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Luis Herrero Goldáraz

Cosmopolitismo y nacionalismo, las dos caras de una misma moneda

"¿Y si nuestros pseudocosmopolitas sintieran por el extranjero la misma fobia que los nacionalistas?", se pregunta Pascal Bruckner en 'El vértigo de Babel'.

"¿Y si nuestros pseudocosmopolitas sintieran por el extranjero la misma fobia que los nacionalistas?", se pregunta Pascal Bruckner en 'El vértigo de Babel'.
Acantilado | pascal.jpg

"¿Y si nuestros pseudocosmopolitas sintieran por el extranjero la misma fobia que los nacionalistas?", se pregunta Pascal Bruckner en El vértigo de Babel. Da la sensación, en tiempos convulsos, de que ante una manera tambaleante de entender el mundo siempre aparece otra, opuesta, que la justifica. La imagen podría parecerse a la mecánica de un caballete o a un castillo de naipes. Desde dos extremos, como reflejos oponibles y haciendo palanca, dos ideas que se contradicen se apoyan la una en la otra y acaban, paradójicamente, por darse vida mutuamente. Ese maniqueísmo simplista funciona casi siempre, precisamente, por su sencillez. Pocas cosas hay más atractivas que entender la complejidad del mundo a través de esquemas asequibles, que dibujan la realidad de una manera clara, aunque no necesariamente veraz. Y suele suceder también, para bien de las sociedades, que cuando triunfan esos discursos que se niegan recíprocamente, y que difícilmente encuentran entre ellos puntos en común, aparecen de pronto algunas voces ignoradas que aportan otro punto de vista y que despejan la incógnita que siempre surge en las mentes críticas: ¿quién, de entre los dos portavoces de las ideas que se anulan, tiene razón? La respuesta es simple y obliga a hacer examen: ambos y ninguno, al mismo tiempo.

Pascal Bruckner (París, 1948) podría ser perfectamente una de esas voces. Así se ha erigido desde hace tiempo, sobre todo gracias a ensayos como La tentación de la inocencia (1995) o Miseria de la prosperidad (2002), que publicó precisamente en un tiempo de transición que encontraba en la fecha del cambio de milenio su paradigma. Sus razonamientos despiertan admiración a día de hoy no por ser necesariamente convincentes, sino más bien porque enseñan con su ejemplo una máxima que parecía olvidada: todo admite debate. Si algo parece solucionar los males del mundo, se le debe dar la vuelta. Con esa mirada inquisidora se enfrentó en El vértigo de Babel (1999), un escrito de menos de cien páginas que fue reeditado hace un par de años por Acantilado, al problema siempre actual de los nacionalismos (esa postura radical que encuentra en el cosmopolitismo su contrapeso ideal).

"En la actualidad un combate titánico enfrentaría a dos posturas (...): la postura nacionalista y xenófoba, aferrada a su patrimonio como Harpagón a su cofre, y la postura cosmopolita, ávida de los otros, que siente curiosidad por todo", comienza diciendo, sentando las bases de su discurso. En el mundo que él observa, surgido durante los últimos cincuenta años del siglo XX, inevitablemente marcados por los nacionalismos europeos que provocaron la Segunda Guerra Mundial, cada vez es más preponderante un cosmopolitismo azuzado por la globalización, que parece hermanar a las sociedades y que derriba fronteras, ayudando a consumar el ideal del hombre universal que perseguían los ilustrados. Sin embargo, en ese mundo unificado y cada vez más pacífico no todo es tan idílico como parece.

Para empezar, Bruckner considera que la idea de cosmopolitismo que se tiene hoy en día "traiciona, altera o desfigura aquello que fue realmente el espíritu del cosmopolitismo". Para él, ese esfuerzo entre culturas que son capaces de superar sus diferencias y entenderse enriqueciéndose, no se consigue mediante la supresión de las fronteras. Ese cosmopolitismo actual, de los hombres de "suelas de viento" que "picotean" de aquí y de allá y que encuentran en la industria Disney, con su simplificación de la historia y los mitos de pueblos de todas las latitudes, su máxima expresión, no facilita un entendimiento, sino más bien una homogeneización que, lejos de solucionar los problemas, los intensifica. "La globalización moderna niega las diferencias entre culturas en nombre de un universal paupérrimo: el del ocio y el consumo", sentencia; "si puede tragárselo todo, clasificar, digerir, es porque empieza por anular las culturas que vacía desde dentro, las descuartiza y las descarna para restituirlas a continuación, embalsamadas como momias en su sarcófago".

Avisa entonces, resignado: "Es posible, en nombre de la armonía y de la seguridad, (...) meter a todos los pueblos en el mismo saco del desengaño"; pero ese abandono "ni siquiera es seguro", porque, "aplastadas, negadas, tradiciones y creencias pueden resurgir más adelante con el mismo ímpetu con el que se perdieron y reconstruirse entonces de una manera artificial, produciendo monstruos e híbridos incoherentes". Obsesionado con el problema que se manifiesta en las sociedades de finales de siglo, unifica los extremos y lanza al aire una pregunta:

¿Y si nuestros pseudocosmopolitas sintieran por el extranjero la misma fobia que los nacionalistas, extranjero del que prefieren desactivar su diferencia incluyéndola, mientras que el xenófobo la excluye?

La diversidad de las culturas no se le presenta, entonces, como algo bueno o malo, sino como algo necesario. "Siempre habrá otros", dice, "la división de las razas, de las lenguas y de los credos obstaculiza definitivamente el sueño de una comunicación perfecta y de una transparencia de la humanidad consigo misma". No quiere engaños ni ideales vacíos. Reconoce la riqueza de cada cultura, y entiende los riesgos que siempre existen en un mundo en el que lo que predomina es la diversidad. "Si cada cultura es para sí misma un absoluto, todas las culturas, lejos de completarse, se suplementan, se exceden, se superponen como las lianas de la jungla", expone; "la guerra, la incomprensión, el desprecio, antes de ser el fruto de la maldad de los hombres, derivan de la vecindad de múltiples expresiones del ser cuya pluralidad enloquece e infunde pavor".

La necesidad de la nación

Sin embargo, considera que ese es el precio mínimo, un riesgo que es necesario correr, superable gracias a un cosmopolitismo bien entendido. "¡Sólo los conquistadores sueñan con borrar las fronteras, sobre todo las de los demás!", exclama. "¿Acaso la belleza única de Europa no proviene también de la manera en que ha cincelado sobre una superficie reducida tantos modos de vida variados, frágiles y únicos?". Defiende entonces que, para que exista un verdadero entendimiento entre culturas, situación mucho más deseable y rica que la homogeneización vacía y estéril, es necesario "el conocimiento de la propia cultura nacional":

Tengo más aptitudes para el cosmopolitismo cuanto más arraigado estoy en un territorio y una lengua particulares que serán mis trampolines para acercarme al otro. (...) En nuestra época de amnesia y de analfabetismo, ¡poseer al menos una tradición cultural es una proeza para la mayoría de las personas!

Y llega a la conclusión inevitable:

Es necesario defender un apego crítico a la propia nación que no descarte ni la facultad de examen ni la facultad de amor; la una sin la otra nos haría recaer en la preferencia exclusiva o en censura inútil (...) Un patriotismo paradójico, (...) que requiera de cada uno de nosotros tanto el reconocimiento de lo mejor del pasado como la aceptación de las aportaciones extranjeras más interesantes. Un patriotismo, en fin, de la modestia bien entendida que reconozca la importancia relativa de cada país sin caer en la humildad ni en la sumisión total.

En ese panorama mundial, considera que "sigue siendo a través de las naciones como ejercemos nuestra libertad colectiva y como nos sentimos ciudadanos, es decir, copartícipes del poder". Aunque observa "la necedad de los pequeños países atrapados en ‘la miseria de sus litigios territoriales’, sus ridículos enfrentamientos lingüísticos, su chauvinismo, su megalomanía identitaria", y reconoce que "los virus separatistas, que han generado una polvareda de micro-Estados, son eminentemente problemáticos", sigue viendo imposible renunciar a la existencia de un marco legal superior a los individuos, que solidifique una identidad básica e irrenunciable. La nación, dice, es "un contrato entre individuos en el marco de un espíritu general heredado de una tradición de vida en común". "El ciudadano del mundo no existe, siempre lo es de un Estado que protege sus derechos y prescribe sus deberes, y no hay nada más ingenuo que la idea misma de una ciudadanía terrenal".

Al final, aboga por un federalismo que facilite "la expansión de la entidad más pequeña en el marco de la más vasta potencia". "Por primera vez un imperio sería la garantía de supervivencia de las pequeñas regiones y no la amenaza de su desaparición". Y para que todo funcione ve necesario que se dé un "equilibrio de las fuerzas", una "prudencia en la integración" y, sobre todo, "la posibilidad de divorcio". Una frase resume su parecer:

La unión sólo es superior a la división cuando los beneficios que supone superan a las ventajas del aislamiento.

El verdadero cosmopolita: "Hombre puente"

Ante una situación aparentemente irresoluble, la de una corteza terrestre trufada de nacionalidades superpuestas, potencialmente belicistas, Bruckner aboga por una posible salida, que no simplifica las cosas, pero que ofrece una mejor oportunidad para sembrar una convivencia pacífica y duradera: el verdadero cosmopolitismo. "No se nace cosmopolita", explica, "se convierte uno mediante un acto de amor y de respeto sin límites, saldando una deuda infinita contraída con una realidad extranjera". Es "un aprendizaje modesto, ingrato, de una cultura extranjera cuya naturaleza formidablemente opaca se reconoce". Cosmopolitismo "significa sufrimiento", y por eso considera

ridículo, cuando se es ciudadano de un país próspero y pacífico, bautizarse como disidente (sobre todo cuando no sufre uno ni censura ni persecución) (...) Esa especie de mimetismo con los oprimidos sería inofensiva y estúpida si no falseara completamente las perspectivas y no tendiera a ignorar la atroz desdicha de ser un exiliado, sometido al capricho de una administración extranjera, el penoso "sentimiento de estar sobre el territorio de otro, de ser un extranjero, un solitario" (V. S. Naipaul).

Precisamente por eso Bruckner no cree en la democratización del cosmopolitismo. Para él no todo el mundo puede serlo. Es una situación reservada a unos pocos que, precisamente por su condición merecidamente ganada, tienen la capacidad de "ver lo que el común de los mortales no percibe. Su exterioridad misma es un factor de clarividencia". En ellos deposita la semilla de su esperanza: "Nuestras sociedades tendrán siempre necesidad de esas grandes almas cosmopolitas, de esos hombres puente que abren zonas de intercambio y de amor entre los mundos". Mientras tanto, sin embargo, asume las limitaciones: "Contentémonos con ser demócratas: en estos tiempos de barbarie renovada, no es poca cosa", concluye.

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