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Mikel Buesa

El poder transformador de las ideas

Velarde ha sido y es un minero de la inteligencia, un picador que ha sacado a la luz lo que se pensaba desde el poder y desde la sociedad civil.

Velarde ha sido y es un minero de la inteligencia, un picador que ha sacado a la luz lo que se pensaba desde el poder y desde la sociedad civil.
Una cosechadora en la finca de Rambón Bilbao en Rueda. | C.Jordá

Si algo hemos aprendido del maestro Juan Velarde –el más veterano de los economistas españoles, no en vano estudió en la primera promoción de la licenciatura en Economía de la que entonces, hablamos de 1943, era la Universidad Central de Madrid– quienes hemos tenido la fortuna de leerle y escucharle a lo largo de su extensa obra académica y periodística es a apreciar el poder transformador de las ideas. Velarde ha sido y es, tal vez por su ascendiente asturiano, un minero de la inteligencia, un picador que ha sacado a la luz lo que se pensaba desde el poder y desde la sociedad civil, en cada momento histórico, acerca de los acontecimientos que iban marcando el curso evolutivo de la economía española. Y así ha podido reconstruir con destreza las concatenaciones que enlazan los hilos de la historia. Lo ha hecho con un peculiar estilo que ya en cierta ocasión describí recurriendo a la obra de Leonardo Sciascia: "Una conversación que dice y no dice, alusiva, indescifrable como el revés de un bordado: una maraña de hilos y nudos, y por el otro lado se ven las figuras". Las figuras, eso es lo que nos ha importado siempre, pero ahora, en su obra, las contemplamos en toda su plenitud, comprendiendo las azarosas vicisitudes que dieron lugar a su formación y desarrollo.

Que en esto –en la valoración del papel de las ideas– Juan Velarde es un discípulo fiel de John Maynard Keynes no se oculta. Y por eso el libro que aquí reseño (Las ideas que cambiaron la economía rural española. De Campomanes a Jaime Lamo de Espinosa, publicado por Cajamar-Caja Rural) arranca con un recordatorio del famoso párrafo final de la Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero en el que el economista británico defendió la tesis de que son las ideas y no los intereses lo que mueve el mundo.

Velarde se apresta a ello, a explicar cómo el papel transformador de las ideas ha sido crucial para guiar el curso de la agricultura española desde que, en 1732, Miguel Caxa de Leruela, en su Restauración de la abundancia de España –un libro que, por cierto, reseñé hace muchos años, cuando el Instituto de Estudios Fiscales procedió a su reedición–, advertía de "los portillos que el hambre suele abrir en las Ciudades y Pueblos más leales, guarneciéndolos con munición de vituallas, por beneficio de los ganados, (…) porque (…) la carestía de los frutos y efectos [impide restaurar] la antigua abundancia de España", hasta que nuestra agricultura ha acabado siendo una de las más avanzadas del mundo, no sólo por la riqueza y exuberancia de sus frutos, sino por la complejidad tecnológica de su producción, su integración con la industria agroalimentaria y su enorme potencial exportador, tal como destacó Jaime Lamo de Espinosa en el balance que hizo del sector con ocasión del número de Información Comercial Española conmemorativo del reinado de Juan Carlos I. La pregunta es, claro, cómo hemos llegado a esto, cómo España, en algo más de dos siglos y medio, pasó de tener una agricultura poco más que de subsistencia a obtener de ella unos excedentes que han convertido la producción alimentaria en la segunda industria exportadora del país. Y la respuesta la encuentra el maestro Velarde en la influencia de las ideas, tanto buenas como malas, que han ido impregnando, a veces con resistencias y angosturas, la política agraria.

El precursor de este periplo agrario lo fija Velarde en Campomanes. Fue él quien insistió, en el siglo XVIII, en la necesidad de que las fincas poseídas por la Iglesia entraran en el circuito mercantil, porque la progresión de las manos muertas amenazaba con hacer cada vez más estrecho el mercado de tierras, elevando sus precios y, por ende, los de la producción rural. Sus propuestas, aunque inicialmente desoídas, acabarían calando en los procesos desamortizadores, tras pasar por el genio creativo de Jovellanos y su famoso Informe en el expediente de la Ley Agraria, en el que proyectó sus ideas liberales con respecto al papel del interés privado, la propiedad de la tierra y la desregulación, especialmente con respecto a los privilegios de la Mesta, en orden al progreso de la agricultura.

Sin embargo, el profesor Velarde también señala que contra estas ideas que propugnaban la extensión del capitalismo, también hubo otras que empujaban hacia el colectivismo. El de Joaquín Costa es el nombre más destacado en este reducto doctrinario, con derivaciones hacia Flórez Estrada y hacia algunos de los que, durante la Segunda República, defenderían una reforma agraria basada en el mito del reparto de tierras, como Pascual Carrión. Precisamente, una orientación diferente en esto de la reforma agraria, con insistencia en la libre iniciativa empresarial, sería la que impregnara las aportaciones de Flores de Lemus, aunque de alguna manera estuvo lastrado por su defensa del proteccionismo. En Flores de Lemus se encuentran además buena parte de las ideas precursoras de la política hidráulica, de la que dependen los regadíos, o de la política crediticia, con la propuesta de un Banco Agrícola que naufragó, dice Velarde, en las procelosas aguas del Consejo Superior Bancario, movidas por otro economista destacado, Francisco Bernis, enemigo de Flores de Lemus.

Se llega así a los ingenieros agrónomos y, en especial, a José Vergara Doncel, que, en la época del franquismo, ocupó la dirección de la Sección de Economía del Instituto de Estudios Políticos. Vergara había rechazado ya en 1934 el mito del reparto para centrarse en las propuestas que podían dar lugar a ganancias de productividad y rentabilidad de la tierra a partir del énfasis en la economía de mercado. Y desde su cátedra en la Escuela de Ingenieros Agrónomos ejerció una notable influencia sobre varias generaciones de discípulos, entre ellos Jaime Lamo de Espinosa, que observarían la crisis de la agricultura tradicional y darían paso al moderno sector que hoy se configura. Además de en el papel de Vergara Doncel, Velarde insiste también en el de quien, desde el lado de la Economía, sería su propio maestro. Me refiero a Manuel de Torres, que en la década de 1950 insistió en los procesos de modernización y tecnificación de la agricultura como fundamento de su mayor rendimiento y, con ello, del autoabastecimiento nacional y de la ampliación de las exportaciones agrarias.

El colofón de todo ello lo pone Juan Velarde en el capítulo que dedica al ya mencionado Jaime Lamo de Espinosa, que fue ministro de Agricultura con Adolfo Suárez y que condujo al sector, desde ese puesto, hasta las puertas de su integración, acompañando al conjunto de la economía española, en las Comunidades Europeas. Lamo, además, ha sido y es aún uno de los más destacados analistas del medio rural, de sus transformaciones y de su modernización. Y ha dejado tras de sí, también desde la cátedra en la Escuela de Ingenieros Agrónomos, un amplio elenco de discípulos que hacen llegar a nuestra actualidad el sendero de las ideas que tan trabajosamente, desde Campomanes hasta ahora, han ido ahormando el devenir de la agricultura española.

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