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Mikel Buesa

El agujero negro de la financiación del terrorismo

Queda mucho por trabajar para disponer de un marco institucional adecuado a la situación real de la financiación del terrorismo.

Queda mucho por trabajar para disponer de un marco institucional adecuado a la situación real de la financiación del terrorismo.
Etarras durante uno de los últimos comunicados | Archivo

La financiación del terrorismo es uno de esos asuntos resbaladizos acerca de los cuales las investigaciones policiales y judiciales aclaran muy poco, hasta el punto de que sólo en contadas ocasiones se acaban desvelando las fuentes que alimentan con dinero y otros recursos a las organizaciones terroristas y sus células. En España, eso lo vimos claramente con relación al terrorismo etarra, no sólo porque se produjeron escándalos relacionados con el tema —como, por ejemplo, el tratamiento privilegiado que en su día dio la Diputación Foral de Vizcaya a los empresarios que pagaban a ETA, o la exoneración masiva de esos mismos empresarios en cuanto a su responsabilidad penal bajo la excusa del estado de necesidad, o el chivatazo del Caso Faisán—, sino porque nunca se condenó a nadie por engrasar la maquinaria de ETA con billetes de banco. Es más, el delito de financiación del terrorismo, que en otros países se empezó a tipificar a partir de la recomendación que, en 2001, hizo el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, no se introdujo en el código penal español hasta 2010; es decir, hasta que ETA abandonó su campaña terrorista. Pero ocurre también que una incuria similar se aprecia durante los últimos años con respecto a la yihad terrorista.

Vayamos primero a los números que ofrecen las memorias de la Comisión de Prevención del Blanqueo de Capitales e Infracciones Monetarias, a la que también se atribuye la competencia en materia de financiación del terrorismo. En ellas se señala que, en promedio, el Servicio encargado de tales asuntos (SEPBLAC) ha recibido 2.940 informes anuales de operaciones sospechosas, de los que tan sólo 94 —el 3,2 por ciento— se refieren a asuntos terroristas. A partir de esos informes, las fuerzas de seguridad han realizado 61 investigaciones cada año, dando lugar, también como media, a 2,4 sumarios judiciales, lo que supone que tan sólo el cuatro por ciento de tales indagaciones ofrecen resultados probatorios suficientes como para promover la actuación de la Audiencia Nacional. Ésta, a su vez, ha producido 6,6 sentencias anuales en las que de una u otra forma se incluye el tema que nos ocupa, generalmente junto a otros; y de ellas, dos tercios han sido condenatorias.

De los datos precedentes se deducen dos conclusiones. Una, que la utilización del sistema y los servicios diseñados para la prevención del blanqueo de capitales tiene poca utilidad para conducir hacia vías eficaces la represión de la financiación del terrorismo. Y dos, que sólo una pequeña fracción de los casos judicializados de financiación del terrorismo tiene su origen en aquel sistema. Un ejemplo que ha trascendido a la prensa, sirve para ilustrarlo: en la investigación sobre los atentados del 17-A en Cataluña se ha descubierto que la célula yihadista de Ripoll se pudo financiar con varios microcréditos solicitados por sus miembros sin despertar sospechas y, por tanto, sin inducir la actuación del SEPBLAC. Por cierto que este mismo procedimiento ha sido empleado por otros terroristas para acudir al combate en la guerra de Siria, pasando desapercibidos para los sistemas de control del blanqueo de capitales. Ello da la razón a algunos expertos académicos que, desde hace más de una década, vienen advirtiendo sobre la ineficacia de tales sistemas con respecto a la financiación del terrorismo. Una razón que se extiende también hacia otros derroteros particularmente sangrantes para quienes han sido víctimas de la yihad terrorista cuando se descubre que una parte de los muyahidines que militan en ella han estado financiados, a través de las ayudas sociales, por los Estados atacados. Ha ocurrido, en años recientes, en Alemania, Bélgica, Dinamarca, Austria, Reino Unido y España. Por lo que a nuestro país respecta, se conocen al menos cinco casos de individuos detenidos por su relación con el Estado Islámico que recibían subsidios del Gobierno Vasco. En uno de ellos, además, el implicado continuó cobrando su nómina una vez muerto en la guerra de Siria; y en otro, pasó lo mismo una vez que fue detenido y encarcelado. Pero nada se ha hecho, ni en España ni en los otros países, para prevenir este tipo de casos porque el marco legal disponible no se adapta a ellos.

Pero hay más. Ni siquiera parece que la tipificación del delito de financiación del terrorismo haya servido para algo. De hecho, la Audiencia Nacional no ha acusado nunca a nadie de ese delito y ha continuado tratando tal asunto dentro del marco penal de la colaboración con las organizaciones terroristas. Ello nos ha privado de contar con una doctrina penal sobre esta materia, lo que conduce a un vacío que hace inútil, al menos de momento, la política criminal referida a ella. En definitiva, queda mucho por trabajar para disponer de un marco institucional adecuado a la situación real de la financiación del terrorismo y tapar el agujero negro en el que ese tema está metido. Pero no parece que haya la voluntad política ni la oportunidad necesarias para establecerlo.

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