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Mikel Buesa

Una tarea urgente: la reforma del sistema electoral

Reformar el sistema electoral es una tarea políticamente difícil, pero resulta urgente para si se desea sacar al país de la inestabilidad.

Reformar el sistema electoral es una tarea políticamente difícil, pero resulta urgente para si se desea sacar al país de la inestabilidad.
Mesa electoral en Andalucía | EFE

El sistema electoral que diseñó Óscar Alzaga para las elecciones del 15 de junio de 1977 —que en lo sustancial es el mismo con el que se celebrarán todas las elecciones que tenemos a la vista— se ha convertido, en las actuales circunstancias políticas, en disfuncional. La razón es simple: se trata de un sistema que, cuando el electorado se fragmenta, no produce mayorías razonables de gobierno. La prueba la tenemos en el Gobierno Frankenstein del doctor Sánchez o en las multipartidarias coaliciones que sustentan unos cuantos de los Gobiernos regionales que se van a renovar en mayo.

La razón fundamental de que esto sea así no es otra que el doble hecho de que las circunscripciones electorales son las provincias y de que en cada una de ellas se eligen al menos dos diputados. Esta exigencia del sistema introduce un sesgo mayoritario en la representación de las 28 provincias a las que se atribuyen hasta cinco escaños; y de una manera más atenuada en las 17 que tienen asignados entre 6 y 9 representantes. Ese sesgo tiene, además, un comportamiento muy complicado, al añadirse el efecto de la regla de reparto —la Ley D’Hondt—, cuando el cuerpo electoral se fragmenta, como es el caso de la España actual. Por eso las encuestas pintan de rojo el mapa, dando al partido socialista la representación mayor en casi todas las provincias a pesar de que la izquierda no es mayoritaria en una gran parte de ellas.

Además, hay que tener en cuenta que la Constitución ha amarrado este sistema, haciendo muy difícil su reforma y, por tanto, entorpeciendo la búsqueda de una solución a su disfuncionalidad. No obstante, el artículo 68 de la Carta Magna contiene ciertos elementos de flexibilidad que, en una reforma urgente, podrían aprovecharse hasta tanto se pueda llegar a un consenso suficiente como para modificar este aspecto de nuestro sistema constitucional. En concreto, lo que dicho artículo establece es que el Congreso tendrá entre 300 y 400 diputados; que habrá un mínimo provincial no especificado, más un diputado por cada una de las ciudades de Ceuta y Melilla; que el resto de los escaños se repartirá proporcionalmente a la población provincial y que la regla de distribución de los escaños será proporcional.

Por tanto, el Congreso podría tener 400 diputados y no 350 como ocurre ahora. Tenemos actualmente 7,5 diputados por cada millón de habitantes, una cifra ésta notoriamente inferior a la que exhiben los principales países europeos: 10,4 en el caso de Italia, 9,9 en el del Reino Unido y 8,6 en los de Alemania y Francia. Esta última ratio es la que alcanzaríamos si el número de representantes se elevara hasta 400.

El reparto provincial de esos 400 escaños, siguiendo la prescripción constitucional, podría hacerse dando uno a cada circunscripción —de manera que, incluyendo a Ceuta y Melilla, se sumarían 52 plazas— y distribuyendo los otros 348 de manera proporcional a la población. El resultado de esta operación se puede ver en el cuadro adjunto, en el que se muestra también la distribución de escaños para las elecciones generales del 28 de abril.

Elecciones 2019

Reforma del Congreso

Tamaño de las circunscripciones

Escaños

%

Escaños

%

1-5 diputados

28

90

25,7

25

84

21,0

6-9 diputados

17

114

32,6

18

128

32,0

10 y más diputados

7

146

41,7

9

188

47,0

TOTAL

52

350

100,0

52

400

100,0

Los números lo dicen todo: disminuye el número de provincias en las que se produce el sesgo mayoritario del sistema, disminuye también el porcentaje de escaños a los que afecta ese sesgo y aumenta, acercándose a la mitad, el número de escaños para los que la proporcionalidad es estricta. Por tanto, cabe esperar que, con un Congreso de 400 diputados y la reducción a uno de los escaños mínimos por provincia, tendríamos unas posibilidades más amplias de que, en condiciones de fragmentación electoral, pudieran encontrarse coaliciones de gobierno razonables.

Es cierto que, a esto, se pueden añadir otras reformas respetando la redacción actual del artículo 68 de la Constitución. Por ejemplo la sustitución de la regla D’Hondt por el método Sainte-Laguë, como en su día propuso Izquierda Unida, aunque el efecto de este cambio será pequeño. O también la exigencia de una proporción mínima de votos nacionales para que un partido forme parte del Congreso, como ha propuesto Ciudadanos para dificultar el acceso de los partidos nacionalistas, aunque esto podría ser impugnado por afectar al principio, también constitucional, de participación política —de la que esos partidos son instrumento fundamental, según se reconoce en al artículo 6—. A este respecto, podría ser más fácil elevar el actual mínimo del 3 por ciento que la Loreg exige para que una candidatura pueda obtener representación en una circunscripción, aunque hay que tener en cuenta que, salvo que se fije una cifra desorbitada, ello sólo afecta a los grandes distritos electorales.

Reformar el sistema electoral es una tarea políticamente difícil, pero resulta urgente para España si se desea sacar al país de la inestabilidad en la que está inmerso desde que, en 2015, la fragmentación del electorado trastocó completamente el resultado bipartidista que, hasta entonces, había producido el diseño, que en 1977 se creía provisional. El próximo Congreso debería, en mi opinión, plantearse este asunto en su agenda inicial.

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