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Santiago Navajas

Hayek y el Brexit

La elefantiasis del proyecto de la UE es incompatible con el talante filosófico anglosajón, favorable al principio de libertad.

Boris Johnson celebra su victoria | EFE

Para entender el Brexit y la espectacular victoria de Boris Johnson podemos empezar por un párrafo de El corazón de Inglaterra, la corrosiva novela de Jonathan Coe sobre el estado del ser inglés en el siglo XXI:

Los cerdos, distribuidos en treinta o cuarenta cuadras cubiertas de paja y calentadas con estufas colgadas del techo, estaban bien protegidos del frío.

–¿Con qué los alimenta? –le preguntó Gail.

–Trigo, cebada –respondió, mientras lanzaba el pienso, que se esparcía por el suelo ante los gruñidos de aprobación de los hambrientos animales.

–Parece una dieta muy sana.

–Si quiere mi opinión, es un despilfarro. En los viejos tiempos les dábamos bazofia y punto. Pero claro, la Unión Europea sabe más que nosotros y no tardó en obligarnos a cambiarlo todo. Pero, con suerte, uno estos días podremos recuperar nuestra soberanía de nuevo y hacer nuestras propias leyes.

Ninguna nación es más irónica y autocrítica que la inglesa. Pero aunque Coe carga en la novela también contra la dictadura de lo políticamente correcto (representada en una inquisición lesbo-transgénero-feminista por un comentario malinterpretado, al estilo de La mancha humana de Philip Roth), este fragmento supura la superioridad moral, política e incluso gastronómica de la izquierda chic contra los obreros manuales, esos paletos sin títulos universitarios que prefieren un bocata de chorizo al infierno antes que una ensalada de quinoa con bayas de goji.

Pero el diálogo también es indicativo, contra la intención de Coe, del abismo filosófico que separa al mundo anglosajón del continente europeo. Con la habitual ceguera de los europeos criados en la tradición afrancesada, se suele leer la decisión británica para independizarse del proyecto de la UE como la reacción propia de, en el mejor de los casos, unos aislacionistas excéntricos, en el peor, de unos reaccionarios xenófobos. En realidad, es un conflicto entre la tradición de la libertad defendida como Adam Smith frente a la visión de una democracia a lo Rousseau.

En el divorcio entre los analíticos anglosajones y los metafísicos continentales intervienen razones de fondo que se sintetizan en una incompatibilidad de caracteres. Este desencuentro se veía venir hace tiempo. Recordemos un antecedente revelador. En 1992 el primer ministro danés se presentó en una cumbre de la Comunidad Europea anterior al Tratado de Maastricht con una manzana tipo Ingrid Marie. Una manzana roja, sabrosa pero, ay, que la Comisión Europea no autorizaba a exportar porque era demasiado pequeña según el criterio de algún burócrata de Bruselas. El primer ministro danés expresó con más elegancia pero no menos contundencia que el ganadero de Coe el pensamiento que está detrás del Brexit:

La Comisión considera que todo aquello que se pone a la venta debe ser previamente armonizado. ¿No sería mejor ocuparse de cosas más importantes en vez de perder el tiempo con tonterías como el tamaño de las manzanas?

O si los cerdos deben alimentarse de bazofia o ambrosía. Desde un punto de vista filosófico, la victoria de Boris Johnson contra la Unión Europea es la reivindicación de la tradición empirista, liberal y evolutiva de Hume y Hayek contra la tradición racionalista, socialdemócrata y constructivista de Descartes y Keynes. Margaret Thatcher era una fan del mercado único europeo, como buena liberal, pero no así de la creación de un mega Estado europeo, al que veía como un ogro burocrático bajo la égida del Bundesbank. En varias ocasiones advirtió la Dama Liberal contra la deriva de la Unión Europea hacia una democracia estatalista, donde una casta política se enroca en sus privilegios de clase para vivir a cuerpo de rey y su presunto conocimiento superior para ejercer un insidioso totalitarismo light. Ayer, fueron las manzanas; hoy, los vasos de plástico; mañana, la próxima ocurrencia del iluminado de turno. Defendía Thatcher:

No hemos hecho retroceder las fronteras del Estado en Gran Bretaña sólo para ver cómo se vuelven a imponer a escala europea, con un superestado ejerciendo un nuevo dominio desde Bruselas (...) el intento de crear un superestado europeo [que] fallará económicamente, políticamente y socialmente.

Detrás de todo gran político hay un genial filósofo, y la relación entre Thatcher y Hayek es bien conocida. El filósofo austriaco afincado en Londres explicó en Los fundamentos de la libertad la oposición entre los dos modos europeos de entender el pensamiento y la acción, la moral y la política. Dos modos que enfrentan, a su vez, la gran confrontación universal entre el racionalista Platón y el empirista Aristóteles. En esta ocasión, el partido se juega entre los equipos formados por, en el lado anglosajón, David Hume, Adam Smith, Adam Ferguson, Montesquieu, Constant y Tocqueville. En el lado continental tenemos al fundador de la corriente racionalista, Descartes, al que siguieron Rousseau, Condorcet, Hobbes, Paine y el Jefferson post Francia (la distinción anglosajón y lo continental comprende, claro, a pensadores que aunque oriundos naturalmente de un sitio pertenecen espiritualmente a otro).

Mientras que el espíritu anglosajón confía en un desarrollo orgánico lento mediante la prueba del ensayo y el error, el talante continental prefiere un patrón obligatorio universalmente válido. Donde el liberalismo apuesta por la organización espontánea, basada en la iniciativa de los ciudadanos de a pie y la coacción mínima (ejemplo: la Wikipedia), el socialismo obliga a la persecución y consecución de un propósito colectivo absoluto (como muestra, el Banco Central Europeo). Cuando se describe al equipo liderado por Hume y Smith como "antirracionalista" no es porque esté en contra de la razón, sino de lo racional como criterio absolutista. Frente a lo racional, lo razonable consiste en una concepción mucho más flexible de la razón, que la ponga en relación con los sentimientos, las tradiciones y las diversas sensibilidades individuales y comunitarias. Por el contrario, cuando hablamos del modelo racionalista de Descartes y Hegel nos referimos al despotismo de una Razón escrita con mayúsculas, tan encantada de conocerse que ignora y aplasta cualquier tipo de disidencia, particularidad y hecho diferencial. Es la diferencia que hay entre un primer ministro que vive en unas normalitas casas adosadas, tipo Downing Street, y la residencia de un Excelentísimo Presidente de la Inmarcesible República Francesa, tipo Palacio del Elíseo.

¿Quién es el ingenuo que piensa que el Reino Unido podría permanecer en el seno de una Europa que se ha autoimpuesto una Kaiser que ataca la libertad de expresión, un Banco Central Europeo que vela fundamentalmente por los intereses de Alemania (Varoufakis dixit) y un Parlamento que es una burla al concepto de representación y un atraco a los bolsillos de los europeos? La elefantiasis del proyecto de la UE es incompatible con el talante filosófico anglosajón, favorable al principio de libertad. Los burócratas racionalistas de Bruselas chocan con el espíritu bucanero del empirismo escocés e inglés. Thatcher lo advirtió, Hayek lo justifica, Johnson lo rubrica y los británicos lo votan masivamente.

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