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Santiago Navajas

La superioridad moral de la derecha

Un sistema político liberal es la única esperanza de que la pluralidad de visiones morales no traten de destruirse entre ellas.

Manifestación contra el Cambio Climático en Madrid | EFE

En La mente de los justos, Jonathan Haidt comenta cómo en los años 80, cuando él llegó allí, los estudiantes progresistas de las universidades de la Ivy League –o sea, todos, incluido él– se sentían superiores moralmente a los conservadores. Eran como elfos demócratas juzgando desde su insuperable belleza ética a los orcos republicanos que votaban a Reagan. Tanto profesores como estudiantes se reían abiertamente en clase de ese actor paleto que había tenido el atrevimiento de llegar a la Casa Blanca sin haber pasado el trámite de conseguir un título en Harvard o Yale (la universidad de Obama, al que aman en los cortijos académicos de la élite izquierdista). La superioridad moral de ser progre les parecía tan obvia como que la Tierra está quieta a cualquiera antes de Galileo. Eppur, si muove... Haidt descubrió que lo es obvio puede ser, sin embargo, falso.

Los progresistas marchaban por la paz, los derechos de los trabajadores, los derechos civiles y el laicismo. El Partido Republicano era el partido de la guerra, las grandes corporaciones, el racismo y el cristianismo evangélico.

Pero Haidt, que visitó la India para hacer un estudio sobre sus valores morales, comprendió que el gusto moral de la izquierda en su país era demasiado estrecho y se basaba únicamente en dos receptores de nuestra sensibilidad ética: el cuidado y la justicia. La tesis de Haidt es que son seis los receptores morales que están en la naturaleza humana, unas predisposiciones que luego son afinadas y combinadas por las diversas culturas y decisiones individuales. La ventaja de los conservadores es que usan todos los receptores morales en su configuración del gusto ético: además del cuidado y la justicia, también la libertad, la lealtad, la autoridad y la santidad. De la erosión de estos últimos valores entre los progresistas viene la ceguera habitual de la izquierda respecto a cuestiones vitales básicas pero que a ellos les parecen el colmo del fascismo: el patriotismo, la autoridad del profesorado, el decoro en la vestimenta y la integración de los inmigrantes.

Tanto conservadores como progresistas tienen buenas razones para sostener sus puntos de vista. Pero no tan buenas como para anular por completo las contrarias.

El problema de la polarización en las sociedades contemporáneas viene de que ambas tribus, la izquierdista y la derechista, tratan de convertir su paradigma moral en dominio político absoluto. Aquí es donde interviene la superioridad política liberal. Porque con el marco liberal los distintos paradigmas morales pueden convivir, negociando cuáles son los mínimos comunes que no son satisfactorios para al menos pueden ser conllevados por todos con mayor o menor insatisfacción, de la legalización de las drogas a la prostitución, pasado por la despenalización del aborto y la gestación subrogada. Tanto conservadores como progresistas tienen buenas razones para sostener sus puntos de vista. Pero no tan buenas como para anular por completo las contrarias. Que haya una ley que permita el aborto, la gestación subrogada, el matrimonio gay, la fecundación in vitro o la circuncisión no implica que todo el mundo tenga que realizarlas, obviamente. A los conservadores ultramontanos y a las feministas de género les parecerá horrible desde el punto de vista de sus respectivas morales, pero salvo que tengan un talante inquisitorial no debería haber problema para construir una sociedad política en la que los carnívoros, los omnívoros y los vegetarianos morales puedan soportarse y tolerarse, si no con hermandad al menos sí con civilidad.

Un sistema político liberal es la única esperanza de que la pluralidad de visiones morales no traten de destruirse entre ellas y consigan articularse formando una unidad en la que nada de lo mejor humano nos sea ajeno.

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