Colabora
Marcel Gascón Barberá

Memorias de una ocupación roja

Las víctimas del comunismo comparten el castigo extra de un silencio cómplice que redobla la injusticia que sufrieron.

Portada del libro

23 de agosto de 1944. Las tropas de Stalin han entrado en Rumanía. En Bucarest, el rey Miguel I destituye al mariscal filonazi Antonescu y se suma a la causa aliada. Le apoyan los partidos tradicionales y los comunistas, que forman juntos un Gobierno de coalición. En una casa de provincias un grupo de jóvenes que han luchado contra la asociación de su país con Hitler celebran el cambio de bando. Entre ellos la autora de Al principio fue el fin, Adriana Georgescu, que tiene 24 años. Lleva más de un año en la casa, en la que tuvo que esconderse de la policía política tras haber hablado mal de una película de propaganda alemana en la columna sobre cine que tenía en un periódico. A su regreso a la capital recién liberada, Adriana encuentra trabajo de periodista, y comienza a observar muy de cerca los acontecimientos políticos.

Pese a que no hay en Rumanía más que unos centenares de comunistas, las fuerzas de choque del Partido hacen suyas las calles llenándolas de agitación y consignas. Cuentan con el apoyo del ejército ocupante, y no dudan en utilizar la violencia.

Una de las primeras emergencias del nuevo Gobierno de coalición –donde los comunistas son minoría– está en Moldavia. En la región campan a sus anchas los cuadros violentos del Partido Comunista Rumano (PCR). Están creando una Administración paralela formada por sus adeptos, y ya han comenzado a adueñarse de tierras. En respuesta a la crisis, el Consejo de Ministros envía a Moldavia una comisión, a la que Adriana acompañará como reportera. En la que es su primera gran misión periodística, informa brillantemente de las artimañas de los comunistas para contrarrestar su insignificancia política y hacerse con el poder. La cobertura de la flamante periodista despierta la admiración del primer ministro, el general nacionalista Nicolae Radescu, que la hace su jefa de gabinete.

Los soldados rumanos siguen muriendo en el frente, ahora combatiendo junto a las mismas tropas soviéticas que consolidan el dominio sobre su país. Los germanos de Rumanía son deportados a campos de concentración de la URSS, la autoridad ocupante cierra el periódico de Adriana y la promesa de la democracia se desvanece. Los ministros del Partido Comunista desobedecen las decisiones del general. Comandos rojos atacan edificios oficiales y provocan algaradas que después atribuyen a Radescu y a los partidos tradicionales. Esbirros del PCR disparan contra manifestaciones contra la ocupación rusa. Hay heridos y muertos. El general pronuncia un discurso a la nación abiertamente anticomunista. En él se refiere a los comunistas como gente "sin Dios y sin patria", al tiempo que denuncia que le acusen de haber causado las matanzas que ellos han cometido. Todos los rumanos, dice el general, han de estar preparados para defender la independencia y la democracia.

Sus palabras enfurecen a la URSS, que exige al rey la destitución del Gobierno. El general es defenestrado y se refugia en la embajada británica. El 6 de marzo de 1945 Petru Groza forma el Gobierno de coalición encargado por Moscú y dirigido de facto por el PCR.

Se ha abierto la veda de la represión y Adriana es de las primeras en caer. La meten en una celda de la policía política. Cada vez que la interrogan estampan su cabeza contra la pared y le dan puñetazos. La insultan: "perra reaccionaria", "puta fascista". Las torturas le hacen perder la conciencia.

Todo esfuerzo por mejorar es una conspiración contra el Pueblo. Los nombres de las calles cambian y caen los viejos monumentos de sus pedestales. Se altera la Historia y se suprimen las tradiciones. La última parada es siempre la miseria y la servidumbre, también material, consecuencia inevitable de anteponer a la realidad una doctrina puramente voluntarista.

La acusan de haber creado una célula terrorista en la que estarían implicados Radescu, el rey y los principales dirigentes de los viejos partidos. El plan de Moscú es que los detenidos impliquen en sus declaraciones a sus líderes, de manera que puedan juzgarles también a ellos con cierta apariencia de legalidad. Pero, pese a las palizas, Adriana sigue declarándose inocente y no incrimina a nadie.

Su tour penitenciario continúa en una prisión común. Las asesinas, ladronas y prostitutas presas han oído hablar en la radio de "la terrorista Adriana Georgescu". La reciben con alegría y jolgorio. La llaman con respeto "la terrorista"y no esconden su orgullo de convivir con alguien tan importante. Les impresiona que se atreviera a planear el asesinato de la élite roja que ahora manda, y no les importa que sea mentira. Aunque las condiciones siguen siendo inhumanas, Adriana es popular, y la tratan como a una reina.

Sin haber podido arrancarle la confesión, la llevan a juicio. Ante el tribunal militar presentan a todos los detenidos, que, pese a la hostilidad de los jueces, denuncian las torturas y la farsa a la que se les somete.

El juicio termina en condena. A Adriana le caen cuatro años. En su nueva cárcel se reencuentra con viejas conocidas comunes. Es un retorno a los chinches y el maltrato, pero también al ingenio de estas delincuentes y a sus vibrantes historias de sexo, picaresca y brujería gitana. Meses de cárcel y abusos minan gravemente la salud de Adriana, y es operada sin anestesia. Las demás presas la cuidan como a una hermana.

El 19 de noviembre de 1946 se celebran elecciones. Los resultados oficiales dan al PCR y a sus obedientes socios una victoria del 70 por ciento. Escribe Adriana que los resultados reales eran exactamente los contrarios: los partidos tradicionales obtuvieron el 70 por ciento, y por orden de Moscú se le dio la vuelta al recuento. La confirmación de la hegemonía comunista precipitará el exilio del rey Miguel, y con él la instauración de la República Popular (después Socialista) Rumana.

La recta final de las memorias se lee como un thriller. La angustia de la fiera acorralada que se aferra agónicamente a su libertad personal en un país convertido en una gran cárcel atraviesa y da tensión a esta parte del libro, que conserva su poso histórico con poso más pinceladas de la vida en comunismo.

En el hospital, el mecánico manda más que los médicos porque tiene más antigüedad en el Partido. Todo esfuerzo por mejorar es una conspiración contra el Pueblo. Los nombres de las calles cambian y caen los viejos monumentos de sus pedestales. Se altera la Historia y se suprimen las tradiciones. La última parada es siempre la miseria y la servidumbre, también material, consecuencia inevitable de anteponer a la realidad una doctrina puramente voluntarista.

Las cosas que explica Adriana ocurrieron de manera muy parecida también en Rusia y en los demás países del Este que cayeron bajo influencia soviética tras la II Guerra Mundial, y se repiten hasta hoy con fidelidaden los demás sitios en los que se ha impuesto el comunismo: de Corea del Norte a Venezuela y Cuba, pasando por Zimbabue o Mozambique y la España roja en guerra.

Pudieran contarlo o no, las víctimas del comunismo comparten el castigo extra de un silencio cómplice que redobla la injusticia que sufrieron y hace posible que aquél se reedite sin haber de cambiar siquiera de ropaje. La aparición en español de Al principio fue el fin llega después de que en los último años se hayan publicado en España obras capitales para entender la magnitud del mayor crimen ideológico de la Historia, como Los enemigos del comercio, de Antonio Escohotado; la Breve historia de la Revolución Rusa de Mira Milosevich y el más reciente Memoria del comunismo, de Federico Jiménez Losantos. La traducción de las memorias de Adriana Georgescu pone a disposición del público un documento más para calibrar el horror soviético y prevenirse ante opciones ideológicas –y estratégicas– afines.

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