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Mario Noya

Galdós, español esencial

José María Marco: "Galdós, que es un liberal, no pertenece a ese mundo atascado del progresismo español. Galdós siempre encuentra una forma de reconciliarse con la realidad".

José María Marco: "Galdós, que es un liberal, no pertenece a ese mundo atascado del progresismo español. Galdós siempre encuentra una forma de reconciliarse con la realidad".
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Entrevisté el otro día a José María Marco a cuenta de este Año Galdós que conmemora el centenario de la muerte de aquel español esencial que hizo inteligible el Ochocientos turbulento. "Cuando se lee a Galdós con cierta continuidad, se entiende bastante bien el s. XIX, o por lo menos se entiende muy bien la idea que los españoles tenían de sí mismos", me dijo, antes de asegurarme que el artífice de los Episodios Nacionales fue "la imaginación de la sociedad española" de su siglo, un portento al que no se puede orillar como no se puede orillar a un Cervantes o a un Lope de Vega si, en vez de la España del XIX, lo que se pretende es comprender la España del XVII. "Es que es imposible", abundó. "Galdós es la imaginación moral, política y artística de los españoles en su misma naturaleza. Si no tuviéramos a Galdós…", los puntos suspensivos son de su cosecha, "... es inconcebible la visión que tenemos del s. XIX sin Galdós. Nos faltarían elementos absolutamente fundamentales, no sabríamos cómo se hablaba en las calles, cómo se hablaba en el Teatro Real… desconoceríamos parcelas enormes de la sociedad española y desconoceríamos también la forma en que los españoles se comprendían a sí mismos".

Paradójicamente, este comprensibilizador fue en su día incomprendido con saña. Por una generación, la del Noventayocho, que pretendió –con la fatal arrogancia del nacionalista, apunta Marco– hacer tabla rasa; y por eso se cebó con quien estaba, sencilla, monumentalmente, haciendo patria historiándola. Los del 98, sí, tropezaron con "el escollo Galdós, el hombre que llenaba él sólo todo ese siglo", escribe Andrés Trapiello en su fundamental Los nietos del Cid; de modo que, pese a no serlo, "lo metieron entre los viejos, sospechándolo más actual que ninguno de ellos"; así que "a Galdós le tocó hacer esa figura del padre que al parecer deben tener a mano los principiantes para meterle en la espalda el simbólico puñal". De ahí que le llamaran garbancero y que le negaran el pan, la sal y sobre todo el arte o el genio. Quizá con rencorosa envidia –Trapiello vía Cernuda dixit– firmarían esta barrabasada arrogante de su abogado lenguaraz Francisco Umbral:

Su prosa pedestre, vulgar, carente de inspiración sintáctica, pobre, es exactamente el alimento espiritual, el lenguaje que puede entender ese público que él pretende denunciar [...] Galdós (...) es el gran estorbo del 98 y el Modernismo, el hombre que asume en sí toda la realidad convencional, pequeñoburguesa y sin imaginación, y criticándola la consagra, cerrando el paso a esos creadores de realidades nuevas que son siempre los artistas venideros.

José María Marco se solivianta a su manera de conservador fenomenal –con una sonrisa divertida, y puede que, al otro lado del teléfono, al escucharme hasta se ruborizara– cuando le niegan el arte a Galdós. "Tenía un talento prodigioso para captar el castellano hablado", asegura (en cambio, un Josep Pla como umbraliano le acusaba de tener "un gracejo madrileño popular insoportable"). "Madrid es una ciudad muy literaria, una de las ciudades más literarias del mundo, (...) y Galdós es uno de los momentos más altos de la representación de Madrid", así que "ahí Umbral pecó de injusticia sin la menor duda, pero sin la menor duda"; y ese "ahí" no alude a la tirada previa sino a esta otra que le leí, también sacada de Las palabras de la tribu, libro brillante y estrafalario:

Galdós no transubstancia Madrid, como Quevedo, Larra, Villarroel, Vélez de Guevara, Gómez de la Serna, Cela, sino que añade ladrillos al ladrillamen viejo y sucio de la realidad convencional e indefensa.

"Galdós es muy artista; Galdós es muy, muy artista", no va a dejar de empeñarse también Marco; "plasma exactamente lo que es más difícil de plasmar de una sociedad, aquello que la caracteriza: el alma"; y lo hace a veces "sólo con el giro de una frase, con una palabra, con la descripción muy fina de un gesto, de un personaje". Marco, gran melómano, atribuye a su semejante canario "una percepción muy musical de la realidad"; y "ahí es donde se ve que es falso el reproche [esteticista] de los del 98", aprovecha. En sus Los nuestros, nuestro Federico, Jiménez Losantos, comparte marco con Marco:

Galdós funda en el tiempo su propio tiempo, el de una realidad, la española del siglo XIX, que sobrevive convertida en ficción.

Es la forma clásica de salvación de lo real mediante su imitatio artística; el triunfo del arte sostenido por un propósito moral y político. El de Galdós es la recreación de la nación española como novela, una aventura con infinitos personajes, reales y ficticios, a la sombra luminosa de la libertad.

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Galdós sería la imaginación española, pero también o sobre todo "una reivindicación de la realidad", lo reivindica Marco adscribiéndolo a un conservadurismo metapolítico, trascendental, clásico si preferimos no inflamarnos. Sucede que la realidad se enrareció con el cambio de siglo del Desastre, y Galdós, que venía sosteniendo y novelando que "el pesimismo que se había instalado en la sociedad española no tenía razón de ser", acabó arrastrado por el hosco turbión, "la enorme crisis estética, cultural y política" del momento, refiere Marco. Fue entonces que criticó con gran dureza la Restauración, que se radicalizó políticamente, que se avinagró. Que puso en cuestión su propia obra. "Él intenta mirar las cosas desde una perspectiva más moderna, porque se da cuenta de que no puede mantener el realismo que ha mantenido durante toda su vida"; pero "la realidad se le rebela, esto es fantástico", se regocija Marco con esa cosa "muy, muy bonita" que le ocurre al último Galdós ("muere anciano, pobre y ciego un 4 de enero de 1920", anota Losantos y contrasta: "El entierro, apoteósico").

Al último Galdós decrépito, miserabilizado, manosean ahora sin vergüenza las tan orwellianas fuerzas socialistas de progreso, que incluso le asestan tuits como el que sigue:

Marco entonces acude al rescate del colosal grafómano y advierte:

Si a veces es duro con la Restauración, no sé cómo decir lo duro que fue con el experimento amadeísta y, sobre todo, con la República federal. Es duro, durísimo. Los progresistas que reivindican a Galdós (...) también deberían tener en cuenta esos episodios nacionales en los que la pintura de la España federal es feroz. Y se entiende muy bien, después de esa crítica a las consecuencias de la locura cantonalista de la España federal, el apego de Galdós durante tanto tiempo a la Monarquía constitucional, que vino a restañar las heridas de aquel episodio tan poco glorioso de la historia de España. Este es un punto que habría que recordar a algunos.

El problema es que "el progresismo español no aprende", sostiene o más bien certifica Marco, con algo parecido a una indignación estupefacta. "Lo que fracasó en el 68 y en el 73 del s. XIX (...) volvió a fracasar en el 31 [del s. XX], y ahora… pues estamos en el mismo experimento otra vez", con Sánchez y su banda de socialistas adrilastras, comunistas bolivarianos, terroristas que se bañaban en la playa mientras ETA torturaba a Miguel Ángel Blanco y separatistas de la Cataluña arrufianada. "Hay una compulsión del progresismo español, que nunca sabe desprenderse de sus propios fantasmas. Nunca. Jamás".

Cómo no poner aquí el punto final:

Galdós no pertenece a ese mundo. Está bien que se reivindique a Galdós, y que se le lea, y que se le interprete como se quiera, pero (...) Galdós, que es un liberal, (...) no pertenece a ese mundo atascado del progresismo español. Galdós siempre sale, siempre encuentra la vía de salida, siempre encuentra una forma de reconciliarse con la realidad. Siempre aprovecha la realidad, no fantasmea con ella, como hacen los progresistas españoles. No es un suicida. No piensa en la aniquilación del adversario. No piensa que España sea una palabra que sólo se declina en negativo. Es incapaz de pensar así.

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