5.000.000 de hombres que pudieron acudir a las batallas, tan sólo lo hicieron la mitad. Es decir, no más de 2.500.000 españoles estuvieron en el frente, mientras otros tantos buscaron la manera de no hacerlo por diversos cauces, legales o no. O lo que es lo mismo, apenas un 10% de la población sufrió los rigores de la guerra en primera línea. Desamparando banderas –carlistas, falangistas, anarquistas, socialistas, comunistas– que probablemente carecían de significado para muchos, un gran número de españoles se convirtieron en desertores de una guerra que, sorprendentemente, continúa hoy, dándole la vuelta al aserto de Clausewitz, por cauces tan lejanos de las trincheras como próximos a las moquetas.

Desertores, rara avis dentro del subgénero guerracivilista, hace añicos el mito de las dos Españas enfrentadas a fuego durante tres años tras los que se fraguó un régimen que, cimentado en la irregular cohesión de determinadas facciones ideológicas, desembocó en la actual España autonómica. Abandonadas las trincheras, falangistas de aluvión, maquis, censores, delatores y otras especies, florecieron, ofreciendo más material para la afilada pluma de Corral.

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