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Santiago Navajas

Contra el diálogo

Si hay algo que sobra en España es diálogo, porque ha degenerado, en el ámbito político, en diálogo falaz, en diálogo-trampa, en 'fake'-diálogo.

Miembros de un CDR, con una pancarta en la que se lee: "Tumbemos el régimen" | EFE

"No somos elegidos por Dios, sino por el electorado, por lo tanto, buscamos el diálogo con todos aquellos que ponen esfuerzo en esta democracia" (Willy Brandt).

El presidente de la Generalidad, Quim Torra, ha pedido "coraje y valentía" para "seguir adelante con este diálogo y esa determinación de resolver el conflicto político en Cataluña (...) en concreto del derecho de autodeterminación". Al parecer, en España, según el líder catalán progolpista, el problema es que no se dialoga lo suficiente. Pero, en realidad, si hay algo que sobra en España es diálogo, porque ha degenerado, en el ámbito político, en diálogo falaz, en diálogo-trampa, en fake-diálogo. Antes de empezar a dialogar sobre temas sustantivos hemos de ser capaces de dialogar sobre el mismo diálogo, sobre las condiciones dialógicas del diálogo. Hemos de aclarar cuáles son los axiomas de la comunicación veritativa, del mismo modo que en lógica establecemos los de la demostración argumentativa. Y es que una discusión racional sobre temas morales y políticas solo cabe realizarla entre personas que comparten ciertos compromisos morales prácticos y algunos principios políticos teóricos.

Los nacionalistas, gracias a la CE 78, que también fue votada mayoritariamente en Cataluña y en el País Vasco, tienen autonomía extendida y autogobierno ampliado, monopolio del catalán en el sistema educativo, acceso restringido al funcionariado y un sistema electoral a la carta. A cambio, en injusta reciprocidad, han correspondido al resto de catalanes y al conjunto de los españoles con deshonestidad, terrorismo y golpismo.

Para que se pueda dar un diálogo no falsificado de raíz hay que presuponer la honestidad intelectual, la voluntad de buscar la verdad y de aceptar la justicia independientemente de cualquier posible utilidad social o interés particular, así como un sincero deseo de paz y de un espíritu de concordia cívica. Todo ello incompatible con el terrorismo como medio y el golpismo como acción, la amenaza a la vida y el intento de destruir el orden democrático apelando a las masas.

Por tanto, no se dan las condiciones para llevar cabo un diálogo no viciado con los nacionalistas. Así que ha llegado la hora de un plan B consistente en volver a 1978 para revertir la cultura del apaciguamiento, que nos ha llevado al bloqueo institucional y a la vulneración de derechos fundamentales (como el de educarse en la lengua natural y oficial del país) y que ha provocado un gran daño al prestigio moral que España se ha ganado a pulso en los últimos cuarenta años al encabezar, por ejemplo, los índices internacionales de democracia, prosperidad, respeto a las mujeres y convivencia cívica.

Por ello, la propuesta de adoptar los criterios de otras democracias de nuestro entorno para ilegalizar a los partidos golpistas (incluyendo a los que usan la propaganda de la independencia con el fin de destruir el sistema democrático) cobra sentido ante este enésimo desafío nacionalista al orden constitucional. Del mismo modo que se puso fuera de la ley a un partido que no era sino el brazo político de una banda terrorista, ahora hay que declarar ilegales a los partidos que se han convertido en ejecutores de una organización golpista.

Del mismo modo que se puso fuera de la ley a un partido que no era sino el brazo político de una banda terrorista, ahora hay que declarar ilegales a los partidos que se han convertido en ejecutores de una organización golpista.

En su obra La evolución de la cooperación, Robert Axelrod plantea que la estrategia óptima de cooperación consiste en comenzar una relación cooperando y, a continuación, replicar lo que haga nuestro oponente. Si coopera, cooperamos; si no coopera, no cooperamos. Sin embargo, llevados por la resignación que pronosticó Ortega y Gasset, según la cual a los nacionalistas no cabe sino sobrellevarlos, hemos respondido poniendo la otra mejilla cada vez que los nacionalistas han despreciado la ley, humillado a los tribunales y, lo que es más grave, abusado de los niños en la escuela, cuando su único delito es haber nacido con el pecado original de unos presuntos genes defectuosos (que les atribuyen altas instancias del Gobierno catalanista y la opinión publicada xenófoba), el español como lengua materna, y no tener los recursos necesarios para pagarse un colegio privado, el último reducto en Cataluña a salvo del adoctrinamiento nacionalista y la imposición de una lengua.

Ha llegado la hora de decir basta y comenzar una no cooperación estricta. A los nacionalistas no hay que sobrellevarlos sino sobrepasarlos, aplicándoles todo el peso de la ley, toda la fuerza de la moral, toda la gravedad de la justicia. ¿Cabe siquiera plantear el indulto al que ha cometido el peor de los delitos en una democracia, hacer que la inestabilidad del sistema haya conducido a las puertas de una guerra civil, siguiendo una tradición que ya acabó con la II República?

Compartimos con los compatriotas españoles de Cataluña una historia común de lucha por las libertades, reconocimiento de la dignidad y triunfo de la diversidad a través de un sistema autonómico que los nacionalistas han pervertido, reorientándolo hacia un reino de taifas de egoísmo, insolidaridad, chantaje permanente y amenaza de involución guerracivilista. ¿Por qué tendríamos ahora que ser menos exigentes con la salvaguarda de los derechos de la mayoría catalana silenciada, vulnerados por una clase política que presume de 8 apellidos catalanes al tiempo que desprecia a la emigración andaluza o extremeña o castellana o asturiana o…?

El filósofo del lenguaje Donald Davidson sostiene que para que el diálogo sea genuino ha de adaptarse como condición lo que denomina "principio de caridad": las diferencias solo son negociables y comprensibles en contraste con un fondo común compartido. Con los nacionalistas, este fondo común ha sido disuelto en el ácido de la desconfianza y la enemistad cívica con que, una y otra vez, nos obsequian los nacionalistas a los catalanes constitucionalistas y a los demás españoles.

Parafraseando al Nietzsche de Así habló Zaratustra, los nacionalistas creen que los españoles, al tratar de establecer un pacto de concordia con ellos, hemos mostrado que somos de corazones débiles y amigos de banales componendas. Nietzsche advertía de que antes de establecer un contrato social hay que demostrar dotes de mando y de aplicación de la fuerza. La diferencia reside en que mientras que los constitucionalistas tenemos de nuestro lado el monopolio legítimo de la fuerza, los nacionalistas solo han sabido mostrar la violencia bastarda del terrorismo y, ahora, el golpismo. España puede seguir mostrando amplitud de miras, generosidad en la oferta y afán de armonía, paz y unión, pero solo desde una posición de fuerza que da la fe en unos principios claros tanto patrióticos como democráticos y liberales.

Repitiendo una y otra vez el mantra del diálogo, con voz meliflua y gesto bonachón, la clase política y mediática dominante se ha refugiado en un mundo de sueños, al tiempo que la élite nacionalista pretende transformar Cataluña en un paraíso ilusorio para idiotas y un infierno de convivencia para todos aquellos que no acepten ser marcados por el lazo amarillo del golpismo.

Volver a diciembre del 78, cuando se aprobó una constitución que buscaba la reconciliación dentro de los valores supremos de la libertad y la igualdad, no implica volar la misma sino todo lo contrario: reconducir su impulso federal sin sesgos particularistas ni oportunismos identitarios. Memoria histórica no significa adoctrinamiento sectario sino volver a escuchar a aquellos españoles de entonces, ya vinieran del Movimiento o del Gulag, que supieron ponerse de acuerdo a partir de un axioma fundamental de la democracia parlamentaria que enunció alguien que se jugó la piel y que hoy es el principal héroe cívico de la España contemporánea, Adolfo Suárez:

El diálogo es, sin duda, el instrumento válido para todo acuerdo pero en él hay una regla de oro que no se puede conculcar: no se debe pedir ni se puede ofrecer lo que no se puede entregar porque, en esa entrega, se juega la propia existencia de los interlocutores.

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