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José María Marco

Carmen Grimau y la memoria de los otros

La Ley de Memoria Histórica quiso enseñarnos lo que debemos recordar (y olvidar) del pasado. La Ley de Memoria Democrática nos va a dictar lo que tenemos que pensar.

Museo Arqueológico Nacional

La Ley de Memoria Histórica quiso enseñarnos lo que debemos recordar (y olvidar) del pasado. La Ley de Memoria Democrática nos va a dictar lo que tenemos que pensar. Ya desde su anteproyecto nos dice la versión correcta de lo que ha sido y es la democracia en España.

Sin embargo, la memoria se mueve por otros caminos. En las páginas más duras de Porque los otros hablan en mí, novela reciente de Carmen Grimau, vemos en funcionamiento dos formas de memoria, una relacionada con la imaginación y la otra con el recuerdo. Gracias a esta asistimos a la detención, la tortura y el fusilamiento de un militante comunista en tiempos de Franco. La otra pone en escena cómo Inés, una de las protagonistas de la novela, asiste a la exhumación de los restos de ese mismo militante comunista, todavía en tiempos de Franco, y a su sepultura inmediata en el Cementerio Civil de Madrid.

Los restos del militante comunista habían sido enterrados en un terreno sin nombre, de forma anónima, bajo un número y una cruz. Desenterrar esos restos, recuperarlos para su familia, para sus amigos y sus compañeros y darles por fin sepultura digna parece el perfecto ejercicio de memoria histórica, o democrática, tal como la entienden nuestros Gobiernos desde 2007. Nada más lejos de lo que cuentan estas páginas. Enfrentarse al pasado, restaurar la memoria, restablecer la dignidad de los muertos –y de los vivos, por tanto– viene aquí sin manual de instrucciones. Nada tiene que ver con ese código de conducta, saturado de fórmulas totémicas y de pensamiento mágico, que se quiere imponer en nombre de la democracia.

En el entierro del Cementerio Civil están presentes la joven Inés, llegada hace poco tiempo de París, Angelita, viuda del militante comunista cuyo recuerdo queda restablecido en ese mismo momento, y Leonard Miklós, un editor –más exactamente lector– parisino, de la casa Gallimard, un personaje, como los anteriores, con una vida a caballo entre varios países y diversas lenguas. Leonard viene de Letonia, de la que salió de niño, cuando los pogromos antijudíos de Riga, y acompañó a su padre en su exilio parisino. Allí, después de una infancia en un barrio del extrarradio, rodeado de rusos blancos exiliados como él, alcanzará su puesto en la muy prestigiosa casa editorial.

A través de Leonard Miklós conoceremos a otros personajes de esta historia de vidas destrozadas. Uno de ellos es Dominique Aury, editora en Gallimard y autora clandestina de Historia de O, esa novela libertina de entrega absoluta a los deseos y los caprichos del amante. Otro es Arlova, traductora, cuyo solo nombre –además de a los zapatos de tacón de aguja– remite al personaje de El cero y el infinito, la novela que Arthur Koestler escribió sobre los juicios estalinistas de los años 30. Una de las primeras escenas de la obra de Koestler cuenta la delación a las autoridades alemanas de un militante por parte del protagonista, comunista como él, que luego será torturado científicamente por un miembro de su propio partido. Es una forma elegante de aludir al origen de la detención del militante comunista fusilado en tiempos de Franco. Carmen Grimau nos ahorra los detalles más sórdidos, en particular el nombre del responsable de la delación que llevó a aquel militante a ser torturado y fusilado por un pelotón de soldados novatos. (En la novela de Koestler, el comunista delatado se suicida).

Arlova, amante del protagonista de la novela de Koestler, es ahora amante de Leonard durante su estancia parisina de mediados de los años 30. Un amor adulto, sin futuro, asumido hasta las últimas consecuencias por una mujer que gusta de recordar una frase de Mme de Staël: "París es la única ciudad en el mundo en la que se puede vivir sin ser feliz". Arlova, como a su modo O, la protagonista de la novela de Dominique Aury –otra "maniática de lo clandestino"–, sabe también del abandono total, y gusta de citar, o recitar, a Fénelon, el perseguido obispo francés del siglo XVII adherido a las fórmulas del quietismo venidas de España y practicadas por su amiga Mme Guyon: abandonarse a la voluntad de Dios sin reparos, sin reticencias, sin más deseo que dejarse acoger en su amor infinito.

El abandono absoluto de Arlova tiene un precio: en la novela de Carmen Grimau, el de servir de informante sobre los círculos intelectuales parisinos a los comunistas moscovitas; en la novela de Koestler, aceptar la traición de su amante ruso, que intenta así salvarse él mismo, y acabar ejecutada en Moscú. Asumir la ignominia es el reverso de la adhesión a lo que François Furet llamó una "ilusión": aceptar por ella la clandestinidad, la expatriación perpetua, la categoría de "hombres universales" y el extrañamiento de una vida vivida bajo la forma de la alteridad, como –adivinamos– la presencia de ese hueco indecible, para siempre vacío en la memoria de Carmen Grimau y que ocupa de forma vicaria Inés. (Como Mme de Staël, parece que Inés siempre echará de menos París).

La novela termina, muchos años después, con el anuncio del asesinato de Miguel Ángel Blanco. Es la última bofetada de la monstruosidad totalitaria propia del siglo XX. El pasado se hace presente de la forma más bestial, resucitada la otra cara de la entrega total: el empeño por anular aquello que no concuerda con la identidad que se quiere asumir. Así se llega, por otros caminos, a las leyes de Memoria Histórica y de Memoria Democrática. Por ejemplo, esto, no menos bestial:

La memoria de las víctimas del golpe de Estado, la Guerra de España y la dictadura franquista, su reconocimiento, reparación y dignificación, representa, por tanto, un inexcusable deber moral en la vida política y es signo de la calidad de la democracia. La historia no puede construirse desde el olvido y el silenciamiento de los vencidos.

Carmen Grimau sugiere otra forma de enfrentarse a un pasado sin calificativo posible. En vez de imponer y censurar, esforzarse por escuchar y confiar en ser capaces de dar voz a lo que otros, el prójimo del cristianismo, dicen en nuestra historia, que es tanto como decir en nosotros mismos.

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