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Santiago Navajas

El poder de la filosofía

La razón instrumental debe estar al servicio de la razón ética. O, como dijo en una ocasión memorable Steve Jobs: "Cambiaría, si pudiera, toda mi tecnología por una tarde con Sócrates".

Leí en un relato de Jorge Luis Borges la historia de Shih Huang Ti, el emperador que construyó la Gran Muralla China y destruyó todos los libros anteriores a él. Significativamente salvó los de agricultura, medicina y astrología. Un tipo siniestro el emperador, aunque pragmático. También suelen ser pragmáticos los ministros que en sus reformas educativas refuerzan las materias instrumentales, de la Lengua a las Matemáticas, pasando por el Inglés, y jalonan el currículo de reválidas para que los estudiantes demuestren que han alcanzado las competencias y los contenidos mínimos.

Renunciar a la memoria y a la reflexión supone considerar que necesitamos ingenieros pero no ciudadanos, técnicos pero no personas. El emperador borgiano quemó los libros porque la oposición los podría invocar para alabar a los que le precedieron en el poder. Eliminar las asignaturas filosóficas supondría por parte de los ministros la aceptación implícita de que la Filosofía presupone una oposición al sistema democrático, lo que es absurdo, o a la ideología del Gobierno, lo que sería revelador.

Como muestra de la pertinencia de la Filosofía, un botón. A partir de datos extraídos del Educational Testing Service -la organización que evalúa cómo de efectiva es la enseñanza de diversas asignaturas para alcanzar altos niveles de razonamiento cuantitativo, escritura analítica y razonamiento verbal-, se comprueba que en conjunto -y por delante de otras materias, como la Física, las Matemáticas, las Ciencias de la Computación y Economía- la Filosofía es la actividad intelectual que más destaca en aquello que nuestros pragmáticos ministros más valoran: la razón instrumental. La cual, no lo olvidemos, debe estar al servicio de la razón ética. O, como dijo en una ocasión memorable el gran gurú tecnológico Steve Jobs: "Cambiaría, si pudiera, toda mi tecnología por una tarde con Sócrates".

Los planes de recorte de la Filosofía han dejado un hueco en la cultura general filosófica. De las cuatro horas semanales con las que contaba la Historia de la Filosofía hemos pasado a solo dos. Si antes era posible leer entero el Gorgias de Platón o explicar a Hegel, hoy apenas podemos rozar la superficie de los textos filosóficos. Por eso muchas historias y muchos conceptos quedan necesariamente fuera de los manuales, ya sea porque se consideran periféricos respecto al núcleo filosófico tradicional (el gran relato que empieza por los presocráticos, culmina en Platón y Aristóteles, para volverse a elevar en la Modernidad con Descartes, Kant, Nietzsche y Wittgenstein), o bien porque son muy cercanos en el tiempo y todavía no hemos podido calibrar su importancia relativa. De parte de ese ingente bagaje filosófico trata este libro, unas píldoras filosóficas que pretenden ilustrar problemas, situaciones y personas a veces muy alejados en el tiempo pero siempre ilustrativos para nuestra realidad.

El principal problema al que se enfrenta el profesor es la paradoja del conocimiento. Los profesores suelen alucinar no solo con lo poco que saben sus alumnos, sino con la incapacidad de estos para aprender. Ocurre, sin embargo, que cuanto más sabe uno, menos sabe lo que los demás no saben. Lo podríamos denominar el principio de Sócrates, en homenaje al gran ironista griego que fue designado por Apolo como el hombre más sabio de Atenas y que solo sabía que no sabía nada. Esta maldición del conocimiento consiste en que, cuando sabemos algo, nos resulta complicado ponernos en el lugar de quien no lo sabe. Los profesores deben hacer un esfuerzo proustiano para recordar lo que sabían cuando tenían la edad de sus alumnos, y de esta manera bajar al nivel de estos para, a partir de ahí, tratar de llevarlos, paso a paso, escalón a escalón, hasta donde puedan llegar. Juan de Mairena también percibió el problema: "Ayudadme a comprender lo que os digo, y os lo explicaré más despacio".

Lo que nos lleva al principio de MacGyver, o cómo el profesor debe aprovechar los materiales más a mano, aunque puedan parecer disparatados, para, a partir del conocimiento que tienen sus alumnos, elevarlos al canon de sus materias. Para ello es importante averiguar qué leen, ven y escuchan los estudiantes en sus videoconsolas y playlists. Se puede aprovechar el éxito y el debate de "4 babys" de Maluma para introducirlos a la poesía de Lorca, en concreto "La casada infiel". O vincular el "Despacito" de Luis Fonsi y Daddy Yankee con "A débil luz y el gran cerco de sombra", de Dante Alighieri. En Youtube hay unos raps fantásticos que explican la filosofía de Platón y Descartes. Imaginen una batalla de gallos entre ambos raperos, digo filósofos. A lo lejano por lo próximo. Despacito.

MacGyver nos lleva a la hipótesis de las inteligencias múltiples, o principio de Howard Gardner. Los profesores suelen ser personalidades lógicas y teóricas, por lo que sienten una predisposición hacia la evaluación mediante exámenes abstractos y escritos, ya sean tipo test, de desarrollo memorístico o de ensayo creativo. Pero hay más tipos de personalidades que asimilan el conocimiento de manera más bien empática, artística, discursiva… Por eso hay que plantear una batería de pruebas, por las que pasen todos los alumnos; también hay que procurar que los alumnos salgan de su zona de confort, ya que, además de cuidar su temperamento, hace falta crearles un carácter, ponderando para cada uno el tipo de prueba donde dan lo mejor de sí. Una evaluación suficiente puede consistir en una charla de diez minutos, en un baile o en hacer un corto con el móvil. Se puede hacer una coreografía sobre el problema del ser en Aristóteles o un corto sobre el concepto de infinito en Cantor.

No es tan importante aprender muchas cosas, como pretende la peor pedagogía del esfuerzo, ni tener experiencias emocionales muy intensas, como pretende la más ingenua pedagogía de la creatividad, como el hecho de reflexionar y pensar tranquilamente sobre lo poco o mucho que se aprenda. En todos los colegios, institutos y universidades, podría haber un lema unificador que recordase que lo que importa fundamentalmente en la educación es la consecución de la verdad: 'sapere aude!'

El cuarto es el principio de Los Ángeles de Charlie,en homenaje al misterioso líder de esa agencia de detectives en la que tres exagentes de policía se afanaban en los casos que les encargaba el siempre oculto Charlie. Un profesor debe ser más bien un gestor de conocimiento que un dispensador de píldoras de información. Su papel se parece más bien al del director de un periódico, alguien que piensa y organiza mientras los redactores e investigadores trabajan de verdad. A los alumnos hay que mandarles misiones, como Charlie a sus ángeles, proporcionándoles herramientas y metodologías pero dejándoles a su aire, a ver si sobreviven en la selva de la sabiduría. Además, los alumnos suelen ser los mejores profesores para sus propios compañeros, tanto por el principio de Sócrates como por el de Gardner.

El quinto principio tiene que ver con sacar a los alumnos de vez en cuando del aula para que les dé el aire. Del mismo modo que la ropa guardada demasiado tiempo en los armarios puede ser devorada por las polillas, los alumnos encerrados durante horas y horas pueden apolillarse. A Aristóteles lo llamaban "peripatético" por su costumbre de dar sus clases mientras paseaba. Hay que llevar a los alumnos al parque a reconocer, apps mediante, las hojas de los árboles in situ y estudiar su armonía matemática. O buscar un rincón junto a la pista de voleibol para leer El Quijote o V de Vendetta en voz alta. Este es el principio de Mulder, ya saben, por el lema del protagonista de Expediente X: "La verdad está ahí fuera".

Solo hay una petición todavía más absurda y delirante que la independencia de Cataluña: la eliminación de los deberes escolares. Lo que no quita para que se reduzcan de manera que la hora y media que se dedica a las tareas en España pase a estar en la media de la OCDE. Los profesores deben pensar que lo bueno, si breve, dos veces bueno. Los deberes -por cierto, gran palabra en un contexto de formación del carácter- que envíe cada profesor deben estar medidos para que su resolución no ocupe más de un cuarto de hora. Este es el principio de Kant,en honor (irónico) del filósofo que hizo del deber el centro de su ética.

No nos engañemos. El objetivo fundamental del sistema es que los alumnos consigan un título educativo básico. La presunción es que dicho título significa que tienen algunos conocimientos que lo respaldan. Mi propuesta es que el título sea lo más fácil posible de conseguir en relación a los conocimientos que deben conseguirse. Así, el aprobado en la ESO debe estar en relación fundamentalmente con la asistencia a clase y el buen desempeño respecto del esfuerzo y la actitud, no tanto en relación con los resultados. Ello no quiere decir que se regalen las asignaturas, ni mucho menos. Pero sí que, como en los regalos, sea la intención lo que más cuente. Por el contrario, el sobresaliente debe estar al nivel de Dios exclusivamente, y los premios vinculados a las notas de excelencia deben instaurarse y ser fundamentalmente monetarios. Hay que enseñar desde tiernas edades que el esfuerzo merece la pena y que la excelencia conduce al éxito. Este es el principio de Keating, por el profesor protagonista de El club de los poetas muertos.

A pesar de las pizarras digitales, las realidades aumentadas, las gamificaciones y demás moderneces tecnopedagógicas, lo cierto es que no hay nada nuevo bajo el sol de Platón, que lo inventó todo en sus Diálogos. Y si algo nos enseñó Platón es que no hay nada mejor para tratar cualquier tema, natural o social, que un buen debate. Enseñar a preparar los pros y los contras en cualquier tema, y a tener que exponerlos al azar en un debate, enseña a ponerse en el lugar del otro, a comprender mejor la posición intuitiva que a priori se tiene y la virtud de cambiar de ideas cuando las contrarias se revelen mejores. Llamaremos a éste el principio de Keynes,por la respuesta del economista inglés a quien le acusaba de cambiarse de chaqueta: "Cuando las circunstancias cambian, yo cambio de opinión. ¿Usted qué hace?".

Cuenta la leyenda pedagógica que en Inglaterra se ha prohibido que los exámenes se corrijan con bolígrafo rojo para no traumatizar a los alumnos. La verosimilitud de la noticia es un síntoma del grado de infantilismo emocional en que ha caído la generación millennial, posiblemente la más hiperprotegida de la historia. Sin llegar a estos extremos de beatería postmoderna, sí que es recomendable acentuar los premios a las demostraciones de brillantez por parte de los alumnos. Por ejemplo, haciendo que se pongan en pie cuando tienen alguna intervención brillante para que el resto de sus compañeros les aplaudan. Este podría ser el principio de Von Karajan, porque es una práctica habitual en las orquestas tras un concierto que el director destaque a los intérpretes más sobresalientes.

Por último, y en relación con el principio de Mulder, tenemos el principio de Phileas Fogg. Todo proceso de aprendizaje es una forma de viaje. El de las escuelas es más bien interior, a través del cerebro intelectual y sentimental. Pero como sabemos desde Homero, con sus Aquiles y Ulises, aprender, lo que se dice aprender, se aprende más intensamente si se hace recorriendo experiencias vitales diferentes a las habituales en la rutina del día a día. Por ello, hay que procurar sacar de vez en cuando no solo a los alumnos, sino a los propios institutos. Hay que llevarlos a centros de investigación, a conferencias, a exposiciones, a filmotecas, a galerías de arte, al teatro y a los auditorios. Educar de verdad es como viajar auténticamente, una manera nueva de ver las cosas, de ahí que resulte tan adecuado combinar ambas actividades. Al menos una vez al año -como en el caso de los deberes, tampoco hay que abusar-, no hará daño.

Todos estos principios se resumen en el principio de Juan de Mairena, el personaje machadiano que nos advertía: "Aprendió tantas cosas –escribía mi maestro, a la muerte de un su amigo erudito–, que no tuvo tiempo para pensar en ninguna de ellas". No es tan importante aprender muchas cosas, como pretende la peor pedagogía del esfuerzo, ni tener experiencias emocionales muy intensas, como pretende la más ingenua pedagogía de la creatividad, como el hecho de reflexionar y pensar tranquilamente sobre lo poco o mucho que se aprenda, lo más o menos impactados que estemos por un profesor carismático. En todos los colegios, institutos y universidades, podría haber un lema unificador que recordase que lo que importa fundamentalmente en la educación es la consecución de la verdad (un proceso duro, difícil, doloroso pero que, si se sabe llevar, puede ser divertido): Sapere aude!

En definitiva, este es un libro que puede ser aprovechado en sucesivas lecturas, desde el adolescente que despierta a la filosofía, y a los problemas sobre quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos, aupado a una energía inagotable, a los jubilados que disfrutan de una segunda adolescencia y se siguen planteando las mismas preguntas desde la atalaya de su experiencia vital. A todos ellos, feliz viaje por la aventura de la filosofía.

NOTA: Este texto está basado en la Introducción de Eso no estaba en mi libro de Historia de la Filosofía, que acaba de publicar Santiago Navajas en la editrorial Almuzara.

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