Menú
José María Marco

La era de las identidades

Ahora se accede a lo público y a lo político no desde la neutralización de lo que le es propio a cada uno, sino desde su afirmación.

Ahora se accede a lo público y a lo político no desde la neutralización de lo que le es propio a cada uno, sino desde su afirmación.
Manifestación feminista del 8-M | C.Jordá

La era abierta por la (...) revolución antiautoritaria de los sesenta iba a traer un mundo nuevo. Lo trajo, efectivamente, aunque no todo iba a ser como se imaginaban aquellos revolucionarios sin revolución (revolución política, se entiende), tal y como habló de ella Aron (La révolution introuvable. Réflexions sur les évènements de Mai, París, Fayard, 1968). El florecimiento de decenas, si no centenares, de organizaciones, siglas y propuestas izquierdistas no logró disimular el descrédito del comunismo. Pronto llegó, después de 1973 y la crisis del petróleo, la del modelo socialdemócrata que había sustentado el crecimiento y la estabilidad de las sociedades occidentales desde el final de la guerra. Paradójicamente, la revolución –ahora sí– desencadenada a finales de los sesenta –ajena a cualquier jerarquía, horizontal, en red: el rizoma teorizado por Gilles Deleuze– traía una nueva explosión capitalista, no la superación definitiva [del capitalismo].

El principio de diversidad que había empezado a regir en el núcleo mismo de la revolución venía acompañado además de un primer avance de la globalización, con el que empezaban a ponerse en marcha procesos de uniformización de dimensión desconocida hasta entonces y que hoy, después de que hayan afectado a todo nuestro entorno y a nuestra vida cotidiana, conocemos bien. El mundo, se dice, ha dejado de tener carácter, aunque nunca, también es verdad, se había vivido mejor ni se había producido una adhesión tan extensa a algunos principios políticos.

También en aquellos años se aceleró la secularización. Hasta ahí la religión, a pesar de la ya asentada distancia entre el Estado y las iglesias, había seguido teniendo un papel organizador de la urdimbre social. Los sesenta y los setenta destruyeron aquel equilibrio que sostuvo la estabilidad del pacto socialcristiano y socialdemócrata desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Había empezado el proceso de "desencantamiento" del mundo, según la expresión de ecos weberianos que desarrolló Marcel Gauchet, proceso paralelo a la cada vez mayor autonomía que iba adquiriendo el individuo. En este punto la globalización se define no ya como extensión de unos mismos hábitos y un mismo lenguaje, sino como la capacidad de cada cual para decidir, y al final crear, su propia identidad. Autodeterminarse de forma radical, sin sujeción a ninguna tradición, a ninguna comunidad, a ningún territorio.

Este nuevo yo presentará dos características contradictorias. Por un lado, será un constructo –artificial, por tanto– fruto de un relato (...) en el que siempre será posible detectar lo que en su elaboración interviene de poder –y por tanto de política–. Aquí se percibe el rastro del proyecto de demolición del sujeto llevado a cabo por lo que se ha llamado en alguna ocasión la filosofía del 68, precedida por los maestros estructuralistas. Por otro lado, en ese nuevo yo el sujeto busca la expresión de un fondo auténtico, aquel que revela lo que se es de verdad, sin mediaciones, sin interferencias, de forma completamente libre, como nunca se había ni siquiera soñado que se podía llegar. Iba a empezar a hacerse realidad la autenticidad con la que soñó Rousseau cuando en las Ensoñaciones de un paseante solitario reconstruía el habla, el discurso, el estilo, del primer ser humano, el ser humano natural, aquel que todavía no ha sido corrompido por la sociedad.

Desde entonces, de lo que se trata es de llegar a ser lo que se es. Descubrir en el interior del propio ser ese fondo intacto, impoluto, preservado de la contaminación externa y que, desarrollado en libertad, tiene la llave de la plenitud, o la felicidad, de cada uno. Todos somos susceptibles de abrirnos a este proceso de florecimiento y realización porque todos somos portadores de esta realidad auténtica que nos define. De no emprender la aventura a la que se nos invita sin tregua, de hecho, quedaremos del lado de las falsificaciones y las mentiras: todo aquello que debemos dejar atrás para ser por fin lo que somos.

Es en ese punto donde se empieza a entender la revolución operada en los últimos decenios. Antes –como explicó Marcel Gauchet– se accedía a lo público y a lo político apartando aquello que singularizaba al sujeto social. Se alcanzaba la ciudadanía estadounidense sumergiéndose en el melting pot del que salía un nuevo ser humano, el ciudadano imbuido del credo norteamericano, ese conjunto de preceptos y principios de índole, en última instancia, universal. La República francesa exigía que el ciudadano dejara atrás todos los rasgos particulares, entre otros de religión o de lenguaje, que lo enraizaban en un terruño ajeno y rebelde a la exigencia universalista republicana: es el triunfo de Kant y la enseñanza republicana, tan odiados por los nacionalistas franceses. (Incluso en España, donde la tolerancia a las particularidades ha sido siempre muy superior, había que realizar un esfuerzo de sublimación.)

Ahora ya no es así. Ahora se accede a lo público y a lo político no desde la neutralización de lo que le es propio a cada uno, sino desde su afirmación. De hecho, la condición de acceso a la palestra pública está ahora en ser –y demostrar que se es– lo que se es: vasco, catalán, homosexual, mujer, etc. La identidad, entendida de esta forma nueva, ha pasado a estar en el centro mismo de la política. Esta nueva forma de identidad está muy lejos de las anteriores identidades, ya sean políticas –las de la nación Estado, en términos occidentales– o las que se deducían del grupo, de la comunidad. En cuanto a la primera, heredera de la nación liberal, llevaba inscrito en su mismo núcleo una aspiración a lo universal que se manifestaba en la lealtad primera y básica a los derechos humanos, por mucho que la matizaran los elementos nacionales particulares, que adquirían así una nueva dignidad y le añadían sabor y carácter. (De hecho, antes de la ofensiva nacionalista, que dinamita esta tradición a finales del siglo XIX, el cosmopolitismo prolongaba naturalmente la lealtad nacional). En cuanto a la identidad comunitaria, se situaba en otro registro, vital e intuitivo, en el que la persona está inmersa fuera de cualquier elaboración o cálculo políticos.

Ahora ya no es así, por mucho que se haya reivindicado lo comunitario en forma de comunitarismo –la diferencia entre los dos términos hace explícita la distancia que los separa–. Lejos de la separación previa, inherente al orden liberal, entre esfera privada y esfera pública, todo se ha politizado o está en trance de politizarse ("devenir político", se diría en términos sesentayochistas). Y todo es ya político, en particular aquello que no lo era o que, desde el punto de vista de la sospecha generalizada, lo era más que cualquier otra cosa. Las antiguas identidades, que permitían esa forma de salvaguardia, sobreviven a duras penas. De ahí el descrédito de la identidad masculina, o de la nacional, con vocación mayoritaria y manipuladoras, según este modo de razonar, a la fuerza.

Ahora soy lo que me distingue, y soy sólo en la medida en que me diferencio de los demás. Sólo la fidelidad a mi propia originalidad me permite presentarme ante los demás como garantía de autenticidad, respetuoso por tanto, o tal vez –lo que es todavía mejor en un mundo de activismo perpetuo– incitador de esa misma diferencia en ellos. Como comprendió Charles Taylor, la identidad así entendida necesita de los demás: de su mirada, de su aceptación o de su comprensión. De ahí lo que Taylor llamó "política del reconocimiento", que es la estrategia por la cual el reconocimiento de las identidades –nacionales, étnicas, religiosas, lingüísticas, sexuales, de género, etc.– se convierte en el centro mismo de la acción política.

En su breve ensayo sobre la identidad, Francis Fukuyama retoma el antiguo concepto platónico de dignidad –thymos– para intentar comprender la actual oleada identitaria –ya sea desde el progresismo, con las identidades minoritarias, o desde la derecha, con la tentación nacionalista–. El debate, en cualquier caso, viene de lejos. Allan Bloom fue de los primeros en apuntar cómo las políticas de supuesta dignificación de las minorías habían puesto en peligro la naturaleza liberal de la Universidad norteamericana. La identidad –y su derivada social, el multiculturalismo– ha estado en el centro del debate público en Canadá y en Estados Unidos y en los dos casos ha hecho variar la forma en la que los nacionales viven la naturaleza misma de su país. Recuérdese la respuesta de Samuel Huntington, con su reivindicación de una identidad cultural norteamericana, frente a la nación de minorías insinuada durante la Presidencia de Clinton. Las llamadas políticas de identidad, de hecho, surgen en paralelo (...) a la crisis, primero, del marxismo y luego de la socialdemocracia (en términos norteamericanos, el Partido Demócrata y sindicatos). Hasta el punto, según el análisis de Mark Lilla, de haber acabado con las posibilidades políticas del progresismo o de la izquierda y haber propiciado, por lo menos en parte, una respuesta populista e identitaria plasmada en el acceso a la Presidencia de Donald Trump. Esta respuesta acepta el reto de dar contenido político a aquello mismo que esa misma política de la identidad había querido descartar como ajeno a la nueva esfera política, una respuesta diagnosticada en su momento por Christopher Lasch. De ahí el escándalo que suscita esta respuesta, que, en la lógica de la política de la identidad, no debería haber tenido lugar.

NOTA: Este texto, del que es coautor Miguel Ángel Quintana Paz, forma parte de La hora de España, libro coral recientemente publicado por la editorial Deusto.

Temas

0
comentarios