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Mikel Buesa

La Iglesia vasca en busca de redención

Si hay una institución que ha salido dañada del medio siglo en el que se desarrolló la campaña terrorista de ETA, ha sido la Iglesia.

Si hay una institución que ha salido dañada del medio siglo en el que se desarrolló la campaña terrorista de ETA, ha sido la Iglesia.
Portada del libro 'Con la Bblia y la Parabellum | Editorial PENÍNSULA ATALAYA

Si hay una institución que ha salido dañada del medio siglo en el que se desarrolló la campaña terrorista de ETA, ha sido la Iglesia. De este modo, si en el comienzo de la década de 1960 el catolicismo era una seña de identidad entre la inmensa mayoría de los vascos, hoy en día solo se declaran creyentes un poco más de la mitad de ellos, y entre los jóvenes esa proporción apenas llega a un tercio. El proceso de secularización ha sido en el País Vasco mucho más intenso que en el resto de España, y la Iglesia ha perdido influencia social por sus propios méritos, precisamente por haber proporcionado a ETA una buena parte de su sustento ideológico y de su legitimación política.

Pedro Ontoso, tras una más bien extravagante introducción dedicada a las Brigadas Rojas y al asesinato de Aldo Moro, toma en su libro Con la Biblia y la Parabellum ese punto de partida, al señalar que, con ETA, "la Iglesia calló (…) faltaron agallas [y] aunque los obispos han hablado mucho, el clero vasco ha callado mucho", y al afirmar con rotundidad: "Ahí ha habido un fracaso cristiano". Más aún, para remachar esa idea, no duda en citar a Joseba Arregi: "La sociedad vasca dejó de ser religiosa, (…) fue dejando de creer en Dios, pero la fuerza de la fe se ha trasladado al sentimiento de víctima total y absoluta (…) que justifica la buena conciencia de quien recurre al terror". Y más adelante, indagando en el origen de esta transferencia desde la fe católica a la fe en una religión política, como es la del nacionalismo radical, añade: "ETA no nació en un seminario, pero hubo sotanas de curas y hábitos de frailes en la génesis de ETA, y luego las hubo también en el entorno intelectual de la izquierda abertzale". E incluso afirma que, para la decisión de matar, a los etarras "desde instancias eclesiásticas también se les proporcionó munición intelectual".

No crea el lector que, con este arranque, va a enfrentarse a la lectura de un texto crítico con las personalidades de la Iglesia vasca y con su trayectoria, pues más bien ocurre lo contrario. Confieso que su lectura me ha dejado más bien perplejo, porque en ningún momento el autor enuncia la tesis que quiere defender. Desde mi punto de vista, sin embargo, esa tesis está implícita tanto en el contenido textual de la obra como en la chocante ordenación de sus capítulos, que, alejados de la cronología, proporcionan un relato detallado –y muchas veces novedoso, aunque pocas veces se citan sus fuentes– de las intervenciones eclesiásticas centradas en la relación entre ETA y el Estado español en busca de una salida negociada al problema del terrorismo. Y esa tesis, creo yo, es la siguiente: sí, la Iglesia dio cobertura intelectual y material a ETA en sus comienzos, pero luego, cuando el terrorismo arrasaba la sociedad democrática ulterior al franquismo, buscó denodadamente una vía para la reconciliación, para encontrar un final pactado de la violencia. Y es precisamente esta misión reconciliadora –que Ontoso en ningún momento tilda de fracasada, a pesar de que el final de ETA vino de la mano de su derrota policial y tuvo poco que ver con los cambalaches negociadores, que más bien alargaron la campaña terrorista– lo que redime a la Iglesia vasca, lo que la hace merecedora de un reconocimiento como parte actora del proceso de paz.

Naturalmente, esa tesis que yo considero implícita tiene en el libro algún matiz, pues Ontoso dedica un capítulo a unos cuantos sacerdotes, algunos de ellos muy conocidos y otros menos notorios, que se comprometieron con las víctimas de ETA e incluso se jugaron la vida en ese empeño. Nada que objetar, pero su tratamiento del asunto carece de la exhaustividad con la que trata a los cristianos que actuaron con proximidad ideológica al abertzalismo. Se le podría decir a Ontoso que, en el otro bando, en el de Covite, el del Foro Ermua o ¡Basta ya!, también hubo personas de fe católica que alentaron la lucha de la sociedad civil contra el terrorismo sin ceder un ápice de razón a ETA. Y también hubo, con ellos, contactos serios con la jerarquía eclesiástica española, de los que el autor del libro lo desconoce todo. Digo más, Ontoso sostiene una visión de ese mundo claramente sesgada hacia el nacionalismo radical. Habla de las víctimas como lo hace la izquierda abertzale, mezclándolo todo y dando el mismo papel a quienes perecieron a manos de ETA que a los que lo hicieron dentro de la organización terrorista o experimentaron la represión por sus delitos. Por eso, en un determinado momento de su libro señala: "El universo de las víctimas también se había fracturado; (…) se les iba reconociendo autoridad moral, pero una parte de las víctimas había optado por su presencia en la política de forma partidista". Y menciona a continuación a la AVT, Covite y las fundaciones Fernando Buesa, Miguel Ángel Blanco y Gregorio Ordóñez. Al parecer, si no se le da el beneficio de la duda a ETA, uno es partidista y, por ello, descalificable.

Pero lo relevante en este libro es que casi todo él está destinado a glosar las actividades y el pensamiento del segmento eclesial comprometido hasta su raíz con en el nacionalismo. Se hace con una minuciosidad incluso cargante, pues a cualquier detalle se le extrae hasta el menor aspecto de su significación. Y así desfilan por el libro, con un orden inextricable, los curas que en la primera hora apoyaron a ETA; los obispos Setién –"el gran ideólogo de la teoría del conflicto"–, Blázquez –que "pidió perdón en nombre de la Iglesia (…) por el daño causado a las víctimas por sus inhibiciones" cuando ya era tarde– y Uriarte –que "contribuyó a rebajar la tensión, [aunque] siguió la senda de su predecesor aceptando y promocionando la teoría del conflicto"—; la Compañía de Jesús, que "se mantuvo de perfil e intentó guardar un frágil equilibrio mientras el músculo moral de la sociedad vasca se gangrenaba" y siguió la consigna de "mejor no meterse en líos", excepto cuando salió en defensa del jesuita Txema Auzmendi, implicado en el periódico Euskaldunon Egunkaria –uno de los medios propagandísticos del MLNV–, cerrado por la autoridad judicial, pero a la que nunca se le conoció un amparo similar para Antonio Beristain o Fernando García de Cortázar, jesuitas también, aunque beligerantes contra ETA y por ello amenazados; los laicos cristianos –como Imanol Zubero, Javier Madrazo, Jonan Fernández o Paul Ríos– que alentaron un movimiento pacifista que del silencio transitó hacia el apoyo de unas negociaciones con ETA que, tildadas de "proceso de paz", fueron siempre estériles en cuanto al logro del final del terrorismo, pero no de su legitimación; y también el sacerdote Alec Reid, al que el autor concede el título de "Gandhi irlandés". Están asimismo todos los acontecimientos en los que la Iglesia fue buscada al más alto nivel como intermediadora con los etarras, aunque el Vaticano nunca se apuntó al carro. Y, sin que se sepa muy bien por qué figuran en este libro –como no sea para destacar que, detrás de ellos, también estaban los curas de la pastoral penitenciaria–, aparecen los etarras arrepentidos, de los que Ontoro destaca su petición de perdón, aunque olvida que no clarificaron ningún atentado terrorista, entre los que el que ocupa más páginas es José Luís Álvarez Santacristina, Txelis, tal vez porque se reconvirtió al catolicismo en prisión.

Dejo para el final el capítulo que Ontoro dedica al que denomina "golpe de mano del cardenal Rouco", en el que se describen, por una parte, la gestación del documento de la Conferencia Episcopal sobre la valoración moral del terrorismo –que al autor no perece entusiasmarle porque "suponía un riesgo para la unidad del episcopado" y "Rouco rompió el sacrosanto tabú de la colegialidad"; o sea, porque los obispos vascos y catalanes no estaban de acuerdo– y, por otra, el proceso de sustitución de los obispos nacionalistas por otros no comprometidos con esa doctrina política –donde aparecen Ricardo Blázquez, Miguel José Asurmendi, José Ignacio Munilla, al que el autor tilda de "sacerdote disidente" seguramente porque "era vasco, hablaba euskera y no era nacionalista", y Mario Iceta Gabicagogeascoa–. Según Ontoro, todo esto "provocó un terremoto en la Iglesia vasca" del que son muestra unos cuantos movimientos de rechazo de curas y fieles, con el pecado añadido de que "el nacionalismo lo entendió como un propósito para erradicar y diluir la identidad vasca". Tengo que agregar que, en este terreno, las fuentes de Ontoro son incompletas, pues el relevo generacional en la Iglesia vasca no sólo se centró sobre el episcopado, sino también sobre los sacerdotes de a pie y en el mismo sentido. ¿Sirvió esto para algo? La respuesta del autor no es clara, pero en su visión se destaca la emergencia de "diferentes almas [en] la Iglesia vasca", de manera que "ni siquiera [es] unívoco el discurso de los tres obispos". Tal vez por eso no hubo una participación eclesial vasca en la ceremonia de desarme de ETA –"una jornada histórica", dice Ontoro– ni una bendición de aquel hecho, sino más bien una crítica, pues, según el obispo Munilla, "la única respuesta que la sociedad espera[ba] es la disolución definitiva de la banda terrorista ETA".

Termino. Este libro, por su planteamiento, me ha parecido más bien irritante. No sé si merecería el triste destino que reservaba Pepe Carvalho –el memorable personaje creado por Manuel Vázquez Montalbán– a los volúmenes que almacenaba en la biblioteca de su casa de Vallvidriera, pues tiene un indudable valor documental y, tal vez, en algún momento habrá que echar mano de él para recuperar algún detalle del contubernio que, durante muchos años, mantuvo la Iglesia con ETA. Es cierto que adolece, en esto, como ya he señalado, de una casi nula identificación de sus fuentes, pero también es verdad que ofrece datos inéditos o poco conocidos. Esto es, quizás, si uno es muy cafetero, lo único por lo que puede merecer la pena leerlo.

Pedro Ontoso: Con la Biblia y la Parabellum, Península, Barcelona, 2019, 474 págs.

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