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Zoé Valdés

Muros ¿sin alternativas?

No ha habido muro mayor que el que ha fabricado la izquierda en torno a su superioridad ideológica, cultural, artística y supuestamente filosófica.

Una de las múltiples imágenes icónicas que está dejando la insurrección ultraizquierdista en Chile | EFE

Desde la caída del Muro de Berlín y la significación que ese importante acontecimiento tuvo en el mundo de ensueño de la izquierda mundial, que jamás vivió los horrores del comunismo en carne propia, se produjo un efecto que tuvo su origen en una isla del Caribe: esa isla es Cuba.

Cuando Mijaíl Gorbachov visitó Cuba en 1989, Fidel Castro –cuyo olfato de mafioso no le engañaba jamás– supo al instante que tenía enfrente a uno de los mayores exponentes del fin las antiguas relaciones con la URSS, y del fin de la misma URSS como hasta ese momento se había dado a conocer, como la otra gran potencia comunista de la Guerra Fría. De inmediato, el tirano del Caribe renovó sus redes internacionales de espionaje, nivel pulpo, y tejió un enjambre alrededor de universidades extranjeras y del mundo cultural de países europeos, latinoamericanos y en el interior mismo de su principal enemigo: Estados Unidos. Había que construir nuevos muros, muros ideológicos que nadie pudiera derrumbar, muros entre los idiomas, muros conceptuales (el término conceptual que tan bien le vino siempre a la izquierda y ha servido para enredar a unos cuantos incautos), muros morales, muros entre las disidencias, muros infinitos y multiplicados, como quisieron Félix Dzerzhinski en tiempos de Lenin y el Che Guevara en época de aquel Vietnam sangriento por ambos bandos…

No ha habido muro mayor que el que ha fabricado la izquierda en torno a su superioridad ideológica, cultural (que no es más que ideología pura y dura disfrazada de un chorro vacuo de imágenes moralistas y palabras reiterativas cuyo significado gira invariablemente en el sentido de la evidencia y la acusación del contrario), artística y supuestamente filosófica. "Supuestamente", digo, porque no existe ninguna filosofía coherente que consiga justificar los más de cien millones de víctimas del comunismo, ni mucho menos los cuantiosos descalabros y hundimientos allí donde el comunismo y el anticapitalismo en sus numerosas sus variantes encajaron sus garras.

Lo que no se esperaba la izquierda, ni mucho menos Fidel Castro, cuya carencia cultural y moral pude comprobar con mis ojos y oídos, es que esos muros que se pretendían sin alternativa tuvieran un límite, un borde al filo del abismo: el de la ignorancia provocada por el acomodamiento en un discurso aburrido que no vende más que humo, sacrificio y continuados fracasos. El límite propio de la izquierda per se.

Jamás la izquierda –cada vez más comunista– ha sido más inculta, fraudulenta, corrupta e ignorante.

A esos muros que creyeron sin alternativas le fueron naciendo, inclusive en diversas ocasiones desde su propio seno, carcomido por el cáncer de la memez, la tozudez y el oscurantismo ideológico, personalidades que desde su propia experiencia se convirtieron en los mayores críticos de un sistema falaz; y de simples combatientes mutaron de manera inteligente y coherente en líderes que, por mucho que la izquierda anhele encasillarlos en el ultraextremo, sólo tienen cabida en la facción de la más hermosa de las palabras: libertad.

Que esa "ultraderecha" se expresa mejor que la izquierda –ni siquiera mencionaré a la ultraizquierda que sólo se manifiesta mediante consignas, vandalismo y agresiones físicas– en los debates, que se nota más serena y que posee mejores y más exactos argumentos no sólo salta a la vista, no lo puede discutir ni el más pinto, como no sea un fanático sin cura lindando en la locura extrema y ciega.

La izquierda ya no es más la dueña de los bellos discursos humanitarios (¿lo fue alguna vez realmente?). Lo hemos podido apreciar recientemente en los erráticos discursos llenos de agresividad y odio que le han preparado a la sueca Greta Thunberg, comparados con otros discursos de personas muy preparadas (más científicamente que ella en su dominio) y de otras adolescentes de su edad cuyo destino también se ha fortalecido y modernizado con el paso de los años, y me refiero al ejemplo más cercano, el de la princesa Leonor.

Philippe Muray, en su libro El Imperio del Bien. Es urgente sabotearlo (Tempus, 1991, Francia), lo explica de una manera concisa en uno de sus capítulos:

El transexualismo masivo dejó de ser una realidad de reemplazo. "Amo –dice una joven escritora en una voladura plena de poesía consoladora– ver las fronteras del sexo transgredidas por el ser andrógino que refuta ser mutilado"… ¡Houuuu! ¡Qué manera de suspirar lindamente! De un lado fronteras, mutilado, nociones antipáticas; del otro, transgresión, concepto mucho más sonriente, tanto que todavía sigue pareciendo inofensivo. El todo culminando en el ser andrógino, el héroe ideal, justeza de lo bien pensante.

Llevemos ese mejunje al cacao mental de la sociedad influida y sorbida por el izquierdismo obnubilado bajo las nociones epatantes, atraído por los trompones verbales. Sólo que al burgués no era necesario epatarlo todo el rato y mucho menos para toda la vida, y además de eso el burgués ha hecho durante décadas lo que no hicieron los zorros sombríos de la izquierda: prepararse de manera instructiva, cultivarse incluso incómodo desde el rincón a donde lo habían echado y acorralado mediante la envidia y la burla consecutiva. Y como es de ley natural en el capitalismo, el obrero se transformó en burgués y el burgués decidió tentar e intentar los misterios de la agricultura, de manera que el enemigo no pudiera reubicarlo nunca más en el círculo vicioso que ellos mismos inocularon y programaron en sus estropeados cerebros.

Del mismo modo que el mundo ha cambiado bajo nuevas leyes de nomadismo, y las fronteras también se han movido, otros mundos han ido revirtiéndose, y cayendo, entre ellos los de una izquierda cada vez más comunista que jamás ha sido más inculta, fraudulenta, corrupta e ignorante, frente a una nueva derecha que actúa dentro de la ley y que no corresponde ya más a los antiguos epítetos insultantes de "fascista", etc., símbolos de atraso e ignominia.

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