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Gabriel Albiac

Mayo del 68. Fin de fiesta

Sólo Lacan lo entendió de inmediato: 'Vous voulez un maître; vous l’aurez'. "Buscan ustedes un amo; lo tendrán".

Sólo Lacan lo entendió de inmediato: 'Vous voulez un maître; vous l’aurez'. "Buscan ustedes un amo; lo tendrán".
Portada de 'Mayo del 68. Fin de fiesta' | Confluencias

No podemos –como podía hacerlo Chateaubriand, rememorando 1789– escribir que en el 68 "vimos terminar y comenzar un mundo". Para él, hubo la revolución. Para nosotros, sus vísperas. Sólo. El 68 fue lo que no aconteció. Y la apertura a nuestro largo y desierto fin de siglo. Cincuenta años pasaron. Sé –lo sospechaba entonces, aunque no tuviera aún los intrumentos con los que pensarlo– que el 68 fue un cierre. No un inicio. Última representación del obrerismo revolucionario que había nacido en 1848. Todos los elementos de su simbólica se dieron, como en laboratorio... Y se estrellaron contra un muro no previsto: un poder difuso, ilocalizable, burló todo intento de ser tomado. El vacío se abrió luego: no future. Lo político había muerto.

Nada que construir. Sólo romper. Rompedlo todo. Duras lo fija nada más que en tres palabras: Destruir, dicen ellos... Nada de lo que el siglo nos legó merecía ser conservado. No merecíamos serlo nosotros, que fuimos el postrer legado de ese siglo.

(...)

(...) Sólo Lacan lo entendió de inmediato: Vous voulez un maître; vous l’aurez. "Buscan ustedes un amo; lo tendrán". Pero sus oyentes de entonces andaban –andábamos– muy ocupados, demasiado ocupados en "hacer hablar a las paredes". (...)

(...)

Fuimos tigres de papel impreso. Es lo esencial de aquel viaje hacia la nada. Éramos bibliotecas andantes. Los del 68. Nunca, en el siglo XX, hubo generación que devorase así los libros. Con el ansia primordial de una misión sagrada: en los libros estaba la clave del inminente trastrueque del mundo. Del mundo que iba, al fin, a ser establecido sobre firmes principios racionales. El tránsito de la prehistoria a la historia, liberada, por fin, de irracionalidades bárbaras, lo sentíamos al alcance de nuestros dedos: apenas un empuje más, apenas... Había que saberlo todo. Para poder, al fin, hacerlo todo. Todo. No ha habido generación más hambrienta de sabiduría que aquella de los que, con menos de veinte años entonces, nos sabíamos destinados a resolver el majestuoso teorema de un mundo liberado, al fin, de estupideces y opresiones. (...)

Fue una ilusión. Claro. Lo habríamos de saber muy pronto, leyendo al glacial Freud de 1914. La ilusión de una sociedad liberada de irracionalidades es la más incurable de las fantasías humanas. Apenas una forma menor de la alucinación, en el menos preocupante de los casos. Aprendimos a sobrevivir con la larga melancolía que hay siempre en el conocimiento de las propias invalideces. Nos supimos derrotados. Bien estaba. Supimos igualmente que en aquella derrota se alzaba nuestro monumento. Y que éste era descomunal, tanto cuanto doloroso: haber sido la más libresca de las generaciones, la más precoz también; y, así, la más espiritualmente herida, la más inútil. Una efímera y fallida aristocracia. Como el Talleyrand de los tiempos de antes de la revolución, también nosotros podríamos decir que aquellos que no vivieron nuestra hipnosis ante la letra impresa no tienen la menor idea de lo que pueda ser la dulzura de haber vivido. Ni de su amargura. No la tendrán ya nunca. Medio siglo después del 68, la lectura se extingue. Y la escritura. Los dos mil quinientos años que el Fedro platónico inau- gurara se cierran.

(...)

Nada, al cabo de medio siglo, ha quedado de aquel delirio. Mejor así. Los años ochenta se llevaron a los últimos residuales de aquella alucinada joven guardia sesentayochista. Quedaron sólo sus ínfimos enquistamientos armamentistas, cuyos rebrotes cíclicos (de las Brigadas Rojas a ETA o Grapo) mueven ahora más aún a compasión que a ira. El tiempo de la revolución imaginaria dejó tan sólo las cenizas dispersas de una generación que se soñó brillante. Que tal vez lo era. O hubiera podido, tal vez, llegar a serlo. El 68 fue un sueño europeo de dos décadas. Al despertar, el mundo apareció, como siempre, irreparable. Y la conciencia humana, algo más turbia. Pero, al menos, en la desilusión hay un fondo primordial de sabiduría.

Fue todo hace medio siglo. Un milenio.

***

Anochece. Este mundo del inicio de siglo, en el cual me sobrevivo, me es ya intachablemente ajeno. El Libro Rojo que reposa sobre mi escritorio –pisapapeles, fetiche, recordatorio o tal vez sólo cachivache pintoresco– es un ejemplar de la edición en lengua china de 1968. Un amigo dio con él en un mercadillo pequinés hace un par de decenios; no pueden quedar muchos: la "Introducción" de Lin-Piao –eliminada en ediciones posteriores– hizo de él materia combustible. En mi ejemplar, esas páginas están cortadas a tijera. Y el guardia rojo que fue su primer propietario, hace medio siglo, se cuidó luego de raspar minuciosamente a cuchilla las huellas del nombre que había escrito en la primera página: el suyo. En la monotonía melancólica de este final de siglo, me pregunto si aquel joven de entonces sigue vivo. Si sigo vivo yo. Es lo mismo.

NOTA: este texto está tomado del libro del mismo título que acaba de publicar Gabriel Albiac con la editorial Confluencias.

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