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Asís Tímermans

Hayek o la humildad del maestro

Los socialistas de todos los partidos, y los lectores de todos los gustos, tienen en Hayek un ejemplo cuya comprensión y difusión es más necesaria que nunca.

Los socialistas de todos los partidos, y los lectores de todos los gustos, tienen en Hayek un ejemplo cuya comprensión y difusión es más necesaria que nunca.
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La conciencia de la propia ignorancia –"solo sé que no sé nada"– es una valiosa idea que recibimos desde niños, aunque la educación parezca empeñada en ocultarla. Quizá por eso, cuando descubrí a Friedrich von Hayek lo sentí como una de esas revelaciones que tanto se asemejan a recuperar un recuerdo.

Porque la obra del pensador vienés, empeñado en descubrir y transmitir las razones de nuestra prosperidad, tiene mucho que ver con el conocimiento y sus límites, y con la misma forma de conocer. Creo que la esencia de su vida fue la constancia y humildad de un hombre que supo entender a la vez la limitación del conocimiento humano y su carácter ilimitado, merced a las formas en las que hacemos uso de un conocimiento disperso y cambiante.

No me sorprendió que, hace algún tiempo, un presunto profesor de Ciencias Políticas y líder neocomunista atribuyese a Hayek un eventual alborozo con las instituciones monetarias contra las que, precisamente, escribió en 1976 un libro titulado La desnacionalización del dinero. La completa ignorancia sobre el pensamiento de un gran hombre no retrae a los soberbios ignorantes de citarlo, porque lo saben un símbolo a destruir. Lo sufrió en vida, y siempre de mentes más valiosas.

Tuvo la vocación de servir a la humanidad promoviendo las doctrinas que, intuitivamente, más parecen procurar el bien común. Por eso fue, en su primera juventud, un socialista fabiano. Y por los mismos motivos –la búsqueda del progreso humano y el bienestar de todos, en particular los menos favorecidos– las enseñanzas del maestro Ludwig von Mises le llevaron a profundizar en las ideas de libertad que más habían contribuido a la prosperidad. Hayek, sí, fue gran discípulo de Mises y figura clave de la Escuela Austriaca, aunque para muchos con una personalidad tan marcada que simboliza una forma brillante e irrepetible de entender la libertad y el orden espontáneo como claves de la prosperidad.

La defensa de la libertad granjeó a ambos intelectuales el odio del nacionalsocialismo –Mises tuvo que abandonar precipitadamente Viena tras el Anchluss– tanto como el desprecio de la emergente socialdemocracia occidental, la incomprensión de la derecha conservadora y, por supuesto, la inquina del comunismo, cuyas miserias doctrinales contribuyó a evidenciar antes y de forma más profunda que otros la Escuela Austriaca.

Ya en los albores de la Gran Depresión había previsto junto a Mises que el desastre se estaba gestando en el previo periodo de auge económico. El patrón oro, que tanto había ayudado a la estabilidad y el crecimiento económico prolongado, había saltado por los aires como consecuencia de las Gran Guerra. La expansión artificial de la moneda y el crédito en la década de los 20 daría lugar antes o después a un colapso. Lo advertía el propio Hayek en un informe del Instituto Austriaco de Investigación Económica en 1929.

La idea de Mises de laimposibilidad del cálculo económico bajo el sistema socialista, que tan indiscutible parece pasados los años, llevó a Hayek a profundizar en la naturaleza y función de los precios, insustituible fuente de información que no solo no debía ser eliminada, sino que su distorsión de múltiples formas era causa de la mayoría de los problemas que sufrían las economías supuestamente libres.

Su crítica, en 1930, al Tratado sobre el dinero de Lord Keynes no solo dio comienzo a una áspera polémica entre ambos: simbolizó el incierto devenir del mundo libre en el siglo XX, entre la entrega a formas de gobierno más planificadas y menos libres y la confianza en un sistema que respetase el orden espontáneo y el marco institucional que preservase la libertad individual.

Su emblemático libro Camino de Servidumbre, publicado en 1944, fue más una desesperada advertencia que una predicción. Hayek, ciudadano británico desde 1938, se haría antipático para una nación que tomaba, desde una economía de guerra, un sendero de regulaciones, nacionalizaciones y socialismo que le llevaría a un lento declive. Explicar el mecanismo por el que los males causados por el intervencionismo dan lugar a más y peor intervención, y el peligro de que esa senda desembocase en el mismo totalitarismo que los británicos habían combatido valientemente, no le dio popularidad ni en Gran Bretaña ni en el mundo académico. Sin importarle el descrédito que sufrió por su honradez intelectual, creó la Sociedad Mont Pelerin y animó la creación de think tanks que profundizaran y difundieran el pensamiento que sabía esencial para dar una oportunidad al progreso.

Si en algo se equivocó fue en los tiempos. No combatió la tan dañina Teoría general de Keynes de 1936 creyendo que sus evidentes inconsistencias la derrumbarían en pocos años. Y erró en la capacidad de huida hacia delante de un mundo que, en los años 70, no pudo ya explicar la persistencia y virulencia de un estancamiento, paro e inflación que amenazaba la estabilidad del mundo libre. Los ojos se volvieron hacia quienes habían advertido de lo que ocurriría. Inspiró el resurgir de Gran Bretaña y recibió el tardío reconocimiento con un premio del que recelaba. En un gesto poco comprendido, dedicó su discurso como Nobel de Economía (1974) a la pretensión del conocimiento, una magistral y práctica lección sobre la necesaria humildad de la que carece la ciencia económica.

En el camino había escrito La contrarrevolución de la ciencia y El orden sensorial, en el demostrado convencimiento de que el economista que solo sabe economía sabe muy poco. Entender la acción humana, y por tanto la persona, como base de la economía lleva a tener en cuenta laimprevisibilidadde su naturaleza frente al materialismo determinista, y los daños del constructivismo y la ingeniería social en la vana pretensión de manejar como piezas de un puzle a seres humanos.

Los fundamentos de la libertad, publicado en 1960, es considerado por muchos la mejor actualización del pensamiento liberal. Sin embargo, mi obra preferida –quizá porque me mostró la esencia profunda y humilde del pensamiento del maestro– es Derecho, legislación y libertad, monumental esfuerzo de un hombre que se atrevió en la vejez a profundizar en las consecuencias de su propio pensamiento.

Algunas de sus ideas más complejas se expresaron bajo brillantes títulos. Fue el caso del citado La desnacionalización del dinero, en el que un Hayek de 77 años dio un impulso fresco y pionero al estudio de los daños que el monopolio público de la emisión de moneda causaba a la estabilidad económica, y a la necesidad de libertad en ese campo. También de La fatal arrogancia, en el que de forma tan sutil y elegante evidencia el error de pretender planificar lo que es, por esencia, imposible conocer.

La fatal arrogancia: pocas frases, quizá, tan repetidas en el mundo liberal. Pero pocas tan acertadas y definitorias de los políticos y la política que condicionan la libertad y prosperidad en este siglo. Los socialistas de todos los partidos, y los lectores de todos los gustos, tienen en Hayek un ejemplo cuya comprensión y difusión es más necesaria que nunca.

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