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Jesús Laínz

La coherencia del PSOE, o del PSO, o del PS

Pedro Sánchez no ha aportado novedad alguna. Ya había quedado todo muy claro hace cuarenta años.

EFE

Quizá haya sorprendido a algunos las ocurrencias plurinacionales con las que tan entretenidos están nuestros socialistas desde que Pedro Sánchez regresara a la cúpula del partido. Hay quienes consideran que se trata de una astuta maniobra de aproximación a los separatófilos podemitas para ir construyendo con ellos un bloque de izquierdas. También están quienes opinan que se trata de un señuelo lanzado a los separatistas de toda región y condición para conseguir su apoyo en una especie de Frente Popular diseñado para acabar con el actual dominio electoral del PP. Todos estos serían los que no creen que el PSOE propugne con sinceridad eso de la plurinacionalidad de España y su esotérica condición de nación de naciones. Por el contrario, lo consideran una maniobra para embaucar a podemitas y separatistas hasta el momento en el que Pedro Sánchez consiga sentarse en el palacio de la Moncloa.

Por otro lado se encuentran quienes lamentan este giro dado por la actual dirección socialista, giro que consideran una lamentable novedad en la centenaria historia del partido y en cierto modo una traición a quienes, en la época de Felipe González, jamás cuestionaron la existencia de la nación que tuvieron que gobernar por mandato popular.

Pero la realidad es que no estamos ni ante señuelos ni ante novedades. La alergia hacia su propia nación –recuérdese la "nación discutida y discutible" del inmortal ZP– es parte nuclear y añeja de la ideología del PSOE, así como su disposición a negar su existencia y a asumir las tesis separatistas.

En mayo de 1976, recién comenzada la transición, el PSOE publicó un muy influyente libro en el que sus cuatro coautores, Francisco Bustelo, Gregorio Peces-Barba, Ciriaco de Vicente y Virgilio Zapatero, explicaron a los españoles su ideología y organización. Desde la primera página de la introducción quedaba clara la idea que el partido tenía sobre "los distintos países del Estado español", concepto inconcebible tanto para los socialistas de los fundacionales tiempos de Pablo Iglesias Posse como para los de la Segunda República. Pero, tras haber compartido derrota y exilio con los separatistas vascos y catalanes, los socialistas adoptaron sus tesis, aspiraciones y terminología. Por eso los autores incluyeron entre las libertades democráticas que había que recuperar el "derecho a la autodeterminación de todas las nacionalidades ibéricas". Como si Portugal tuviera algo que ver en esto. Cualquier cosa con tal de no pronunciar la palabra prohibida, sólo admisible como adjetivo del sustantivo Estado. Y a continuación proclamaron que su modelo de Estado consistía en una "República Federal de las Nacionalidades que integran el Estado español".

Pedro Sánchez no ha aportado novedad alguna. Ya había quedado todo muy claro hace cuarenta años.

Calados hasta los tuétanos de los tópicos más necios de la Leyenda Negra, los cuatro autores acusaron a España, ese ente eternamente fascista, de "haber tratado siempre de asimilar, hasta anularlos, a los que han nacido en otro ámbito geográfico, en otra placenta cultural". Saboreen el hallazgo: placenta cultural.

Por eso, para resaltar las diferencias placentarias, los socialistas de los sacralizados tiempos transicionales se atrevieron a enmendar la plana a aquellos socialistas de antaño que consideraron que el nacionalismo era un anacronismo político y un velo mixtificador de relaciones capitalistas de producción. Grave error de sus internacionalistas antecesores: el socialismo moderno tenía que hacer hincapié en las diferencias placentarias, pues no en vano

basta con salir de Madrid para ver que Asturias, Galicia, Euskadi, País Valenciano, Aragón, Cataluña… son diferentes de hecho.

Profunda reflexión, vive Dios, aunque los ideólogos socialistas no aclararon si se referían a diferencias paisajísticas, folclóricas o gastronómicas. Pero, por lo visto, de esas diferencias había que extraer consecuencias políticas. Debe de ser que en los demás países no pasan esas cosas, y que las provincias francesas, por ejemplo, no se diferencian de París, ni las italianas de Roma, ni las alemanas de Berlín, ni las estadounidenses de Washington. Para nuestros muy pueblerinos socialistas, España debe de ser una excepción mundial.

Pero lo más interesante de tan importante libro fueron las reflexiones sobre la necesidad de renovar la estructura interna del partido para adecuarla a la realidad española, perdón, estatal. Apréciense el fondo y la forma de estos suculentos párrafos:

El PSOE tiene que desarrollar a nivel estatutario el principio del respeto a las nacionalidades proclamado desde siempre en sus resoluciones. Lo cual exige una ‘nacionalización’ de dicho socialismo, entendiendo por tal acompasar su estructura al fenómeno nacional (…) Esta actitud del PSOE exige otros cambios estatutarios tendentes siempre a armonizar la unión socialista con el pluralismo nacional o regional (…) Cada nacionalidad del Estado español tendrá su Partido Socialista Obrero constituido por las federaciones provinciales del correspondiente ámbito geográfico. Los órganos supremos de estos Partidos Socialistas Obreros serán sus congresos nacionales (…) A nivel del Estado español la organización socialista será el PSOE (o el PSO, o incluso el PS). Su máximo órgano será el Congreso Socialista del Estado español en el que los diferentes Partidos socialistas nacionales y regionales se hallarán representados (…) El actual Comité Nacional, que podría denominarse Comité Federal, pasará a ser órgano representativo de las nacionalidades y regiones del Estado español.

Pedro Sánchez no ha aportado novedad alguna. Ya había quedado todo muy claro hace cuarenta años. Tras el periodo en el que Felipe González y su equipo experimentaron un súbito ataque de sensatez por haberles tocado gobernar la nación que ellos mismos habían convertido en galimatías, el PSOE de hoy no ha hecho más que reverdecer el ideario hispanófobo aprobado en el Congreso de Suresnes.

La izquierda española, tan íntimamente inspirada por el "Imagine" de Lennon y tan aficionada al mantra "No hay más patria que la Humanidad", insiste en su adoración de los tótems tribales. Un pie en el desarraigo mundialista y otro en los aldeanismos más microscópicos. Y en medio, apestada, la única realidad histórica, cultural, jurídica y política tangible: España, ese invento de Franco.

De tan esparrancada, algún día la izquierda acabará abriéndose por la bisectriz. Pero mientras llega ese momento, convendría aclararse: ¿Cantamos La Internacional o La Plurinacional?

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