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Manuel Llamas

El proteccionismo comercial siempre genera pobreza

La política arancelaria de Donald Trump se volverá como un boomerang contra la economía estadounidense.

Cordon Press

Corren malos tiempos para el libre comercio. El ascenso de Donald Trump a la Presidencia de EEUU se está traduciendo en un peligroso rearme de las políticas arancelarias a nivel global, cuyas consecuencias, sin duda, pagaremos todos en mayor o menor medida. Tras abandonar el Acuerdo Asia-Pacífico, suspender las negociaciones del TTIP para ampliar las relaciones comerciales con Europa y poner en cuarentena el Nafta, la zona de libre comercio con sus vecinos canadienses y mexicanos, Washington centra ahora el tiro en China.

La Administración norteamericana acaba de anunciar la imposición de aranceles de hasta el 25% a un total de 1.300 productos chinos, por un valor de 50.000 millones de dólares, bajo el falaz argumento de que el gigante asiático está contribuyendo a la desindustrialización de la primera potencia mundial. Pero la respuesta de Pekín no se ha hecho esperar, ya que ha respondido con idénticos aranceles a algo más de 100 productos estadounidenses, por un importe similar. Es decir, lo comido por lo servido.

En las guerras comerciales todos pierden, sin excepción: pierden los consumidores, puesto que tendrán que pagar más por determinados productos importados; pierden las empresas, que verán incrementar sus costes de producción por culpa del encarecimiento de bienes intermedios y de capital adquiridos en el exterior; y pierden los exportadores, cuya demanda externa se verá dañada por culpa de dichas tasas.

El proteccionismo genera pobreza, aislamiento, atraso y tensión bélica, mientra que el libre comercio permite aumentar el nivel de riqueza, progreso y fraternidad entre los pueblos.

Algunos ya se han apresurado a decir que, en realidad, esto no es más que una estrategia negociadora de Trump para ablandar a los chinos en algunas materias, como la protección de propiedad intelectual y de patentes de compañías norteamericanas, pero, con independencia de cuál sea su verdadera finalidad, este tipo de políticas son profundamente erróneas y siempre acaban generando más problemas de los que, en teoría, pretenden solventar. Basta señalar dos ejemplos al respecto.

El primero tuvo lugar tras el crack del 29. En 1930, el Gobierno norteamericano, con Herbert Hoover a la cabeza, aprobó el arancel Smoot-Hawley, por el cual se dispararon las tasas de unos 20.000 productos mediante aranceles de hasta el 60% ideados para proteger a la industria nacional de la competencia extranjera y, de este modo, salir de la crisis estimulando la producción y la demanda internas. Las demás potencias respondieron de forma similar, causando una tremenda guerra comercial a gran escala, cuya principal consecuencia consistió en agravar y prolongar de forma muy sustancial la Gran Depresión.

En EEUU, el volumen de importaciones cayó cerca de un 40% en poco más de dos años, pero las exportaciones se hundieron un 60%, no llegando a recuperar los niveles previos a la crisis hasta después de la II Guerra Mundial. El aumento de los costes de producción y el desplome de las ventas al exterior terminaron por rematar a la industria local, lo que se tradujo en un aumento del paro y del número de quiebras empresariales. La combinación de crack financiero y comercial provocó en EEUU un descenso del PIB real próximo al 30% entre 1929 y 1933, mientras la tasa de paro escalaba del 3 al 25%, y casi el 40% de los bancos entraba en quiebra. Algo similar sucedió en los demás países afectados por la guerra comercial.

El segundo ejemplo, la globalización, ha producido justo el efecto contrario. Continuando con el caso estadounidense, el mayor acceso a bienes y servicios foráneos ha mejorado el poder adquisitivo de las familias estadounidenses en un 29%, haciendo ganar al trabajador medio unos 1.300 dólares anuales extra en las dos últimas décadas, mientras que casi la mitad del negocio de las 500 empresas más importantes de EEUU procede del exterior.

A poco que se amplíe la perspectiva se verá que el balance que ha posibilitado la globalización tras la caída del Muro de Berlín (1989) y la gradual apertura económica y comercial de China es, simplemente, extraordinario:

- La renta media de la población mundial se ha duplicado desde los años 80, al pasar de 4.000 a casi 8.000 dólares por habitante.

- El porcentaje de la población mundial que vive en una situación de pobreza extrema -menos de 1,9 dólares al día- ha caído del 35% de 1990 al 10% en 2013. En términos absolutos, el número de pobres ha bajado de 1.850 millones a cerca de 700 en menos de 25 años. Es decir, la extensión del capitalismo global ha logrado sacar de la pobreza a más de 1.000 millones de personas, mientras que la población mundial ha crecido en cerca de 2.000 millones durante este mismo período. Y lo más importante es que, de mantenerse este ritmo, la pobreza será un vestigio del pasado antes de 2030. Para esa fecha, siempre y cuando no se revierta esta tendencia globalizadora, ya no habrá pobres en el mundo...

- El mundo es mucho menos desigual después de que el Sudeste Asiático y, posteriormente, China y las exrepúblicas soviéticas comenzaran a abrirse al capitalismo y al mercado internacional. Tal y como refleja el siguiente gráfico, la línea verde (más rico, más igualdad) se sitúa por encima de las líneas roja (un mundo pobre) y azul (un mundo dividido entre países ricos y pobres).

- Y, por último, el número de guerras se ha desplomado en las últimas décadas, ya que los países que comercian libremente no se matan entre sí.

El proteccionismo, pese a su buenista nombre, genera pobreza, aislamiento, atraso y tensión bélica, mientra que el libre comercio permite aumentar el nivel de riqueza, progreso y fraternidad entre los pueblos. Trump se equivoca profundamente.

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