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Mikel Buesa

La paradoja vasca

Cuando más cómodo podía sentirse el Gobierno nacionalista con respecto a la opinión pública, se ha producido otra vez el giro hacia la secesión.

Cuando más cómodo podía sentirse el Gobierno nacionalista con respecto a la opinión pública, se ha producido otra vez el giro hacia la secesión.
El presidente regional vasco, Íñigo Urkullu, con el catalán, Quim Torra | EFE

El PNV retorna a sus viejas esencias. El péndulo patriótico se desplaza ahora en el sentido secesionista y, en compañía del fascio abertzale, heredero de la desaparecida ETA, los jeltzales reclaman la estatalidad que nunca ha tenido el País Vasco, reniegan del autonomismo y de la Constitución que lo hizo posible y pretenden instituir en España un Estado confederal donde integrarse con total independencia, aunque sin renunciar al peculiar sistema de financiación que permite a las Administraciones vascas manejar el doble de recursos por habitante que las demás regiones, a costa, naturalmente, del bolsillo de los demás españoles. Y mientras este proyecto político se va decantando y expresando en las instituciones autonómicas, la opinión pública vasca se orienta en un sentido inverso, renegando del independentismo, tal como muestra la última entrega del Sociómetro que elabora y publica el Gobierno vasco. Tal es la paradoja en la que se ve ahora envuelta la política vasca.

Los vascos aprendieron mucho con la experiencia del Pacto de Lizarra –y de su ruptura– y, sobre todo, con la del Plan Ibarretxe, que surgió como respuesta política nacionalista a la última ofensiva de ETA que se desencadenó en el año 2000. Poco antes de ésta, según el Sociómetro, los partidarios y los contrarios a la independencia tenían el mismo peso dentro del conjunto de la población: más o menos, la cuarta parte cada uno. Es verdad que había un 35 por ciento de oportunistas que admitían la independencia sólo si podían sacarle tajada, con lo que la balanza podía inclinarse en cualquier sentido. Pero a medida que el Plan Ibarretxe iba quemando etapas y la represión del comienzo del siglo –reforzada política y jurídicamente por el Gobierno Aznar– hacía estragos en la organización terrorista –al menos hasta que Zapatero hizo sonar la campana y se impuso una pausa de dos años–, el segmento antiindependentista se fue fortaleciendo hasta alcanzar a un tercio de la población, mientras sus oponentes retrocedían para recuperarse más tarde, casi siempre sin superar los niveles iniciales. Además, el campo oportunista también retrocedió, tal vez por el efecto que el movimiento cívico, representado por el Foro Ermua, Basta Ya y las asociaciones de víctimas del terrorismo, produjo con su crítica razonada y sus estudios académicos sobre las perspectivas desfavorables de la independencia para el bienestar de los vascos.

Todo ello derivó en un cierto retraimiento del nacionalismo, hasta que, finalmente, en 2009, éste perdió el poder. En aquel momento se abrió una ventana de oportunidad para desplazar por muchos años al PNV del control de las instituciones vascas, pero ésta no fue aprovechada, principalmente debido a la mediocridad del líder socialista –Patxi López– que ostentaba la Lehendakaritza, la inoperancia de su Gobierno y su incapacidad para arbitrar acuerdos en el seno del constitucionalismo. Los nacionalistas recuperaron su antigua posición al cabo de una legislatura, aunque muy tocados por el ascenso de la izquierda abertzale –una vez rota su ilegalización–, y no lograron reasentar completamente su poder hasta las elecciones de 2016. En aquel momento, el PNV se moderó ostensiblemente, haciendo caso omiso de quienes reclamaban de él un compromiso independentista, mientras la opinión pública se iba apartando de éste, hasta el punto de que, dos años más tarde, los contrarios a la separación vasca de España, con el 37 por ciento, superaban en quince puntos a sus partidarios.

Sin embargo, paradójicamente, en el momento en el que más cómodo podía sentirse el Gobierno nacionalista con respecto a la opinión pública, desarrollando un proyecto netamente autonomista –que además venía favorecido por los pactos entre el PNV y el Gobierno de Rajoy–, se ha producido otra vez el giro hacia la secesión. Las razones de esta situación –que hermana otra vez, como cuando lo de Ibarretxe, al nacionalismo institucional con el fascio abertzale– son, de momento, un arcano, aunque se pueda avanzar alguna hipótesis al respecto.

Digamos, para empezar, que en el PNV conviven una corriente autonomista mayoritaria y otra independentista que, aunque minoritaria, tiene una presencia importante entre la militancia guipuzcoana y alavesa. Ello hace que la dirección del Euskadi Buru Batzar, por una parte, y el lehendakari, por otra, tengan que contar con esta última, pues el carácter confederal del partido hace que todas sus organizaciones territoriales tengan el mismo peso en la adopción de decisiones, aun cuando el número de sus afiliados sea pequeño. En el nacionalismo vasco no funciona la regla de "un hombre, un voto", sino la de "un territorio, un voto". Por tanto, la tensión interna entre las dos almas del PNV se manifiesta ahora dando una mayor oportunidad al secesionismo.

Esto último conecta, por otra parte, con la imitación del caso catalán. Los nacionalistas catalanes declararon hace un año la independencia en su Parlamento y, pese a todo lo ocurrido después, mantienen abierta la posibilidad de hacerla efectiva. Ello tiene, se quiera o no, un efecto de emulación hacia el nacionalismo en el País Vasco, donde el fascio abertzale actúa como un alumno aventajado del independentismo catalán, imitando sus acciones, aunque de momento con poco éxito, como el fracaso de los referendos locales de independencia –el último en San Sebastián– demuestra.

Está, además, reforzando lo anterior, la oportunidad que se abrió con la investidura del doctor Sánchez. El PNV teme que un ascenso político de Ciudadanos –y ahora también el de Vox– acabe restándole fuerza a la autonomía vasca, por eso prefirió traicionar a Rajoy y apoyar a Sánchez ante la posibilidad de que un adelanto de las elecciones generales frustrara las ganancias en el autogobierno pactadas con el PP –dentro, eso sí, de una línea autonomista situada en el límite constitucional–. Ahora, con Sánchez, esas ganancias se dan por logradas y lo que se plantea es ir más allá, al rebufo del problema catalán, en el reconocimiento de la soberanía para el País Vasco.

Los jeltzales son políticos cautelosos y farisaicos que nunca juegan con una sola baraja. Lo suyo es poner los huevos en todas las cestas. Por eso, de momento, se mueven en el terreno declarativo, en la adopción de acuerdos simbólicos dentro del Parlamento vasco, a la espera de las oportunidades que depare el fluido discurrir actual de la política española. Si en Cataluña la independencia es derrotada, se replegarán sobre el autonomismo; pero si no es así, entonces cabe esperar que, marginando a la opinión pública vasca, se lancen otra vez por la senda de la secesión.

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