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José María Marco

El visionario marqués de Custine

Custine supo ver, con una intuición extraordinaria, lo que iba a llegar un siglo después.

Custine supo ver, con una intuición extraordinaria, lo que iba a llegar un siglo después.

Astolphe-Louis-Léonor de Custine (1790-1857), más conocido como el Marqués de Custine, fue un aristócrata francés, rico, brillante, homosexual (declarado, a causa de un escándalo con unos militares) y esquinado. La familia fue destrozada por la revolución, y él se empeñó en ser escritor, y después de muy diversas obras y de recibir y agasajar a los círculos artísticos e intelectuales del París liberal postrevolucionario, lo consiguió con unas Cartas de Rusia, publicadas recientemente en castellano por Acantilado con prefacio del historiador francés Pierre Nora.

Las Cartas, dirigidas a un interlocutor anónimo, le hicieron famoso en unos meses. A pesar de no haber recibido muy buenas críticas, el público francés y, en general europeo, fue muy receptivo a aquella crónica brillante, malhumorada y afilada de la Rusia de Nicolás I, el zar que empezó su reinado sofocando la rebelión de los jóvenes liberales, aristócratas e intelectuales, los llamados decembristas.

Custine pasó en Rusia unos cuantos meses, y apenas salió de San Petersburgo, con algunos días en Moscú. Tenía una excelente capacidad de observación, y aquellas semanas, junto con las conversaciones que sin duda había mantenido con otros rusos que vivían en el extranjero, dieron por fruto un análisis extraordinario de Rusia, un país desconocido por entonces, salvo en círculos muy restringidos.

El fabuloso escenario de San Petersburgo no le engañó –así lo subraya cuantas veces es necesario–, ni la sofisticación de la capital, ni la cortesía, ni el lujo ni la aparente occidentalización de la sociedad que frecuentó. Todo eso le fascinó, como era de esperar, y las descripciones de los palacios, los teatros y las fiestas petersburguesas –aunque no se le abrieron todos los salones de la ciudad, sin duda por la reputación sulfurosa que le precedía– siguen siendo uno de los grandes atractivos del libro. (Un eco muy brillante de todo esto aparece en El arca rusa, la película de Alexander Sokúrov sobre el Ermitage, en la que el personaje de Custine sirve de guía y maestro de ceremonias).

El marqués, efectivamente, trazó un retrato inconcebible del imperio ruso. Así como Tocqueville, poco antes, había descubierto la democracia en Estados Unidos, Custine descubrió en Rusia algo que iba más allá de un régimen despótico, aunque fuera de rasgos orientales, que es una palabra que le vuelve una y otra vez a la pluma. Lo que describe es un régimen y una sociedad muy particulares.

George F. Kennan, que le dedicó un excelente estudio, habla de

el poder absoluto de un solo hombre, su poder sobre los pensamientos tanto como sobre sus acciones, la fragilidad de todas las distinciones subordinadas de rango y dignidad, con la transición instantánea del favor a la desgracia y al olvido, (…) la relación neurótica con Occidente, la obsesión con el espionaje; el secreto; la sistemática mistificación; el silencio generalizado de intimidación; la preocupación con las apariencias a expensas de la realidad; el cultivo sistemático de la falsedad como un arma política; la tendencia a reescribir el pasado.

Kennan, uno de los mejores conocedores de la Rusia soviética, comprendió que el texto de Custine, tanto o más que una descripción de la Rusia del autoritario Nicolás I, era una disección visionaria de la de Stalin. Mientras Tocqueville había descubierto la democracia, Custine había visto, bajo el antiguo régimen, la naturaleza del régimen soviético. Y cuando Tocqueville, en su Democracia en América, predecía un futuro dominado por dos grandes potencias, Estados Unidos y Rusia, Custine supo ver, con una intuición extraordinaria, lo que iba a llegar un siglo después. Aún más lo es que se entrevea, en el fondo, algunas características propias de la Rusia de Putin.

Antes de sus Cartas de Rusia, el marqués había intentado triunfar en la escena literaria. No lo consiguió, aunque uno de sus textos le ganó las felicitaciones de Balzac, que le animó a seguir escribiendo literatura de viajes. Fue el relato de un viaje por España, titulado España bajo Fernando VII, un texto que no desmerece los muchos escritos por viajeros románticos franceses. No falta, claro está, la fascinación por los toros, por los trajes (en particular los masculinos), el paisaje, la luz y el carácter español, que el marqués, al tiempo que recuerda sin tregua el pasado moro de los españoles, encuentra de una dignidad propiamente republicanas.

Tampoco en esto tuvo Custine mucha suerte. Quería reflejar la vitalidad de una sociedad ajena a la modernidad, católica, apegada al absolutismo. Cuando publicó sus cartas sobre España, en 1838, ya habían llegado la revolución liberal y las guerras carlistas. Quiso decir una cosa y le salió otra.

Otro tanto, aunque más enjundioso, le ocurrió con Rusia. Como él mismo dice, iba en busca de un modelo político ajeno a la monarquía constitucional, que le parecía un régimen débil e inconsistente, hecho de compromisos y pequeñas traiciones. Volvió de Rusia convertido a aquello mismo de lo que había renegado. El reaccionario, sin dejar de ser conservador, se había hecho liberal. No es de los menores méritos de Custine el haber tenido el valor y la honradez de sacar las consecuencias de su extraña lucidez.

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