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Jesús Laínz

La izquierda y el complejo de David

La izquierda es una nueva religión, una fe revelada ciega a la evidencia, inmune al razonamiento, dispensadora de anatemas, alérgica a la discusión.

La izquierda es una nueva religión, una fe revelada ciega a la evidencia, inmune al razonamiento, dispensadora de anatemas, alérgica a la discusión.
Pedro Sánchez, disfrutando de su victoria de Ferraz. | EFE

Intentemos razonar, esa actividad tan poco habitual en política, mundo que se mueve por sentimientos. Intentemos aportar argumentos, esas cosas tan poco valoradas en política, mundo en el que imperan los eslóganes. Y sobre todo entre la izquierda, esa nueva religión, esa fe revelada, ciega a la evidencia, inmune al razonamiento, dispensadora de anatemas, alérgica a la discusión, suprema norma que bendice todo lo dicho o hecho por sus fieles y que condena al infierno terrenal a la derecha, intrínsecamente perversa. Lo acabamos de comprobar, por enésima vez, en la última votación.

Fijémonos primero en algunos asuntos internacionales de no poca importancia. Por ejemplo, el odio de la izquierda a Israel y el subsiguiente apoyo a la causa palestina y al mundo árabe en general. Por este motivo suele acusarse erróneamente a la izquierda de antisemitismo. La izquierda, por lo general, no ha sido antisemita –más bien debería decirse judeófoba, pues tan semitas son los judíos como los árabes– salvo algunas excepciones notables, como Proudhon y Bakunin. Pensemos en la Europa de los siglos XIX y XX, desde el caso Dreyfus hasta la Segunda Guerra Mundial: los políticos e intelectuales izquierdistas franceses, a causa de su laicismo y su anticristianismo, se destacaron por su apoyo al capitán judío frente a la hostilidad de una derecha que veía en él la prueba del enquistamiento en la nación francesa de una comunidad judía desvinculada de ella hasta el extremo de la traición. Y recordemos el papel extraordinario que los judíos representaron en la creación de la ideología socialista en el siglo XIX (Marx, Lassalle, etc.) y en la organización de las revoluciones del XX (Trotsky, Liebknecht, Kun, etc.), causa primordial de la identificación entre judaísmo y comunismo (el Jüdischer Bolschewismus que decían los nazis y sobre el que reflexionó hasta Churchill) y, por lo tanto, de la judeofobia que estallaría en toda Europa, precisamente entre las derechas, a partir de 1917.

Pero esto cambiaría con la fundación de Israel en 1948, pues a partir de ese momento los judíos –para ser más exactos, los israelíes– se convirtieron en los aliados de los USA en la zona. Y siguiendo el viejo esquema de que los amigos de mis enemigos son mis enemigos, la izquierda de todo el mundo, casi sin excepción, se hizo antiisraelí y se alineó con sus enemigos árabes, aunque eso implicase apoyar a unos regímenes teocráticos en teoría muy alejados del ideario izquierdista. Pero ante el odio a los USA y al sistema capitalista occidental en su conjunto, cualquier otro detalle, cualquier otra contradicción, por enorme que sea, pasa a segundo plano. Recuérdese que Santiago Carrillo declaró su apoyo al islam por considerarlo un aliado revolucionario.

Otro de los mandamientos de la izquierda parece establecer que es su obligación apoyar siempre al bando débil. Enunciémoslo bíblicamente, ya que estamos in situ: la izquierda, siempre con David y contra Goliat. Y como en el conflicto palestino-israelí el bando débil son los palestinos –a pesar de los mares de petróleo en los que nadan sus caóticos y corruptos aliados musulmanes–, con ellos han de estar sus simpatías.

Y con esto llegamos al caso concreto de la izquierda española, en la que, por supuesto, funcionan los mismos automatismos ideológicos. En mayo de 1931, neonata la República, Trotsky recordó a sus camaradas españoles

(…) el carácter progresista, revolucionario-democrático de la lucha nacional catalana contra la soberanía española, el imperialismo burgués y el centralismo burocrático (…) En la fase actual, a causa de las combinaciones presentes de las fuerzas de clase, el nacionalismo catalán es un factor revolucionario progresista. El nacionalismo español es un factor imperialista reaccionario. El comunista español que no comprenda esta distinción, que pretenda ignorarla, que no la valore en primer plano, que, al contrario, se esfuerce en atenuar su importancia, corre el riesgo de convertirse en un agente inconsciente de la burguesía española y de perderse para siempre para la causa de la revolución proletaria.

Es decir, que la lucha de los nacionalistas catalanes contra España era una faceta más de la lucha de clases, de los débiles contra los fuertes, de los trabajadores contra los burgueses, de los demócratas contra los reaccionarios, de los progresistas contra los imperialistas. De nuevo David contra Goliat, aunque ello demostrase la abismal ignorancia de Trotsky sobre el papel de la opulenta burguesía catalana en dicha lucha. Y, siguiendo el mismo esquema, algunas décadas después de Trotsky la izquierda española apoyó entusiasmada a una ETA a la que percibió, además de como el ejército de un pequeño país ocupado por la imperialista España, como la vanguardia de la lucha proletaria contra Franco, el fascismo, la burguesía y el capitalismo, que todo es lo mismo. La izquierda española jamás extrajo ninguna conclusión del hecho de que los etarras cometieran la inmensa mayoría de sus crímenes ya extinto el franquismo e instaurada la democracia. Jamás comprendió que ETA no luchaba contra Franco, sino contra España, fuese cual fuese su régimen político.

La última manifestación de la sinrazón izquierdista también está influida por el complejo de David: España sería el bando grande y poderoso y Cataluña, el pequeño y débil, por lo que la izquierda española, fascinada por esta lucha de clases nacional, se siente irrefrenablemente impelida a apoyar a los separatistas catalanes, aunque para eso haya que pegar un tiro en la sien de su propia nación y olvidar el hecho esencial de que el catalán no es un separatismo de pobres oprimidos, sino de ricos privilegiados.

Pero así funciona el automatismo de la izquierda, esa religión inasequible al argumento y al razonamiento.

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