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Regino García-Badell

Lealtad socialista

Con su moción de censura meramente destructiva, Pedro Sánchez hizo precisamente lo que los constituyentes pretendían evitar.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez | EFE

Desde que Sánchez está en la Moncloa, la primera palabra que pronuncian todos los portavoces del PSOE cuando se les acerca un micrófono es, indefectiblemente, lealtad. La dirigen, como un mantra, a los partidos que no han llevado a Sánchez a la presidencia del Gobierno para exigírsela, y la acompañan de la coletilla "como siempre ha hecho el PSOE cuando ha estado en la oposición".

Pues bien, a cualquier persona que se moleste en analizar la política española desde la Transición, si algo le queda claro del comportamiento del PSOE es, precisamente, su absoluta falta de lealtad en momentos de gran trascendencia.

Además, cuando los socialistas han sido leales lo han sido porque les convenía, nunca sacrificando ninguno de sus intereses o de sus oportunidades de alcanzar o usufructuar el poder.

Un ejemplo sangrante –valga el adjetivo– lo tenemos en el Pacto Antiterrorista que PP y PSOE firmaron en diciembre de 2000. Un pacto que el PSOE firmó porque estaba en horas bajas, después de haber perdido de forma clamorosa las elecciones de aquel año y porque su nuevo líder, Zapatero, aún no había recibido el empuje que Cebrián y Felipe le darían el año siguiente con El futuro ya no es lo que era para construir un cordón sanitario alrededor del PP. En cualquier caso, al PSOE le faltó tiempo para, por medio del maltratador Eguiguren (¡qué poco se le ha recordado que había sido condenado en firme por pegar a su mujer!), iniciar sus negociaciones con ETA, a espaldas, por supuesto, del Pacto. Ejemplo preclaro de la forma que los socialistas tienen de entender la lealtad.

Pero hay ejemplos de esa deslealtad, consustancial al partido socialista español, aún mucho más graves y de mayor alcance, porque tocan a lo más nuclear de nuestro Estado de Derecho, nuestra Constitución y su espíritu.

Empecemos por decir que la Constitución del 78, tantas veces alabada –y con razón, por haber sabido expresar como nunca el afán de concordia de los españoles–, fue el resultado de muchas transacciones y acuerdos para lograr, por fin, un texto en el que cupiéramos todos. El espíritu de aquellos acuerdos lo tenían claro los constituyentes y lo teníamos claro los ciudadanos, aunque no siempre la letra del texto lo exprese con toda la fidelidad necesaria. Por ejemplo, en el controvertido Título VIII que trata de la organización territorial del Estado.

España, en toda su historia constitucional, hasta la II República, había sido siempre un Estado unitario. Era lógico que en 1978 se confrontaran las opiniones de los que creían que España debería ser un Estado unitario con los que exigían el reconocimiento de las peculiaridades –la lengua, sobre todo– de algunas regiones, que ya tuvieron en la II República. La conciencia de que muchos ciudadanos de esas regiones aspiraban a un trato diferenciado, unida al afán de recoger elementos positivos de la época republicana y, ¿por qué no decirlo?, a la presión de la ETA, que ya empezaba a asesinar de manera industrial, llevó a los constituyentes a buscar una solución que satisficiera lo más posible a los más posibles.

Esa solución fue el Estado de las Autonomías, que pretendía dar a las tres regiones, Cataluña, País Vasco y Galicia, que en la época republicana tuvieron un estatuto o proyecto de estatuto, un tratamiento diferenciado del de las demás provincias y regiones con la transferencia de algunas competencias del Estado.

Para evitar, en lo posible, el agravio comparativo, a las demás regiones se les dio la oportunidad de acceder a una forma de autonomía algo menor. Hay que resaltar que, en ninguna de ellas, nadie había detectado síntomas de que los ciudadanos aspiraran a ningún grado de autonomía.

Es posible que la letra del Título VIII no exprese con precisión este espíritu, pero todos sabían cuál era.

El Estado de las Autonomías, que quería ser la solución al problema de los llamados 'nacionalismos periféricos', no lo ha sido, y ha creado unas burocracias y unas redes políticas y clientelares que han disparado el gasto público, con unos beneficios para los ciudadanos más que dudosos.

Y ahí apareció, al año justo de haber sido aprobada la CE, el PSOE, que, en su afán desordenado de alcanzar poder, descubrió que podía jugar la baza del nacionalismo de aquellas regiones en las que no lo había. En primer lugar, en Andalucía, donde, a pesar de ser la tierra natal de sus líderes –Felipe y Guerra–, había quedado detrás de la UCD en las generales de 1979. La historia es sabida: un Suárez acosado y desorientado y una derecha acomplejada e incapaz de comprender la profundidad del desafío socialista acabaron por aceptar el referéndum de Andalucía de febrero de 1980, con lo que el espíritu del Título VIII voló por los aires, se implantó el café para todos y se dejó a las regiones autónomas de origen republicano sin un trato diferencial, que es lo que, como los hijos envidiosos de una familia, pretendían.

Es verdad que no se puede aventurar qué hubiera pasado si todas las regiones españolas, salvo las tres ya citadas, se hubieran limitado a articular una cierta descentralización administrativa y no se hubieran convertido, con sus parlamentitos, sus gobiernitos y su incesante producción legislativa y normativa, en pequeños Estados. Pero lo que sí sabemos es que el Estado de las Autonomías, que quería ser la solución al problema de los llamados "nacionalismos periféricos", no lo ha sido, y ha creado unas burocracias y unas redes políticas y clientelares que han disparado el gasto público, con unos beneficios para los ciudadanos más que dudosos.

Y la otra gran deslealtad constitucional del PSOE que aquí queremos destacar es la utilización que Sánchez ha hecho de la figura de la moción de censura. Los más viejos recordamos bien el debate que en la ponencia constitucional suscitó la redacción de los artículos en los que se regula esa figura. Los constituyentes tuvieron especial interés en evitar que la moción de censura funcionara como lo hizo en la República de Weimar (de febrero de 1919 hasta la llegada de Hitler, en enero de 1933, 14 años y 14 cancilleres) o en la III República Francesa (entre noviembre de 1918 –fin de la I Guerra Mundial– y junio de 1940 –rendición ante Hitler–, 22 años y 34 Gobiernos). Para eso se copió la figura de la moción de censura constructiva de la Grundgesetz –Ley Fundamental o Constitución– alemana de 1949, que dictamina que la moción de censura no puede ser únicamente la suma de los votos en contra del Gobierno en ejercicio, sino que tiene que ser ganada por un candidato a la presidencia alternativo con un programa determinado, con el que se presenta. Sánchez, en la línea habitual de su partido de ser desleal a todo lo que considere que no le ayuda a alcanzar el poder, no ha presentado ningún programa de gobierno, sino sólo la repulsa a Rajoy, noqueado por la sentencia de Gürtel. Justo lo que los constituyentes quisieron evitar.

Porque a Sánchez le hubiera resultado incómodo subir a la tribuna del Congreso para explicar que su programa era acercar a los presos de ETA y a los golpistas catalanes a las cárceles de sus regiones, redactar con esos mismos golpistas un nuevo estatuto de Cataluña, hacer de RTVE su aparato de propaganda, aprobar la eutanasia, acabar con las escuálidas reformas educativas del PP, abrir las fronteras a todos los que quieran venir, subir los impuestos a la banca y a las empresas. Y así sucesivamente. Porque, al no haber presentado ningún programa, no tiene ningún compromiso con los ciudadanos españoles. Que es de lo que se trataba. Y eso, con sólo 85 escaños en el Parlamento y sin ser él mismo diputado.

En conclusión: que cuando un socialista habla de lealtad es como si Paris Hilton hablara de fundar cenobios. ¡Ah!, y un aviso a navegantes despistados: cuando algún portavoz del PSOE acusa a alguien de carecer de una virtud, siempre, siempre, nos está diciendo que son ellos, los socialistas, los que carecen absolutamente de esa virtud.

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