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Mikel Buesa

Hablemos de independencia

Tenemos planteadas en España, como todo el mundo sabe, dos amenazas de independencia, la catalana y la vasca, de intensidad variable y de incierto destino.

Tenemos planteadas en España, como todo el mundo sabe, dos amenazas de independencia, la catalana y la vasca, de intensidad variable y de incierto destino.
EFE

Tenemos planteadas en España, como todo el mundo sabe, dos amenazas de independencia, la catalana y la vasca, de intensidad variable y de incierto destino. Desde que Rajoy gobernó con ambigua decisión sobre este asunto, tal vez imbuido de la doctrina sorayista de que su resolución corresponde a los abogados del Estado, manejando recursos a diestro y siniestro ante el Tribunal Constitucional, paradójicamente no se ha debatido nada acerca de él, salvo, claro está, en el plano jurídico. La independencia se ha convertido así en un asunto de leguleyos que ha hecho correr chorros de tinta para no llegar a ninguna parte, más allá de la constatación de que su materialización exigiría una reforma constitucional o un cambio revolucionario. Los nacionalistas –y sus correveidiles de la izquierda– recuerdan machaconamente que se trata de un problema político cuya solución ha de ser política, pero sus propuestas no van mucho más lejos de lamentarse y de pedir que les den lo que reclaman y, si es posible, que se lo subvencionen desde el Estado. En éste, al parecer, lo único que cuenta es el Boletín Oficial y las buenas palabras para no irritar a aquellos. Y entre unos y otros han logrado esterilizar cualquier amago de discusión a fondo sobre el tema.

A mí, la ley y la Constitución me importan, pero me interesa más discutir con los nacionalistas acerca de las enormes ventajas, para ellos, que predican como fruto de su secesión regional. Es verdad que esto es más intenso en Cataluña que en el País Vasco, donde al parecer se vive ya tan bien que el principal fruto de la independencia no será otra cosa que el de una especie de onanismo mayestático capaz de extasiar hasta el más frío de los seres humanos. Ni que decir tiene que esas excelencias de la independencia no son sino fantasías derivadas de los viejos y melancólicos relatos nacionalistas, de esas "historias de pérdida y de negación que concluyen en la desposesión desde la que el nuevo héroe debe partir en busca de la patria arrebatada", como escribió Jon Juaristi. Fantasías que sólo se sustentan en dos ideas: una, la de que los catalanes y vascos valen más que los demás españoles; y dos, que ese mayor valor encontrará su expresión genuina en una Cataluña o un País Vasco independientes de España e integrados en la Unión Europea.

Dejemos la primera a un lado, pues, por su contenido racista y trasnochado –no en vano han pasado ya muchos años desde que lo de la "raza catalana" y lo de la "raza vasca" resultó desacreditado, aunque aún quedaron los Torra y los Arzalluz para recordarlo–, ni siquiera merece la pena discutirla. Pero la segunda es de una gran trascendencia, pues ampara el proyecto independentista en una estabilidad institucional que, seguramente, podría mitigar una gran parte de sus costes. De ahí que los nacionalistas se aferren a ella con uñas y dientes a pesar de que toda la doctrina jurídica señala que no es posible permanecer en la Unión Europea transitando, sin solución de continuidad, desde el estatus regional hasta el de Estado miembro. Sin embargo, aunque tenemos pronunciamientos sobre esto al más alto nivel del gobierno europeo –pues han sido ya varios los presidentes de la Comisión que se han pronunciado al respecto, ratificando lo que se acaba de indicar–, nunca se ha instado al Tribunal Europeo de Justicia a dictaminar sobre tan crucial asunto. ¿Por qué el Gobierno español ha eludido siempre este trámite? Lo desconozco, aunque sospecho que ello forma parte de su inveterada costumbre de no irritar a los nacionalistas y dejar todo para el final.

En todo caso, suponer que ni Cataluña ni el País Vasco van a poder ser Estados integrados en la Unión Europea, al menos por muchos años, no es heroico. Y si eso fuera así, entonces, con su independencia, veríamos erigida una frontera entre su territorio y el europeo –del que, forzoso es recordarlo, forma parte España–, con toda su carga de dificultades para el comercio. Se trata de lo que los estudiosos de éste denominan el efecto frontera, cuyas consecuencias son inexorables, pues como se ha visto y estudiado analítica y cuantitativamente para todos las secesiones europeas que se derivaron de la caída del Muro de Berlín en procesos que tardaron en normalizarse más de una década y media, en el mejor de los casos, y más de dos, en el peor, tal fenómeno dio lugar a una reducción de entre uno y dos tercios en la intensidad de los flujos comerciales, y de ella se derivaron importantes minoraciones en el Producto Interior Bruto de los países afectados. La independencia fue para ellos una fuente de malestar, de empeoramiento de sus economías, de empobrecimiento para sus habitantes.

¿Y qué pasaría con este asunto en Cataluña o en el País Vasco? Pues pueden hacerse cálculos razonables al respecto a partir del material estadístico del que disponemos, donde se puede constatar que lo esencial de los intercambios comerciales de ambas regiones tiene lugar con el resto de España y con sus socios de la Unión Europea, tanto por lo que concierne a las mercancías, como con lo que se atribuye a los servicios –en este caso, más acentuadamente que en el de los bienes–. Esos cálculos nos dicen que, si se reprodujera el fenómeno que se ha estudiado para las viejas repúblicas yugoslavas y soviéticas, así como para la extinta Checoslovaquia, y nos acogiéramos a la hipótesis de menos intensidad, Cataluña podría acabar perdiendo algo más de un tercio de su PIB, y el País Vasco un quinto de esta magnitud macroeconómica. La debacle que se derivaría de ello la expresan unas tasas de paro que acercarían al 30 por ciento de la población activa en ambos casos; y un déficit público que en Cataluña llegaría al 26 y en el País Vasco al 15 por ciento del PIB. Insostenible en cualquier caso; y como tal obligaría a una drástica reducción del gasto público, incluido el Estado del Bienestar (pensiones, educación, sanidad, protección del desempleo y servicios sociales).

La Arcadia prometida por los nacionalistas seguiría siendo un sueño, pero ya con la miseria adueñándose de las calles y la añoranza de España del pensamiento de los viandantes.

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