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Mikel Buesa

Un retrato de ETA envuelto en un 'thriller'

Fernando Benzo no cede ni un ápice en lo que concierne al análisis de la banda terrorista, de su naturaleza, de lo devastador de sus crímenes.

Fernando Benzo no cede ni un ápice en lo que concierne al análisis de la banda terrorista, de su naturaleza, de lo devastador de sus crímenes.

El tratamiento literario del tema de ETA se ha degradado tanto después de Patria, la blanda y sentimentalista novela de Aramburu, cuyo inusitado éxito la elevó al altar no sólo del relato canónico, sino también de esa ortodoxia política que pretende que nos demos un abrazo –sin distinguir bien quién es el culpable– y luego lo olvidemos todo, que la publicación ahora de Nunca fuimos héroes (Planeta, 2020) constituye todo un acontecimiento, sobre todo porque Fernando Benzo no cede ni un ápice en lo que concierne al análisis de la organización terrorista, de su naturaleza política, de lo devastador de sus crímenes y de su imposible redención, todo ello envuelto en un relato construido dentro de los cánones de la novela negra.

La historia es intrigante desde el principio: ¿qué hace en Madrid Harri, un viejo etarra, un organizador de atentados que ha sabido escabullirse siempre de sus perseguidores, que ni siquiera tiene causas pendientes, al que se hacía desde hace años retirado en Colombia? Ahora, además, cuando ya ha pasado una década desde que ETA hubiera cesado en su actividad. "Quiero que averigües por qué ha vuelto", le dice el comisario general de Información a Gabo, un antiguo policía retirado hace años, con galones en la lucha antiterrorista, pero desencantado de ella –"Cobro la pensión. Y después me la gasto", dice en un determinado momento para describir su actividad–, y que sin embargo tuvo en Harri su principal frustración porque nunca pudo detenerle. Y Gabo aceptará la propuesta, trabajando en el caso, primero sólo y después en compañía de una inspectora de Estupefacientes, cuando se evidencia que el tráfico de drogas forma parte, como fuente de financiación, del atentado que prepara en solitario el terrorista.

La novela se construye a partir del contrapunto entre la evocación de las actividades policiales en torno a ETA que se desarrollaron desde el inicio de la democracia –y, por tanto, de la historia del comisario protagonista y de todos aquellos que fueron sus compañeros, alguno caído en el combate, otros respetuosos siempre de la legalidad y, en fin, uno más tentado por la guerra sucia– y el desarrollo de la investigación que finalmente dará lugar al descubrimiento de las pretensiones de Harri y, como no podía ser menos, en un final sorpresivo, a su anulación. Fernando Benzo, que en su día ocupó varios cargos en el Ministerio del Interior, conoce bien el percal y aprovecha la ocasión para recuperar la narración de unos cuantos episodios policiales sobre los que, según revela en una nota final, trabajó hace dos décadas con Pedro Gómez de la Serna para preparar un libro que quedó inédito "por respeto a la petición de confidencialidad de algunas personas". Además, se desenvuelve magistralmente en el terreno de la novela negra y ofrece un relato que va creciendo en su intrigante desarrollo, tal vez porque cuanto más se nos descubre a los lectores la personalidad y la trayectoria de los policías perseguidores, más se nos oculta la del etarra, del que no sabremos casi nada hasta las últimas páginas del libro. Creo, por ello, que el lector aficionado al género encontrará en éste uno de esos libros que se recuerdan después de mucho tiempo.

Pero, más allá del thriller, lo que destaca en esta novela es el inmisericorde retrato que se hace de ETA. Es claro que Benzo no forma parte de ese conjunto de intelectuales que, abducidos por esa política que ha hecho de las emociones su centro, han llegado a la conclusión de que lo mejor sobre ETA, una vez derrotada, es pasar página. "Acabamos con la banda, ¿no?", le dice en un determinado momento el comisario general de Información a Gabo. Éste no contesta, pero cavila:

Una gran frase. Primera persona del plural. Y ahí cabemos todos. Los políticos de todos los partidos, los pisamoquetas, los héroes de café, copa y puro. Y también los muertos, las familias despedazadas, los compañeros caídos y los que se rindieron por el camino, los soplones y los traidores, los viejos asesinos reconvertidos en camareros caribeños. Hay sitio para que todos puedan encontrar una razón a la medida para sentirse arropados, consolados, perdonados o reconocidos en esta frase. Aquí paz y después gloria y no toquemos los huevos con deudas pendientes ni historias sin terminar.

Enorme reflexión ésta porque, en efecto, las deudas pendientes son muchas –no hay más que recordar los más de tres centenares de asesinatos irresueltos– y lo mismo ocurre con las historias inacabadas –entre ellas, la de la imbricación cotidiana entre Herri Batasuna y la planificación y ejecución de las acciones terroristas–.

Está también la observación entre sociológica y antropológica sobre los miembros de ETA: "El punto de partida era el caserío. Y a partir de ahí estaban la familia, la cuadrilla, el pueblo y, solo mucho más allá, cuando ya se entraba más en la política que en el sentimiento, aparecían otros conceptos más elevados. País, nación, esas cosas". ETA, señala Benzo, parece "una compleja tela de araña tejida a partir de vínculos de sangre o cama". Me recuerda, en esto, el impresionante prólogo, titulado "Árbol genealógico", que escribió Patxo Unzueta al libro de Pedro Mari Baglietto Un grito de paz, en el que se entretejen los vínculos de muchos de los personajes relevantes que, a uno u otro lado, nacionalistas o no, se han visto envueltos en esa historia de violencia que es ETA. Y tiene razón Fernando Benzo cuando indica que, para los etarras, el día de su detención o de su muerte "era un día grande" porque "sus familias eran envidiadas por contar con un asesino entre sus miembros".

Es en esa sociología sobre la que incide el "esquema doctrinal y emocional" de la organización terrorista. "El paquete completo" se configura, según el autor, de esta manera:

Mitos y leyendas ancestrales, paraísos perdidos o por venir, lamento por opresiones históricas que da igual si son reales o imaginarias, y sugerentes promesas de felicidad futura. Y, por supuesto, la violencia presentada como algo no deseado, un instrumento que no queda más remedio que utilizar.

La novela incide también sobre el material humano del terrorismo etarra desgranando observaciones aquí y allí, y mostrando tres aspectos que resultan esenciales. El primero, que los miembros de ETA "eran hombres y mujeres normales". Benzo parece advertirnos para que no nos confundamos y pensemos, para nuestro consuelo, que estamos ante unos lerdos o unos trastornados, como muchas veces se afirmó en los medios de comunicación. Por ello, hace decir a uno de sus personajes secundarios que "todos aquellos asesinos y secuestradores no eran psicópatas". Y más adelante añade que "no son monstruos con cuernos y rabos; (…) matan, secuestran, destruyen, pero son personas y recordarlo tiene que ser tu fortaleza, no tu debilidad". El segundo, que pese a su normalidad, o tal vez por ella, a los dirigentes etarras su ideología les hacía vivir en "una realidad paralela". Y, así, otro de los personajes secundarios, que "más de cuatro horas (…) estuvo sentado frente al portavoz de la banda" en las conversaciones de Argel, cuenta: "Cuando mi nuevo amigo terrorista te habla de los problemas que ve en el País Vasco, te pinta un mundo imaginario en el que poco menos que tanques invasores patrullan por las calles vigilando a una población cuya calidad de vida no es mucho mejor que en los antiguos guetos judíos, sometidos todos a unas fuerzas represoras del Estado que actúan con un ciego afán exterminador". Y el tercero, que los de a pie –la "mano de obra para los que construían desde sus escondites franceses el discurso que justificaba la sangre"– "no eran los bravos guerreros cargados de argumentos ideológicos y convicción intelectual que uno podría imaginar". "Muchos de ellos", señala Benzo, "eran muy simples; (…) a menudo se desmoronaban en la sala [de interrogatorios] sin necesidad de un especial esfuerzo; (…) no sabían ni explicar sus supuestas convicciones ideológicas". Y concluye:

Producía una mezcla de rabia y tristeza descubrir que un tipo que había sido capaz de matar a varias personas a sangre fría solo lo había hecho porque quería ser considerado un valiente, deslumbrar a su cuadrilla de gudaris, ser más jatorra que nadie.

En fin, en este retrato envuelto de intriga no faltan las víctimas de ETA. Fernando Benzo confiesa en la nota que acompaña al texto: "Siempre que he escrito sobre terrorismo lo he hecho teniendo presente en mi pensamiento y en mi corazón a sus víctimas"; y añade: "Yo sí recuerdo el rostro y el nombre de todas aquellas que he tenido el honor de conocer". Puedo añadir, por mi parte, que doy fe de ello. Las víctimas aparecen en la novela bajo tres perspectivas. Una es la de la víctima concreta a la que Gabo ha visto caer asesinada por Harri durante una acción policial. Es Cata y en torno a ella se desata para el protagonista de la novela "la orgía de la culpa"; una culpa que le acompañará toda su vida y que se combina con todas las culpas sentidas en "cada asesinato, cada atentado" por "cada viuda, (…) cada huérfano, (…) cada grito de rabia, (…) cada lágrima derramada". Otra es la de la consideración política de la victimación: "Bastaba con haber acudido una sola vez al lugar de un atentado", escribe Benzo, "con haber visto un cuerpo tendido en el asfalto, (…) para no caer en sandeces de cura lerdo como para justificar o compadecer a aquellos bestias". Y la tercera es la que describe el desprecio con que los terroristas consideran a quienes han abatido. En el final de la novela Gabo preguntará a Harri: "¿Alguna vez piensas en todos aquellos muertos? ¿Recuerdas sus nombres? ¿Sus caras?". El terrorista responde: "Era una guerra. En todas las guerras hay muertos". Pero el policía insiste: "No me has contestado. ¿Los recuerdas? ¿Podrías decir sus nombres?". Y Harri, mientras "empezaba a levantar la mano derecha, la que sujetaba la pistola", dice escuetamente, mostrando su menosprecio por los que voluntariamente ha olvidado: "Esta conversación ha terminado".

No me extenderé más. La novela está repleta de episodios interesantes acerca de ETA. Su conexión con el narcotráfico, lo de Bidart, las conversaciones de Argel, los extrañamientos de terroristas, sus crímenes concretos en España y Francia, y un largo etcétera. Fernando Benzo no ha eludido nada de toda aquella violencia y, sobre todo, no ha pretendido hacer de su relato un discurso moral, menos aún ese que invita a pasar página sin haber concluido la justicia.

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